Proyecto
Patrimonio - 2006 | index | Ismael
Gavilán | Autores |
SOBRE
JARDÍN JAPONÉS DE EDUARDO JERIA G.
(Editorial
Altazor, Viña del Mar, 2006)
Palabras
de Presentación leídas en la Sala Viña del Mar
Por
Ismael Gavilán M.
Oficio
y una capacidad lingüística poco común, una sensibilidad atenta
frente a los datos de la experiencia que son procesados con fascinación
y distanciamiento: esas son entre otras cualidades, las que cualquier lector atento
puede vislumbrar del libro que el poeta Eduardo Jeria Garay nos presenta
en esta oportunidad. Para la mayoría de los aquí reunidos no es
un secreto mi relación amistosa
y de feliz compañerismo en la ruta poética que nos une, tanto a
nosotros, como a varios amigos más, muchos de ellos presentes como lo son
Gonzalo Gálvez, Jorge Polanco, Danny Núñez, Sergio Muñoz
Arriagada, Rodrigo Arroyo y Claudio Gaete. Se comprenderá entonces que
mi vinculación con este libro que ve hoy la luz pública no me es
-no nos es- ajena. Por ello disculparán que mis palabras no sean imparciales
y severas, pues esta presentación -breve por lo demás- se encuentra
marcada por la lectura que de este libro he llevado acabo desde su origen mismo
y del que, me atrevo a decir, conozco verso a verso, palabra a palabra. Una posición
privilegiada que muchas veces puede volvérsenos en contra, por lo que se
hace evidente mi renuncia a ser crítico. Sí, porque esta tarde lo
que vale a mi entender es la celebración y no la distancia, la alegría
y no la reserva.
Desde su título, este nuevo libro de poemas de
Jeria Garay nos plantea una definición de principios, acaso una verdadera
poética. Jardín Japonés creo, resume en lo exacto
de su concepto, toda una manera de entender lo poético, manera que nos
lleva a reflexionar sobre algo que siempre he considerado fascinante: la idea,
noción e imagen del "jardín". La poesía universal
está plagada de jardines. En las distintas culturas tanto orientales como
occidentales, este locus amenus se convierte en una verdadera encrucijada
borgeana al momento de buscar su caracterización. Desde el bíblico
Jardín del Edén, pasando por los jardines colgantes de Babilonia
que nos evoca Hafiz, hasta las villas de recreo romanas que presentimos en Horacio;
desde el "jardín de amor" de la poesía provenzal, pasando
por la poesía galaico-portuguesa, hasta la del dolce stil nuovo
o la poesía española del Siglo de Oro, y desde el neoclásico
gusto de un Chénier o un Juan Meléndez Valdés, pasando por
los románticos de las más distintas latitudes (Novalis, Hugo, Leopardi,
Pushkin) hasta el acerado y musical simbolismo de poetas como Stefan George, Paul
Valery, Alexander Blok o Juan Ramón Jiménez, el jardín es
una palabra mágica que encierra una plurisignificación de sentidos
que, por supuesto, no pretendo enunciar y menos agotar aquí, pero que en
lo esencial nos remiten a una idea que le es cara al ser humano como parte misma
de su conciencia de la mortalidad: el afán nunca resuelto de contraponer
a la naturaleza salvaje, indómita y siempre amenazante -de la que no nos
hemos apartado de modo tan radical como para que nos sea desconocida- contraponer,
digo, una imagen de la naturaleza que fuese acogedora, aprehensible, solícita
y humana en su disposición de amigable convivencia. Ello obedece tal vez
a la permanente insatisfacción que tenemos para habitar esta tierra, no
como algo que resultara ingrato, sino más bien penoso y marcado por el
dolor y la duda. En nuestra época, la técnica es el testigo de ese
afán de autoprotección que el ser humano se ha autoimpuesto para
evitar precisamente recordar su pertenencia, dada su fragilidad física
y síquica, a esa fuerza o energía que rotulamos como naturaleza
y que creo, Arthur Schopenhauer caracterizó de modo genial en El mundo
como voluntad y representación. El jardín es entonces una metáfora
de un anhelo profundo de dominar y por ende conjurar aquello que nos supera.
¿Cómo puede esto vincularse con los poemas que Jeria Garay presenta
esta tarde? Pues por el intenso afán de forma que caracteriza su escritura
y donde afán de forma significa conjuro.
Así, la alegría
que nos produce contemplar un poema es sinónimo del contento que nos proporciona
ver organizado espiritualmente el mundo en una construcción mental y lingüística
dotada de unidad lógica y apoyada de modo armonioso en sí misma:
esa alegría y ese contento son siempre de naturaleza eminentemente estética:
tienen el mismo origen que el placer, tienen el mismo origen que la satisfacción
elevada y, en su último fondo, siempre serena con que nos obsequia la acción
del arte, que hace abarcable y transparente con la mirada la confusión
caótica de la vida. Qué duda cabe que ésta es el reino de
los afectos y de la pasión que, desde siempre, ha estado hermanado al reino
de la belleza. Es así que según una ley misteriosa que vincula el
sentimiento a la forma, más aún, que le hace ser, en el origen,
uno con la forma, según esa ley, una imagen del mundo concebida con pasión,
una imagen del mundo vivida y sufrida con la totalidad del ser humano llevará
en su exposición el cuño de lo bello; no tendrá en sí
nada de la sequedad, del aburrimiento que produce a los sentidos la mera especulación
intelectual. Y así como de acuerdo a una gracia y don antiguos, de acuerdo
con un parentesco profundo que existe entre el sufrimiento y la belleza, el dolor
se redime en la obra de arte mediante la forma, así la belleza garantiza
su verdad.
¿Cuál será
-me digan- más culto terreno, el de un jardín bien dispuesto, donde
se distribuyen con arte las flores y las plantas, y dejan abierto camino por donde
todo se registre y se goce, o un boscaje rústico, marañado, donde
no se distinguen los árboles ni dejan entrada ni paseo a sus asperezas
?
Estas palabras de Juan de Jáuregui,
poeta español de fines del siglo XVI y que sirven de epígrafe al
libro de Jeria Garay, no revelan un gesto culterano de cita rara y excéntrica,
sino toda una actitud frente a lo que es para este poeta, admitido aún
cronológicamente en la juventud, la poesía y el poema: un hacer
enraizado en un lenguaje que aspira a transparentar la experiencia que funda su
decir, transparencia que ya sólo como enunciado de un propósito,
asombra y deja caviloso a quien frecuenta la poesía chilena contemporánea.
Por ello la escritura de este joven autor responde a un planteamiento que no deja
de ser un desafío: el intento de mostrar la inmediatez de la experiencia
con un lenguaje que pretende ser transparente. Así, en esta poesía
el jardín se vuelca metáfora de un orden que por ser tal se vuelve
casi opaco. ¿Para qué? preguntará el lego. Y creo simplemente
por lo enunciado líneas más arriba: para poseer un placer más
intenso y concentrado que evite la dispersión y por ende, la pérdida.
En este sentido la poesía de Jeria Garay es sabia: nos quiere hacer creer
que no hay mediación para provocarnos la sensación de sabernos vinculados
a la vida de modo tal que pensemos que ella es así, llegando incluso a
la paradoja de creer identificarnos con ella de la manera más ingenua cuando
en verdad lo que se despliega ante nuestros ojos es una forma, un poema que resume
una concepción distanciada -y por ende meditada- de lo que somos o hemos
vivido. Eso posee un nombre que encierra esa sabiduría que cualquier lector
atento advertirá: ironía, es decir, hacernos creer aquello que no
es y no por una gratuidad desparpajada, sino por una profunda convicción
autorreflexiva de la que esta poesía no puede escapar: su contemplación
de sí misma contemplándose. Esto trae a mi entender varias consecuencias,
de las cuales deseo enfatizar en esta oportunidad sólo una: que la lucidez
de la trama formal de esta poesía se traduce en una sigilosa aventura de
orden que no se agota en su propia gestualidad, sino que se articula para propiciar,
aún ilusoriamente, un goce más duradero y pleno en total consonancia
con esta época, donde escribir un poema es llevar a cabo un ejercicio de
placer efímero. La peculiaridad de una actitud como ésta invita
a revisar como contraste de saludable necesidad a parte de la poesía chilena
actual, tal vez la más expuesta públicamente en los últimos
años y que ha convertido la fragmentación, la dispersión
y a un curioso antilirismo en banderas reivindicatorias de una sensibilidad que
desea verse a sí misma como contemporánea. En relación a
ésta, que despliega entre sus múltiples afanes la visceralidad y
la inmediatez como límite del lenguaje en un quebrantamiento del poema
en tanto artefacto retórico, la poesía de Jeria Garay es más
cauta: desconfía de una discursividad que se pretende diferente, pero que
instaura un autoritarismo en ese mismo afán diferenciador al desear asumirse
como exclusiva administración de una sensibilidad epocal: creo que ahí
el poema se traduce en documento, no en lenguaje significativo. La poesía
de Jeria Garay muestra no obstante otra faz de aquella misma contemporaneidad
y se ve enfrentada a los mismos acuciantes problemas: la negación a renunciar
a la lucidez que sabe de su disolución en lo pasajero que implica toda
lectura. Y para ello dispone de una voluntad constructiva que hace de las palabras,
el andamiaje necesario para cimentar, en medio del desastre, la serenidad de apariencia
sensible que nos enrostra con su fina ironía, tal como el título
de este libro sugiere y alienta. Los poemas de Jardín Japonés
de Jeria Garay no sólo nos hacen recordar lo fugaz de la experiencia que
mentan, sino que también nos hacen patentes lo fugaz del ejercicio poético
mismo: el abandono de la pretensión de durar. En verdad cantar es un
soplo distinto, un soplo por nada, una onda en el dios, un viento
Valparaíso, diciembre 14, 2006
5
POEMAS DE JARDÍN JAPONÉS DE EDUARDO JERIA GARAY
Poética
para sólo un libro
Como el tiempo
escribe mi cara y borra
así quisiera escribir este poema.
Escribir
con la belleza de un ciruelo en yema
y también con la de los insectos
que lo recorren.
Pues el árbol es árbol
y
no la fuente del conocimiento de nosotros y el Padre;
la podredumbre al interior
de la manzana
es sólo asco y no el bien y el mal entreverados;
el
cielo no es más que la luz
que vemos curvándose sobre nuestras
cabezas
y no una especie de residencia entre dos mundos.
Pues
cada línea debe ser la soga del traidor
y la vara del salvado de las
aguas,
la saliva que unió a los adolescentes
o el hilo con que la
mujer salvó al héroe,
lo que el profeta dejó dibujado
en la arena
o el rastro de sangre derramado por el propio emperador.
Que
el signo se haga presencia
como la cruz que la madre dibuja en la frente del
hijo
se vuelve caricia.
Mejor es
-como
el agua-
hallar la mínima forma que transforma
hasta hacerse transparente.
No
es necesario invocar más
cuando el verso es un dedo cruzando un par
de labios.
Una
palabra cualquiera
Escribe una palabra
cualquiera,
quizás la última que se escuchó en la radio
o
la que alguien usó al saludarte,
palabra como un anzuelo lanzado
con
que pican pronto muchos peces
y que suben unos llamando a otros.
Quizás
de qué corrientes marinas
vienen estas voces que casualmente llegan
a la boca
como una invitación sorpresiva a salir de noche un día
cualquiera,
como cualquiera es la mujer que llega
casualmente al mismo bar
que elegiste por ventura
y que se topó contigo en alguna mesa.
Bastaría
que la mujer llegara dos horas antes o después
para que no se topasen
nunca,
igual que algunas palabras jamás estarán escritas en la
misma línea
o se tocarán siquiera en las páginas de un
diccionario
que jugando ha desmembrado un niño.
Espejo
en el techo
Ella se ve haciendo el amor
con otro hombre.
En el espejo el hombre la ve y se da cuenta
que hace el
amor con una mujer que desborda
todo lo que él podrá llegar a
ser.
Más allá de la imagen
él
se pregunta cómo llegó a estar esa mujer entre sus brazos:
lengua,
boca, muslos, un cierto lugar de la espalda.
No cree reconocerla ni haberla
visto antes,
no sabe cómo conoce las áreas secretas,
tan secretas
de su goce
ni cómo el cuerpo de esa mujer que lo desborda
llegó
a estar mezclándose con su figura
llena de luz en todas direcciones;
y
él ve cómo la mujer descubre otra mujer en brazos de otro
todo
cuanto ellas podrán llegar a poseer:
un hombre, otro hombre
dentro
de otra mujer que los desborda
y sabe lo que alguna vez fueron en aquel espejo.
Entonces
nadie supo si aquel entre sus brazos,
si aquel que amaron bajo un cielo lleno
de nosotros
estaba a éste o al otro lado del espejo.
Humedad
Sé cuán profundo es el
mar
cuando toco con los dedos
la orilla de una mujer que duerme a mi lado.
El
aire de su respiro se agrieta
como un ramo de lirios cortado en seco.
Y
conozco aún el centro de aquella que palpita:
el rocío, las palomas,
cierto
animal que sueña...
Todos
duermen en mi casa
Todos duermen en mi
casa,
nada parece despertar en ellos
y me estremezco al pensar
que estarán
con los ojos abiertos sin poder ver más a nadie.
Las
palabras de mi padre ya no cortan la noche,
las manos de mi madre se han quedado
quietas,
la respiración de mi hermano no se oye.
Una
catástrofe palpita
y sólo mi soledad sale a encontrarla
¿por
qué no oigo el grito y sí el murmullo;
por qué escucho
el pecho y no detrás
de aquellas dos puertas cerradas?
Tumbados
así,
en las viejas habitaciones
que el polvo visita con sed salvaje
todos
duermen en mi casa.