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Gavilán | Autores |
POÉTICA
EL
PRÍNCIPE DE LA TORRE ABOLIDA(1)
Ismael
Gavilán
Ser convocado por
la circunstancia feliz de un encuentro que está abierto a preguntas no
deja de convertirse en algo que invita a la reflexión.
Fuera de
este espacio, ello adquiere rango de rareza: la interrupción, la incoherencia,
lo sorpresivo son condiciones ordinarias y comunes de nuestra vida. Incluso se
convierten en verdaderas necesidades cuyo espíritu se nutre como una eterna
variación que indispone al ejercicio secreto de aprehender a esa música
que siempre anida en el corazón de toda cosa.
Por eso es probable
que la Poesía tenga en su íntimo carácter el movimiento intermitente
que convierte la formulación del estado del mundo en una serie de imágenes
que son destellos de eternas interrogaciones. Y esas interrogaciones por el sólo
hecho de estar transmutadas en esas formas que llamamos poemas, beben del mismo
manantial que el pensamiento porque son la manera que poseemos para organizar
con alguna suerte el discurrir que nos asombra entre goce y dolor.
Es a ese discurrir al cual afanosamente nos damos en la vitalidad establecida
por nuestras conductas. Y es a aquel mismo discurrir al cual el gesto interrogativo
que el Pensamiento y la Poesía hacen, desean asimismo captar con énfasis
cercanos o distantes.
Pareciera ser que la Poesía encarnada en el
poema fuese el perpetuo placer de constituir no una, sino múltiples preguntas;
preguntas que no se yerguen con el afán de ser respondidas, sino que se
alzan como oscuras torres que, al concluirse, se desmoronan no sin riesgo de herir
a incautos o enterrar su propia convicción como una seductora tautología.
Y es que el tipo de conocimiento que la Poesía a través y en el
poema busca, no está brindado por la aseveración que siempre quiere
constatar algo. El tipo de conocimiento, si podemos llamarlo así, que adelanta
la trama poética, viene a ser tal vez la mera concatenación de caminos
y andamios para ver a la torre concluida y gozar de su presencia antes de la autodestrucción
necesaria. Como Sísifo, la Poesía y el poema, caen y vuelven a elevarse
y ese grado de conciencia o lucidez que se obtiene segundos antes que todo se
precipite al valle de las interrupciones, incoherencias y sorpresas, es probablemente
la única forma de atisbar alguna arista más del discurrir que, callado,
se deja seducir para en su seno detenerse sólo un momento y permitir la
elevación de esas preguntas predestinadas a tan efímera existencia.
Pero si la manera de preguntar que la Poesía propone se vuelca a sí
misma, teniendo en ello su peculiar forma de conocer, eso se debe quizás
a algo en extremo misterioso en su obvia contradicción; de pronto, el discurrir
es el silencio tomado como el rostro inauténtico de ese mismo silencio,
aquel "mundanal ruido" que fray Luis de León tan certeramente
designó como contrapunto a la "vida retirada" y que aparece insistente
por doquier. Hablamos, discutimos, enceguecemos con información de variada
índole: formas hay que tientan nuestros sentidos que, agudizados en extremo,
se desmenuzan sin dar la precisa imagen para la cual fueron convocados, ya que
el cansancio y el hastío, minan su más secreta configuración.
El mundo gira, nosotros en él y el vértigo se convierte en cotidiano
tráfago que anhela ser intercambiable con la vida. En este escenario creemos
decirnos y las palabras como desgastadas monedas de valor indistinto son opacas
para todo. Mencionar o decir árbol, belleza, deseo, angustia, niño,
lluvia, amor es caer en el lugar común no de la inocencia ingenua, sino
en el de la sordera repetitiva. Y es esa sordera que el discurrir posee de sí
mismo, el espacio donde las preguntas se mecen intocadas, esperando que algo las
enuncie.
El gesto interrogativo es el quiebre de la continuidad del discurrir,
la cesura que se vuelve contra el mundo al señalarlo o negarlo, la apropiación
del arco para tensar un delgado hilo que disparará una flecha a lugar incierto.
La Poesía y por ende el poema, serán la tensión misma o el
final de la cesura que, al constituirse como tales, son más que un gesto,
a pesar de serlo en vísperas de su caída estrepitosa. El discurrir
es indetenible, el poema sólo pausa.
Tal vez por eso la Poesía
es in/útil: porque es disidente como pregunta sobre el discurrir callado.
La utilidad como apropiación y usufructo es el precio que la vida en su
velocidad ha tenido que pagar para creer ser ella misma. Se habla de, se sirva
para: he ahí la marca sustancial del discurrir que se autocrea en la vorágine
de mil sensaciones, sensaciones provocadas o fortuitas, lacerantes o enaltecedoras,
pero siempre mudas al instante de querer decirse y odiosas consigo mismas. Por
tanto es impropio hablar de poesía culta o inculta, hermética o
revelada, fácil o difícil. Más bien habría que hablar
de Poesía a secas: en el poema ésta se constata y logra retrotraerse,
las palabras adquieren la intensidad precisa, intensidad que es despojamiento
al tomar distancia configurativa del uso informe que las silencia. Luminosas,
las palabras no sólo se vuelcan, se elevan sobre su decir cotidiano y se
van hacia ese decir original que es el momento de luz oscura antes que todo vuelva
a significar lo mismo, el instante amoroso antes del reconocimiento fatal del
otro como otro, pero desconocido y sin salida.
De aquel modo la Poesía
adquiere la extraña singularidad de manifestarse en esa intensificación
desnuda y llamativa y que, debido a su plasmación en el poema, no renuncia
a transformarse en la voz que se aprovecha del discurrir para indicarlo o contradecirlo,
sin que éste se tome siquiera la molestia de saberlo.
Esta plasmación
no significa retirada, abstención o cobardía; es la simple naturaleza
con que la Poesía se obedece a sí misma. Y en aquella obediencia
es donde radica a mi parecer la fecundidad creativa de las interrogaciones que
caen perpetuamente; es en esa obediencia donde este peculiar conocimiento logra
sus triunfos totales.
Basta pensar en ALTAZOR de Huidobro donde la caída
es triunfo, quedando en evidencia el desplome del poema como destrucción
de una torre elevadísima. O pensemos en DEFINICIÓN Y PÉRDIDA
DE LA PERSONA de Anguita, verdadera catedral de sutil arquitectura que en su punto
álgido también se desmorona porque en él ya definir es por
antonomasia hacer patente la pérdida. Uno estaría tentado a situar
TRILCE de Vallejo en línea similar, sólo que ahí pareciera
existir el recuerdo pedrusco de un edificio demolido: jamás lo vimos, jamás
lo constatamos. Únicamente los restos de lo que "debió ser"
resalta fulgurante y nos quema como ascuas. Cada poema de TRILCE es un fragmento
de una torre destruida. Y así con muchos.
En el reino de la Poesía
cada poema es una torre que se yergue a instancias secretas para ser habitada
por un príncipe (¿el poeta, nosotros, alguien que vendrá?)
Ese príncipe sabe que sobre el discurrir profuso de lo cotidiano, de lo
abismante de las cosas, la máxima certeza es el desconsuelo felizmente
asumido, sabe que los poemas al ser torres próximas a derrumbarse, son
en sí la interrogación permanente que no necesita o busca respuestas
fidedignas, sino el goce de formular esas mismas preguntas con el mayor sentimiento
y perfección posibles.
Tal vez así podamos entender a Nerval
cuando nos dice:
"Soy el tenebroso, el viudo,
el desconsolado
el príncipe de Aquitania de la torre abolida"
Valparaíso/
primavera de 2000- otoño de 2004
(1) Texto leído en las Jornadas de Reflexión del CC.AA del Instituto
de Filosofía de la Universidad Católica de Valparaíso, octubre
de 2000. Publicado posteriormente en la revista electrónica La Linda
Pelirroja, n° 2, segundo semestre de 2004, Instituto de Arte, Universidad
Católica de Valparaíso como también en la revista electrónica Cyber-Humanitatis, n° 32, primavera de 2004, Facultad de Filosofía
y Humanidades de la Universidad de Chile.