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Fantasmas Literarios
Anticipo
Hernán Valdés
"Fantasmas literarios. Una convocación"
(Aguilar, 2005)
Revista de Libros de El Mercurio, Viernes 30 de Septiembre de 2005
Teófilo Cid, Stella Díaz Varín, Jorge Teillier, Nicanor Parra, Enrique Lihn, son algunos de los fantasmas vivos y muertos que desfilan por las páginas de este nuevo libro de Hernán Valdés. Después de salir al exilio en 1974 —año en que da a conocer el impactante testimonio "Tejas Verdes. Diario de un campo de concentración en Chile" —y de vivir en varios países de Europa hasta establecerse finalmente en Alemania, vuelve a las librerías chilenas con "Fantasmas literarios. Una convocación" (Aguilar), sus recuerdos de hechos y personajes de los años cincuenta, sesenta y setenta.
Veo venir a Giaconi por la calle Huérfanos como pisando la nieve de San Petersburgo, con aquel aire indiferentemente atormentado de Onegin, tras años de ausencia en el extranjero para olvidar un duelo absurdo y una mujer amada; o más bien como Gogol, pensando en la salvación de Rusia, preguntándose "¿Cuál es el buen camino?. ¿Dónde está la salida?", o incluso con la expresión del príncipe Fabricio Salina, abrumado por insolubles conflictos. Porque Giaconi nos ha introducido en todo eso en el océano de la literatura rusa y en Lampedusa, con una pasión no sólo intelectual, también somática, que le lleva a cohabitar los escenarios, a encarnar los personajes. Todo eso ocupa su espíritu y se refleja en su rostro, que pasa de las expresiones del entusiasmo juvenil a los tormentos de la senectud.
Si algo le distingue de nosotros, además de todo aquello, es su elegancia. Es alto y delgado. Tiene una tez mate, pero ligeramente cenicienta, empalidecida por un total desconocimiento de la luz solar. Viste siempre el mismo traje marrón con chaleco, que parece replanchado cada día por manos vigilantes, traje que él cuida con la mayor atención, evitando toda posibilidad de manchas. Siempre pregunta, después de hurgar en los bolsillos de su chaleco con sus largas manos, si uno puede invitarle a un café. Jamás tiene un centavo, nunca un cigarrillo, pese a que es un empedernido fumador. Habla con entusiasmo de sí mimo, es decir de sus escritos y lecturas y nunca de su vida privada. Debe andar sobre los
veinticinco, pero
uno puede ya imaginar cuál será su aspecto veinte años después. Su madurez, incluso su decrepitud, están prefiguradas en su cara. No se sabe nada de él ni en qué consiste su familia, se ignora qué ha hecho antes de aparecer en el Café, si ha estudiado algo, cuál es el origen de su adicción a la literatura y en particular a la rusa. Al anochecer, a la hora en que nos encaminamos a un bar o a comer algo, si existe una invitación, él se despide. Nadie le ha visto nunca fuera de las horas vespertinas del Café. De la literatura rusa, prefiere las situaciones tragicómicas de ese mundo estagnado, en especial Gogol. Pero también admira a Faulkner. La literatura nacional o latinoamericana le
deja indiferente. "Criollistas, marginalistas, anecdotistas", dice, mirando en rededor. Aquí no se ha hecho todavía —quizás exceptuando a Blest Gana— una literatura burguesa. Hemos imitado tantas cosas, pero no el siglo XIX en su literatura. Es como si no existiera una burguesía, con sus grandes, pequeñas y sórdidas historias. No hay testimonios. Lo que pasa es que los escritores han sido y somos de la clase media para abajo. Sin información".
SEGUNDOS JUEGOS DE POESÍA
Me pregunto con qué cara de disimulada infatuación estoy sentado ahí, en la concha cóncava que forma el estrado del Salón de Honor de la Universidad, en el borde de una fila de sillones donde están también, aquiescentes y graves, los otros jurados, Luis Oyarzún, Nicanor Parra, Díaz Casanueva, Jorge Onfray. La sala está llena y los poetas concursantes leen sus versos.
Durante un par de semanas nos hemos reunido más o menos los mismos, en casa de Esther, para seleccionar a una veintena de poetas entre más de quinientos que han enviado sus trabajos para estos Juegos. Una primera selección ha sido fácil y no ha provocado mayores discusiones. Los problemas han comenzado después de seleccionar un centenar. Como en cada concurso, los jurados conocen los nombres de sus amigos, disimulados bajo pseudónimos, e intentan protegerles. Una protección, en estos casos, asegura una cierta lealtad. Al final, tras difíciles discusiones, nos ponemos de acuerdo. Para estar seguros de que no hemos eliminado a alguien significativo, abrimos los sobres: entre los preseleccionados están Lihn, Teillier, Barquero, Rubio, Stella Díaz, Armando Uribe, Pedro Lastra, Raquel Senoret.
Todos ellos y algunos más han leído sus versos de espaldas a nosotros y frente a un público admirado. Lihn lee por primera vez su Pieza Oscura. Al final nos retiramos a un cuarto adyacente y hacemos la comedia de elegir a los premiados, que casi sin duda son los mejores. Pues previamente hemos
alcanzado el acuerdo de que Lihn, Senoret y Teillier, en ese orden, recibirán los votos más altos. En cuanto al resto, es la ley de la selva. Cada cual otorga el voto más alto a su preferido y el más bajo a los preferidos de los otros jurados.
DONDE LIHN
Subo la escalera en penumbras y antes de llegar a su puerta oigo el chillido de un crío y caigo en la cuenta de que Ivette, entre tanto, debe haber dado a luz. Me abre el propio Enrique, meciendo furiosamente al hijo en sus brazos. Se queda mirándome desconcertado, como si le hubiera sorprendido en una actividad vergonzante.
Con un juego ocular que es de excusas por este nuevo rol, me coge de la manga con la mano libre y me tira al interior. El apartamento es mínimo, una salita y detrás un dormitorio, amoblados con lo indispensable. En la cocinilla contigua, vestida con una vieja bata descolorida, bajo la cual oculta la trenza, Ivette prepara una mamadera. Oculto el desaliento de verla así, ella, a quien uno veía pasar con aquel aire inaccesible, ignorante de la admiración que causaba, desdeñosa de toda atadura. Nos abrazamos con Ivette. Enrique le transfiere el crío, que cesa de chillar. Es una niña, me cuentan. Se llama Andrea. Nos quedamos mirando, inhibidos, Enrique el pelo revuelto, los ojos redondos, más enrojecidos que antes, con una chaleca de lana que le cuelga, quizás tejida por Ivette, sorprendido en dos sentimientos contradictorios: lo ridículo de su estado paternal y lo emocionante de ese mismo estado. La misma historia de muchos de sus poemas: el recelo burlón hacia los propios sentimientos. Al fin les cuento mi situación. "Te quedas con nosotros, y ni una palabra más", dice Ivette de inmediato. Un poco más cauto: "Por supuesto", añade Enrique, 'sólo que Andrea tampoco te dejará dormir".
Pasaré dos semanas con ellos, ausentándome lo más posible para no perturbar su intimidad, durmiendo en el sofá de la salita. Ivette, convertida en una asombrosa madre, hace todo lo posible para que no me sienta incómodo e incomodante. Enrique trabaja como locutor en una radio —lo único que puede vender es su hermosa voz— y llega tarde, a la hora de cenar. Entonces, inexplicablemente, adopto el aire más inocente posible, sumido en mis libros y papeles. Enrique entra con cautela, temeroso de sorprender algo, desconfiado de mi inocencia. Es que nunca ha dejado de sospechar que alguna vez hubo algo entre Ivette y yo. Sé que en su ausencia se imagina cosas, y eso mismo me obliga a exagerar un aspecto inofensivo, que sólo tiene por efecto aumentar sus dudas. Después de unos días parece descartar todo peligro y formamos un trío que convive perfectamente bien, leyendo, leyéndonos, sumidos en las preocupaciones domésticas, en las incertidumbres financieras, sin la menor sospecha del curso de nuestros respectivos destinos.