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Antologar es cartografiar: el mapa sí es el territorio
Presentación de la antología de poesía joven de Valparaíso El mapa no es el territorio de Ismael Gavilán,
Ed Fuga, 2007.
Por Alvaro Bisama
Toda antología es, en cierto modo, una ficción. Un relato tan falso como frágil. De este modo nuestras mejores antologías literarias son aquellas que hacen de sus imperfecciones un ejercicio de estilo, capturan estados de ánimos, consignan errores o vanidades y valentías para la posteridad. Por supuesto, consiguen efectos diversos: desde el arrojo de los trabajos de Ramón Díaz Eterovic y Diego Muñoz Valenzuela en los 80 a la vacuidad de artefactos ya olvidados como “Los pecados capitales”, perfecta síntesis del vacío de nuestra Nueva Narrativa Chilena; pasando, cómo no, por el infiernillo provinciano de “Cantares”, aquella panorámica de la novísima poesía chilena perpetrada hace un par de años por Raúl Zurita.
Cada uno de esos textos es una foto trucada, sacada desde un presente falso de nuestra literatura. Ahí están sus vicios desechables, sus flaquezas, mezquindades y horrores. O sus modas. Brillan ahí ejercicios de sobrevivencia, las lecturas diarias, las poses hostiles o cotidianas de nuestra ficción y poesía. Pero también flota otra idea, la que sugiere que las buenas antologías son escrituras sin escritura. Porque no hay nada más extraño que escribir una novela o un poemario con la literatura de los otros. Los buenos antologadores son así, gente que es capaz de trazar y cortar y pegar y montar la obra ajena como si fuera propia, buscando hilos, oscureciendo e iluminando sentidos, trazando conspiraciones y descubriendo secretos. Gente que simplemente supera su silencio con la voz de los otros, que hace de sus obsesiones un kit para armar.
O un mapa.
En el libro que presentamos hoy, algo de eso hay. De un mapa tan ficticio como necesario. Mal que mal, una de las mejores virtudes de la presente compilatoria es la conciencia de la precariedad de su propio orden, de aquella condición feble de polaroid que aparece o desaparece según el tiempo: una imagen borrosa que se hace cada vez más nítida de la escena de la poesía regional. Dice Ismael Gavilán en el prólogo: “por supuesto que esta no es la poesía “joven” de esa palabra que pensamos metafóricamente y que se llama Valparaíso. En absoluto. Toda pretensión de representatividad en el más clásico sentido del término es ajena a nuestra voluntad consciente, al menos: no son todos los que están, ni están todos lo que son. Pero digamos en nuestra defensa que, a estas alturas, ya no puede esperarse una objetividad investigativa en lo que respecta al esclarecimiento de una pretendida escena”.
Lo inquietante es que, una vez leído el texto completo, ese corpus (o sistema o constelación) adquiere una densidad inédita. Se vuelve, sin desearlo, objetivo. Esto es fácil de explicar: en un espacio como el porteño, los ejercicios dedicados a esta clase de esfuerzos nunca han sido demasiado eficaces. A medio camino entre el amauterismo y la improvisación, las compilaciones que he leído de poesía local (que no mencionaré por pudor o buen gusto) casi nunca han remediado aquella necesidad de un mapa que ordene lecturas y componga algo parecido a un canon.
Eso, tal vez porque la manera en que la literatura se exhibe o despliega en Valparaíso está atada a una necesidad de escenificarse con unos modales a ratos revisteriles, como vedettes vestidas con las alhajas del patrimonio, ofreciendo un espectáculo pocas veces digno, casi siempre magro. Solo así se entiende cierta aspiración de alguna clase de literatura local a vestir con eficaz exotismo un disfraz funcionario que encubre la idea de un presente armado como una colección de ruinas secas donde se escribe al modo de un parroquiano zombie que alguna vez fue al Rolan Bar. Se redacta así, una caricatura del puerto al modo de una postal, como una excusa patrimonial que exprimir para seguir ocupando posiciones canónicas, una foto de un lugar que no es real, puro maquillaje.
De ahí que se imponga la necesidad de ordenar el panorama poético como una forma de trabajar contra la precariedad cultural de la zona. De despejar la bruma y darle consistencia propia a voces que hasta ahora han cantado quizás desde el lugar del karaoke.
Ismael Gavilán lo tiene claro en la presente antología. El mapa no es el territorio. O mejor dicho, lo que creemos que es no es lo que es. Dice Ismael en el prólogo: “la palabra Valparaíso tal vez suena como una desafortunada barita mágica en su pretensión de abrir horizontes de significado que permitiesen la aglutinación coherente de tal diversidad de autores y sus respectivas obras en proceso de difusión y publicación”.
De ahí que antologar parezca jugar a trazar un territorio donde las lecturas serían líneas de colores que señalizan carreteras. O las obras y autores como pueblos o paraderos de micro. Aquel mapa sería casi siempre falso. Una ilusión más o menos antojadiza cuya función sería reparar grietas en el imaginario, solucionar problemas tácticos, ofrecer modos de comprensión de la cultura.
Por supuesto, el territorio que dibuja Gavilán no tiene referencias tan claras. Mal que mal y sin querer queriendo, este libro se trata de la historia encubierta de una generación literaria. De sus límites; de lo complejo que puede significar proponer un cuadro sintético de la poesía joven, calificación que es por cierto, viejísima.
En ese sentido, el texto, creo ha tenido que sortear tres problemas para habilitar la legibilidad de su mapa.
El primero y más obvio es la inexistencia de un cuadro ordenador más o menos consistente que solucione los problemas de la generación local anterior, que la dibuje o la invente. Hay un vacío, un agujero negro ahí que puede sintetizarse, por ejemplo, en el modo pobre o impresentable en que se ha leído a Juan Luis Martínez, a medio camino entre el murmullo y el mito.
El segundo es que los mapas del segmento del cual se ocupa Gavilán (los que hay) han sido insuficientes o no han comprendido los problemas de un trabajo de esta envergadura. En vez de preguntarse por las significación de las escrituras locales han sencillamente testimoniado los latidos de una escena sin avanzar hacia ningún lado, sin contemplar en su ejercicio –al modo de supuestas pistas de aterrizaje en el mapa- la ficcionalización de ese mismo conjunto (al modo de las novelas críticas que esboza Justo Pastor Mellado en el campo del arte), o los cortes con la tradición y la angustia de las influencias. Sin ir más lejos, verificar de algún modo contra quién se escribe, contra quién se lee.
El tercer de los problemas sería la relación del texto de Gavilán con la escena nacional: lo local ya no sólo como un lugar de procedencia sino como un modo de escritura, de administración de discursos, de relaciones entre producción y circulación de los textos. Basta leer “Cantares”, la antología curada por Zurita para darse cuenta que esa pretensión de ordenamiento total no es capaz de ver las variables específicas de una colección de escrituras en permanente tensión.
Desde esos tres límites es de donde hay que leer el texto: desde su relación con el pasado ausente, con las fallas o problemas de las antologías anteriores y finalmente, con el despliegue de un supuesto escenario nacional. Esos tres problemas están cruzados en esta compilación como preguntas que el lector debe o puede responder respecto de los autores. Esas preguntas podrían ser: ¿cuál es la relación de filación/afiliación con la generación anterior? ¿cómo se llevan o se leen estos autores en el plano de la poesía nacional?¿hasta qué punto las antologías anteriores han cartografiado bien la escena?
Por supuesto, el libro ofrece respuestas sutiles o contundentes a dichos problemas: la necesidad de incluir, para cada uno de los antologados, una poética personal funciona como una seguidilla de pistas para dicho asunto. Para una generación que ha visto tantas películas como la mía, siempre se agradece un making off. Tal vez ese sea, por cierto, uno de los puntos fuertes del volumen. Dicha colección de manifiestos íntimos que revela métodos, aspiraciones discursivas, lecturas cruzadas.
Especie de informe forense sobre cardiopatías personales de la poesía local, las declaraciones de estos poetas señalan –incluso a veces más que los poemas- sus modos de relación con la palabra y el espacio, con la técnica de la escritura, con la tradición. No es un problema menor. Hay algo de confesionario en el gesto. O de reality. De hablarle a una cámara que no está, con una desnudez no buscada que revela, mal que mal, el propio artificio.
Por supuesto, se trata de un problema en cierto modo político. “El único habitar posible para un poeta es el lenguaje”, dice Ismael Gavilán al comienzo del prólogo. Lo inquietante es que ese lenguaje, en el periplo de casi veinte años que supone la distancia entre Sergio Madrid (1967) y Mariela Trujillo (1985) ha cambiado lo suficiente como para suponer que se han adquirido nuevos modos de habitar en el poema.
Lo inquietante en este caso, es la ausencia de una sensación de ruptura en la compilación: la nitidez del panorama no sólo involucra una continuidad entre los textos sino también cierta solvencia discursiva, cercanías en el modo, de mirar, de trabajar los textos en el espacio de la cartografía local.
Pero puede que lo anterior sea una ilusión mía. O que ese sea el mejor efecto especial de la curatoría de Ismael Gavilán: aquella apariencia de una continuidad apenas entrevista antes, la coherencia de un relato que viene a solucionar la incertidumbre desde donde la literatura local siempre ha trabajado.
Puede ser. En ese relato, de espaldas al cliché, los poetas de esta antología se rebelan contra el deber ser de una escritura atada a un paisaje inmóvil del puerto para captar la respiración de su propia lengua viva. Valparaíso queda así congelado como un contexto o una sombra apenas perceptible en el ojo del lector, al modo de una referencia más en el mapa de lecturas de los autores, preocupados como están en habitar y habilitar la tradición como una casa.
Hay así, en ellos, algo que me recuerda a cierto método de Borges (que patentó en “Kafka y sus precursores”): aquella capacidad de leer hacia atrás diversos autores para convocarlos en su propio espacio con sus propias reglas. Esa comodidad –la de adaptar y doblar el canon a gusto- funciona acá, en este panorama poético, como una virtud inesperada. De este modo, si párrafos atrás, me preguntaba por los efectos de la lectura local de Martínez, es acá donde debe medirse pues aparece, por fin y una y otra vez, desapegada de cualquier lastre mítico. Al modo de secuela de una cinta cuya primera parte jamás hemos visto pero en la que solucionan sus enigmas.
En ese contexto, es posible percibir en este volumen la intriga colectiva que compone una biografía generacional. Pienso en la intriga como una colección de relatos cruzados cuyo sentido primordial es intervenirse nerviosamente una y otra vez, no descuidando la tensión nunca. Pienso en la intriga como el modo elíptico de contar un secreto. Ese secreto, está acá, por cierto, a la vista de todos y sugiere modos para hablar en clave del tiempo presente o, mejor dicho, de cómo leer en el tiempo presente.
Esa generación estaba antes pero es Ismael Gavilán el que la inventa con esta antología, donde la acerca a aquel lugar fuera del tiempo al que aspira toda escritura. Mientras, evita que se convierta en una anomalía o un anacronismo y pinte la Historia como una naturaleza muerta. Ese gesto de respiración artificial, por cierto, se agradece. En un lugar saturado de su propia mitología agonizante como Valparaíso, la opción de habitar o sugerir el habitar de la propia lengua revierte las fragilidades endémicas de nuestra poesía local. Devuelto a la categoría de herramienta útil por medio de la antología, la ciudad se convierte en otro relato que escapa de su propia congelación, que está, por instantes y en estas páginas, vivo.
{Texto leído en la presentación de la antología El mapa no es el territorio en la Sala Obra Gruesa de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso el 11 de octubre de 2007}