No es el atractivo de la
nostalgia lo que me impulsa: no sé si la tenga acerca de esto ni sé si
uno pueda, realmente, tenerla acerca de nada. The past is dead and
gone, como dice (sin entera convicción) la balada norteamericana.
El caso es que a veces me pregunto qué fue de los buenos muchachos de
hace 20 años: los que publicaban en las editoriales chilenas, asistían
a los encuentros y talleres de la Universidad de Concepción, y
protagonizaban las páginas culturales de una prensa polémica. O los
que hacían, como yo mismo, sus primeras armas en las revistas y
antologías universitarias de la época.
No siempre se les leía.
Solían ser francamente majaderos. Pero integraban un visible y audible
inventario humano. Lo exaltaban o condenaban todo, sin argumentos
demasiado racionales ni ideas particularmente luminosas. Formaban y
rompían alineamientos extraños, máquinas montadas para quedar bien con
Dios y con el diablo. Unos se decían de izquierda y otros se
calificaban de independientes. "La izquierda y la derecha unidas jamás
serán vencidas", como ha dicho Parra. Pero se veía venir una sorda
disensión interna: ya en 1958 Allende estuvo a las puertas de la
Presidencia. Pero no las cruzó esa vez, prolongando la tregua por
otros doce años, y la división de las aguas políticas continuó
marcándose en un plano que, referido a la experiencia concreta de
quienes empezábamos, resultaba fantasmal, el de la Guerra Civil
Española. Y uno, sin saber que participaba en los aprontes de nuestra
dolorosa reedición americana de aquella crisis, debía reconocerse
republicano o franquista. No era difícil, porque implicaba poco. Y
nadie se iba a las manos por algo tan ajeno.
Así la vida
literaria continuó por algo más de unos diez años, tal vez hasta el 71
ó 72, con la pintoresca ramplonería, que es de la esencia del Reino de
Chile, palpable, sin duda, hasta en el enconado sectarismo de sus
pataleos finales, pero también con el entusiasmo de los escritores,
compartido por un público igualmente capaz de no comprender nada como
de acogerlo todo, pero decididamente allí. El escenario social de
nuestra cultura no era el de París ni el de Nueva York. Tampoco el de
Buenos Aires. Pero era un escenario. Invitaba a la provocación y
estimulaba la producción de acontecimientos que lo
superaban.
1954 fue el año de los Poemas y antipoemas.
La década fue de la Generación del 50.
¿Qué ha sido de los
buenos muchachos? Algunos, comoJodorowsky o Donoso, emigraron el 55 y
el 65 respectivamente, según parece para siempre, y con éxito
brillante en el extranjero. Otros escriben y publican en Chile. Son
más de los que se piensa. Pero han sido drásticamente reducidos por la
muerte, el abandono de las letras, el silencio y el exilio voluntario
o forzado, y nos penan desde la terrible galería de las presencias
ausentes.
En los años 60 murieron Luis Alberto Heiremans, el
dramaturgo del Teatro de Ensayo; Alfonso Echeverría (La vacilación
del tiempo); Carlos de Rohka; Jaime Laso (El cepo);]osé
Chesta (Las redes del mar), y Juan Agustín Palazuelos (Muy
temprano para Santiago). Claudio Giaconi (La difícil
juventud) se fue a Roma, hoy está con una agencia de noticias en
Nueva York y no ha escrito más. Tampoco Herbert Müller (Sin gestos,
sin palabras, sin llanto), que por el 69 trabajaba en Buenos Aires
con una firma asesora de inversionistas norteamericanos. Ni Mario
Espinosa (Un retrato de David), que vive desde la misma época
en California. Ni Juan Lanza. José Manuel Vergara (Daniel y los
leones dorados) trasladó su Editorial Pomaire a Barcelona hacia el
64 y también dejó de escribir.
Jorge Guzmán (Job-Boj) y
Alberto Rubio (La greda vasija) trabajan en Chile. Ambos
escriben, pero ninguno publica.
Luis Domínguez
(Citroneta blues), Óscar Hahn (Arte de morir), Pedro
Lastra (Y éramos inmortales), Carlos Cortínez (Opus
cero), Patricio Lerzundi (Aquí estoy}, Jaime Valdivieso
(El muchacho), Mercedes Valdivieso (La brecha) empezaron
en la misma década del 60 a tomar sus primeros contratos en
universidades norteamericanas y se han ido quedando. Divididos entre
la academia y la literatura, algunos, como Hahn, han sacado libros
significativos. Mauricio Wacquez (Excesos) pasó por Chile el
71-72 y regresó a Europa, donde ya residía. Escribe y ha ganado una
Beca Guggenheim para 1977. Efraín Barquero (Los vientos del
reino), Antonio Avaria (Primera muerte} viven asimismo
afuera. Antonio Skármeta (Desnudo en el tejado) trabaja en
Berlín; Bernardo Subercaseaux (El trompo), en Harvard; Poli
Délano (Amaneció nublado), en México; Waldo Rojas (Príncipe
de Naipes), en París; Hernán Valdés (Zoom), en Londres;
Armando Cassigoli (Angeles bajo la lluvia), en México; Federico
Schopf (Desplazamientos), en Munich; Hernán Lavín Cerda
(Neuropoemas), en México.
Es improbable que la diáspora
chilena se reintegre del todo a Chile. Se empieza a constituir en un
momento en que la literatura latinoamericana se internacionaliza, como
fueron los años 60, donde en lugares como Francia, Estados Unidos o
España se abren mayores oportunidades para su práctica y difusión que
en cualquier capital de América. Representa, en esa etapa, el deseo de
superar por fuera las limitaciones del medio ambiente local. Quizá,
además, un deseo de alejarse del enfrentamiento que todo el mundo
presiente como inevitable si Allende gana la Presidencia.
Posteriormente, los hechos se desencadenan del modo que conocemos, se
instaura el receso político y se reducen los recursos financieros para
la cultura. La diáspora acrecienta su tamaño.
Muchos ausentes
querrían regresar. Otros no tienen interés o posibilidades de hacerlo.
¿Qué rasgo asumirá sin ellos y en la presente dificultad el nuevo
escenario cultural que busca reconstituirse en el
país?