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DISONANCIAS:
NOTAS PARA UN DIÁLOGO ENTRE POESÍA Y MÚSICA
(1)

Por Ismael Gavilán

 

 

Hablar de la vinculación entre poesía y música es referirse a un diálogo infinito. En el origen mismo de nuestra memoria artística, basta recordar la intensidad sublime de la tragedia ática o los cantos secretos de los iniciados en los ritos eleusinos para percatarse de la ancestral relación que es motivo de este encuentro.

De ahí en adelante la historia de la sensibilidad y el pensamiento se muestra generosa en brindar una serie de concordancias felices entre ambas artes, concordancias que no nos deben hacer olvidar el fecundo intercambio con otras, ya sea el drama o la pintura. Por ello sólo en un esfuerzo historicista logramos pensar la unidad perdida de las artes.

Sin embargo, desde el momento en que la Modernidad irrumpe como autoconciencia del sujeto dividido, como autoanálisis de la génesis conceptual con la que la obra de arte necesita mostrarse a sí misma, la vinculación entre poesía y música se vuelve problemática, quizás no tanto por el distanciamiento evidente que cae bajo todas las miradas en un instante consumado, sino más bien por querer a ese mismo distanciamiento como algo efectivo y al parecer irrevocable.

No deseamos hacer un recuento minucioso de la apasionante y conflictiva trama que significa en la Modernidad, la vinculación entre poesía y música. Bástenos con algunos momentos para que apreciemos lo conflictivo de su diálogo. Y ese diálogo es posible enmarcarlo en la problemática relación que entre palabra y mundo ha desgarrado a la Modernidad desde que supo lo que es al disociar de sí los referentes antes explícitos para cualquiera que desease experienciar el arte.

Muchos han sido los poetas que se han percatado del divorcio entre palabra y mundo. Pero no hay que creer que sus antecedentes son fantasmales. Sólo recordemos el Romanticismo alemán y en especial a su poeta, a Novalis, para que apreciemos que el universo, puesto en escena por un acto de habla, es connatural o equivale a un desciframiento de lo que vemos, pero no entendemos. El sujeto al fundar mundo crea un sistema que por estar remitido al lenguaje, ve en éste la prefiguración del signo total. Por eso, para Novalis el poeta es un mayeuta o, más exactamente, un mago que dilucida la creación de lo existente al decirlo en la palabra poética. Y sin embargo, creer que el Romanticismo se agota en las maravillosas intuiciones del autor del Ofterdingen es erróneo. Es un rostro en la múltiple faz del instante que inaugura la modernidad artística. Wilhelm Wackenroder es su contrapartida. Este joven monje amante del arte intuye que en la música más que en el discurso o en las artes plásticas es donde las convenciones estéticas se acercan a la fuente de la pura energía creativa, revelando la raíz primigenia y ambivalente de las cosas.

Los sonidos no pueden ser referidos a la realidad externa, es el arte de la absoluta interioridad que permite "sentir el sentimiento", estableciendo lazos invisibles de significado que posibilitan al sujeto intuirse a sí mismo en el borde de lo desconocido y enigmático.

"Ninguna de las otras artes es capaz de fundar de un modo tan misterioso la profundidad, la fuerza sensual y los significados oscuros y fantásticos. Esta extraña y estrecha unión de cualidades que parecen tan opuestas, muestra la noble excelencia de la música." (2)

Esos "significados oscuros y fantásticos" se convierten en pasiones que cambian de forma, se escapan de su encierro del juicio moral que desearía enmarcarlos en un orden preestablecido para abandonarse a la corriente del tiempo en un desenfreno sensual, libre y misterioso. Como si se tratase de una libertad locamente asumida, Wackenroder intuye que la música expresa a esa misma libertad como "delictiva inocencia". Éste es justamente el descubrimiento que Wackenroder efectúa en la música y le lleva a considerar hasta dónde llega el límite del despliegue extático que el arte posee. Lo asombroso es que el descubrimiento de Wackenroder de la música como arte extático no se reduce a una equiparación de quietismo contemplativo: es la propia esencia de la música como trama, ritmo y desenfreno lo que asombra, enaltece y hace temer a este monje enamorado del arte:

"¿Qué arte sabe representar mejor que la música, con significados más profundos, más ricos de misterio y más eficaces, esa loca libertad por obra de la cual en el alma humana se unen amigablemente alegría y dolor, naturaleza y artificio, inocencia y violencia, broma y terror y que a menudo se dan de la mano? ¿qué arte sabe expresar esas incógnitas del alma?" (3)

Es la música la que repite dentro de sí esa alternancia que evoca el incesante intercambio de opuestos, pero si nos detenemos con cuidado a observar su manifestación, nos percataremos que en su propio círculo de contrastes, surge la imagen del mundo como algo eternamente móvil y, por ende, sorpresivo cual misteriosa corriente que fluye en la profundidad. La música para Wackenroder hace fluir ante los ojos la corriente misma:

"Es precisamente esta delictiva inocencia, esta terrible y oscura ambigüedad, similar a la de los oráculos, lo que hace que en el corazón humano la música sea verdaderamente algo así como una divinidad." (4)

En la delictiva inocencia de la música los contenidos de nuestras acciones, la abstracción del pensamiento y la presencia de la palabra son disueltos, engullidos ante su propia impotencia de decir al mundo cuando, al parecer, para Wackenroder, éste no es decible, no tanto o tan sólo porque hay que bucear en la profundidad subjetiva para hacerlo patente y así fundarlo o hacerlo, tal como quería Novalis, sino porque la hermandad tácita entre el mundo y la música, se refleja en una mirada que tiene en medio al sujeto, desgarrado entre obedecer lo que puede ser dicho y la intuición profunda de adivinar aquello que "le" dice o más bien "toca" como si de un instrumento se tratase.

Y sin embargo, aún resuena en nosotros el dictum de Novalis que en apariencia pareciera invalidar la visión de Wackenroder:

"La Poesía es la realidad absoluta. Cuanto más poético, más verdadero". (5)

Frase semejante nos incita a una serie de reflexiones que ciertamente no pretenden ser agotadas aquí. Sin embargo, nos invita a considerar que la Verdad no es un fundamento, ni siquiera una estructura estable de significado, es más bien movilidad en el narrar, en el concebir a ese mundo nacido en y por la poesía como fábula eternamente autocreativa, donde discursos de índole diversa se entremezclan:

"La historia de Cristo es un poema tanto como una historia, siendo historia sólo lo que puede ser también fábula". (6)

De ahí entonces que podamos entender con mayor claridad esa fusión que Novalis propone al decir que "la poesía diluye la existencia ajena en la propia".

Pero si la poesía es el romantizar el mundo para que éste sepa que es fábula, también es el latido íntimo que hace que ese mismo mundo adquiera conciencia de aquellas fuerzas díscolas y cambiantes que lo configuran:

"La poesía dispone a su antojo del dolor y el cosquilleo, del placer y el displacer, del error y la verdad, de la salud y la enfermedad". (7)

Esto pareciera ser posible porque Novalis otorga a las palabras el valor primordial de ser articuladoras de aquellas fuerzas que sustentan todo. No estaría de más recordar el inicio de Los Discípulos en Saís donde se nos muestra al universo como una escritura misteriosa que debe ser cifrada para que adquiera su verdadera manifestación, verdadera en cuanto es la aparición de una lectura completa y comprensiva:

"Se presiente la clase y la gramática de esa escritura singular, pero dicho presentimiento no quiere concretarse a un término, ni adaptarse a una forma definida y parece no acceder a convertirse en la clave suprema". (8)

Sí, esa escritura para ser cifrada debe ser aprehendida en constante ejercicio, en constante experimento y con la soltura espiritual necesaria para dar con la "clave suprema". Leer al mundo es romantizarlo y sacar a la superficie sus fuerzas que la poesía muestra con la afinidad más certera, porque dentro de sí mismo se sabe fábula.

En otro fragmento Novalis corrobora nuestra indagación:

"Poesía es la representación del alma, del mundo interior en su totalidad. Ya lo sugiere su medio, las palabras, pues son ellas la manifestación externa de aquel centro interno de energías".(9)

Lo hasta aquí expresado es para poner en claro algo que se puede desprender de los propios fragmentos citados más allá de nuestra glosa: la eventual confianza que Novalis posee en el lenguaje, en la palabra para expresar y hacer presente todo. ¡Qué intensa contradicción aparente con Wackenroder! Éste no sólo entraba en franca polémica con la Ilustración, efectuando una crítica que deseaba rescatar a la sensibilidad del raciocinio gris, sino también iba algo más allá al referirse al medio con el cual la Ilustración quería dar cuenta de su proyecto: el lenguaje. De ahí el interés de Wackenroder por la pintura y la música como manifestaciones no reducibles a conceptos que se dan en y por el lenguaje de la palabra. En el breve ensayo De dos lenguajes maravillosos y de su misterioso poder dice:

"Por medio de las palabras dominamos el mundo, por medio de ellas nos procuramos con ligera fatiga todos los tesoros de la tierra. Lo único que las palabras no son capaces de expresar es lo invisible, que resplandece sobre nosotros (…) la palabra sólo puede contar y nombras las variaciones, pero no puede representar visiblemente los traspasos y las transformaciones de una gota en otra". (10)

Para Wackenroder el lenguaje de la palabra no capta ni lo invisible ni el contenido porque es la tumba de las pasiones profundas del corazón. De esa manera la perspectiva que dentro de las ideas de Wackenroder ocupa la música, se amplía y puede ser entendida cabalmente. Pareciera ser que sólo la música es capaz de otorgar una comprensión misteriosa y fecunda del significado del mundo, significado que, sin embargo, colinda con esa ambigüedad y extraña inquietud luciferina de pasión, caos y sensualidad, de movimiento perpetuo e imposible definición.

Pero más que el mero contraste entre dos concepciones de misma raíz, podemos observar que Novalis conoce la imperiosa fuerza dislocadora del reino de la música. ¿Cómo explicarse entonces su "romantización del mundo"?, ¿acaso sólo como un ejercicio retórico? No. En el último fragmento que de él citábamos aparecen como por curioso encantamiento las esferas celestes tan queridas a Wackenroder: la pintura y la música.

"Son ellas (las palabras) la manifestación externa de aquel centro interno de energías. De igual forma que lo son las artes plásticas respecto al mundo externo, configurada la música respecto a los sonidos (…) sin embargo existe una poesía musical que convierte el alma misma en un variado juego de movimientos". (11)

Novalis conoce el decir de las oscuras fuerzas musicales. Y porque las conoce parece ser que desea resguardarse de ellas, utilizando al abismo del que surgen como sustento del romantizar. Pero va un poco más allá. Análogamente a Hegel que vendrá años después, Novalis intenta situar a la música dentro de un orden genérico de arte y si bien admite su importancia ("todos los sonidos que produce la naturaleza son rudos y carentes de espíritu -sólo al alma musical le parece melódico y significativo el susurro del bosque, el silbido del viento, el canto del ruiseñor y el murmullo del arrollo") al contraponerla al arte del pintor, se inclina indefectiblemente a situarla en posición inferior:

"Una cosa, creo, resulta evidente, que la pintura es mucho más difícil que la música. El hecho de que se encuentra un peldaño, por decirlo así, más cerca del santuario del espíritu, siendo por tanto, permítaseme decirlo, más noble que la música, podría deducirse de los habituales argumentos encomiásticos de los panegiristas de la música que le atribuyen un efecto mucho más intenso y universal". (12)

En este fragmento casi se puede oír una polémica hacia Wackenroder, sin embargo, en otro breve fragmento Novalis parece que reconoce tácitamente la sustancialidad del mundo imbuida del espíritu de la música:

"Ya los animales conocen y poseen música mientras que de la pintura no tienen ni la más mínima noción". (13)

En atractivo contraste, es posible tal vez interpretar lo último como sigue: los animales están en el mundo y son en él, la música es su cualidad inconsciente que los marca, pues poseen la conexión íntima con ese fundamento primigenio que las palabras apenas pueden balbucir. La pintura para Novalis parece que es el imperio de las formas bajo una luz racional que la poesía en las palabras coronará de manera perfecta.

Y sin embargo, ¡cuántas conclusiones de fecundo vuelo pueden sacarse de esto! De pronto, en un último fragmento, Novalis da la impresión de reconciliarse con el espíritu de la música:

"Creo que el cuento es el mejor medio para expresar mi estado anímico. Poesía. Todo es cuento. El cuento es todo música". (14)

¿Y si el cuento fuese análogo a la fábula y ésta al mundo como se daba entender hace un instante?

La ambivalencia es sugestiva, nos sitúa para reformularnos las vinculaciones que Novalis tiene con Wackenroder y las de éste con el descubrimiento fascinante de la ambigua e insondable naturaleza de la música que, en definitiva, nos retrotrae al alma de las cosas, permitiendo así, abismarnos con mayor hondura en su movilidad antitética. Desde este punto es posible entonces atisbar una línea que va hacia Nietzsche, pasando por Schopenhauer, línea que considera a la música como el rostro invisible, pero verdadero y más tangible, del seductor horror de lo no dicho que el mundo puede ofrecernos.

El anhelo de reconciliar a palabra, mundo y música por parte de los románticos para construir un gran todo es probablemente uno de los últimos intentos por salir del impase de la separación cada vez más radical existente entre ellos y que propuestas diversas intentarán suplir con mayor o menor fortuna.

Si, como vimos, para Novalis el poeta era un mago que dilucida la creación de lo existente al decirlo en la palabra, los poetas posteriores, al menos una serie de ellos interesados en estas vinculaciones, constatarán cada cual a su modo, la separación ya puesta de manifiesto. Aún más, la separación se transforma en divorcio: entre la palabra y el mundo no es posible un vínculo o si lo es, es un vínculo que debe llegar a serlo después de echar por la borda el cúmulo de lastre que convierte en espuria a esa misma palabra recargada como historia.

El uso, la tergiversación y el abuso de las palabras convertido en sistema desemboca en su propia vaciedad: ¿qué significa belleza, qué significa niño, qué significa luz, qué significa atardecer, qué significa cuerpo?

En el apresuramiento de los sentidos, avalados por una conciencia que cree conocer el significado como asociación entre signo y objeto, se diluye lo que podemos aprehender de lo real. Y aprehender algo de lo real es ¿definirlo? ¿y definir es enmarcar? Y enmarcar ¿constatar?

El divorcio entre mundo y palabra llega a un paroxismo ¿cuándo se provocó? ¿acaso el poeta mal interpretó en su lectura del Libro del Cosmos un solo signo que llevó a errar entre miles de interpretaciones, el significado que se creía original, inicial, primigenio?

Tal vez una de las torturas más grandes de Hölderlin haya sido precisamente esa: el tener conciencia que algo fue mal interpretado en algún instante de la historia, provocando la lejanía de los dioses. Pero el poeta en la modernidad está ya sin dioses. Después de Baudelaire el poeta se encuentra en la ciudad con sus fantasmas y sus propias obsesiones. No es baladí que justamente con Baudelaire comience a erosionarse la validez de la belleza (y no sólo de ella) como idea, porque tal presupuesto es tenido en tensión entre la eternidad y lo momentáneo (aquella doble faz que casi como maldición recae en Las Flores del Mal).

Disociado el mundo, la sustantividad de éste deviene ideal y por tanto ¿cómo dar cuenta de él, sino apelando a la perfección de lo inacabable? En ello se encuentra para muchos poetas modernos, la instancia de dar vuelta y ver a la palabra como un rostro sin arrugas y por tanto como inasequible.

La consecuencia es pavorosa y productiva: todo poema es un ensayo de un poema que nunca escribiremos. Aquel poema es autónomo al desear para sí la disolución de las palabras desarraigadas de su peso histórico, cultural, pecaminoso. Volver hacia una pureza semejante significa, literalmente, emancipar el lenguaje de sí mismo y buscar la libertad casi aleatoria que éste posee sin percatarse. Allí se encuentra la Obra, el Libro, el paralelo del mundo hecho con lo que ha perdido al mundo: las palabras, esas palabras vueltas sobre sí en las concatenaciones más sugerentes y torturantes que la poesía moderna a revelado.

Es entregarse a un ideal arduo, de preparación continua para algo que no sabemos cuándo concluya. Tal vez jamás, porque esa Obra al requerir todo, no requiere de nada, es decir, como un proceso alquímico deja las quintaesencias, licuando casi afiebradamente una perfección que se sabe imperfecta.

Las últimas líneas hacen adivinar la figura de Stephane Mallarmé. Y precisamente a él se tiene en mente cuando queremos vislumbrar otras posibilidades de relación entre poesía y música.

Es que en el decir de Paul Valéry(15) , en Mallarmé culmina un camino iniciado en Baudelaire, aquel que reacciona y renuncia contra la tendencia al prosaísmo que se observa en la poesía francesa desde mediados del siglo XVIII y que anhela hacer de la música su bien. Simplemente porque lo que podríamos denominar "la orquestación" del poema (sus temas, motivos, metros, rimas y demases) va de modo paulatino depurándose: es la pasión por la forma, pues en ella y por ella se intenta la reconciliación entre mundo y palabra, pero en tal grado de equívoco que es imposible. La perfección es la búsqueda de cada vocablo, del análisis de cada palabra, de su incesante combinatoria de una con otra, es la desesperación de no encontrar la adecuada y siempre con la conciencia que todo poema acabado, basto por sí, es un fragmento, un pedazo pasajero.

Una obra concebida de tal modo no deja de cegar: cada poema entonces es un haz de luz que pretende hacer ver una totalidad inaprensible. De ahí el sentimiento de fracaso que a nuestro parecer embarga a esta poética. Y lo más contradictorio es que en una obra como ésta, la mayor exigencia (y se encuentra una felicidad congratulante en ello) de depurar a las palabras trae dos consecuencias fecundísimas: una es que el universo que proponen es un universo donde el placer arraiga como la exquisitez más señera y en que lo sugerente tiene carta de ciudadanía. Sugerir en vez de decir, insinuar en vez de mostrar. Cada poema de Mallarmé es como si partiese de un objeto, escogido con sumo cuidado, hacia un viaje de relaciones aromáticas, sensuales y de vibrante opacidad para retornar, después de la lectura, con el navío de nuestra comprensión, cargado de un nuevo maravillamiento al inseguro puerto de la conciencia.

Sugerir en vez de decir: la segunda consecuencia va en concordancia con el espíritu de la época, pues Mallarmé pareciera llevar a la práctica la tesis de Walter Pater: el modo de la poesía debe tender hacia la música.

Esto en Mallarmé es a nuestro parecer más fácil de enunciar que de comprender. Indagar sobre la música es hacerlo sobre lo sensible carente de significado que nos impulsa más allá de la certeza racionalmente aceptada -en el espíritu de la música es posible advertir la representación sensible de la idea sin apelar al mundo de los objetos- como una especie de préstamo. Basta recordar en esto a Schopenhauer para quien la música, invisible en su pureza, era la encarnación de la voluntad metafísica donde se resuelven los conflictos humanos por anticipado.

Sin necesidad de ir por aquel sendero, no es detalle indicar la fuerte simpatía de Mallarmé por la música, simpatía que no se limita a un interés práctico (tocar algún instrumento o musicalizar poemas), sino que se expande para llegar a considerar el "modo" de la música como el ejemplo perfecto de lo tenue, de lo vaporosamente difuso, del deseo de totalidad engarzado en lo invisible. Aquel deseo de totalidad que abjura de lo sensible como evidencia, apostando por el sinuoso embelesamiento de lo musical, no es un afán que niegue como categoría a lo sensible, sino que justamente se produce una tonificación casi extática de él en pos de una intensidad depurada que se encamine a la abstracción (desde esta perspectiva se entienden los esfuerzos de Valéry y Bremond por lograr decenios después la idea de una Poesía Pura).

Lo que se insinúa debe adquirir un contorno difuso que seduzca por su brillantez casi opaca. La música es aquí, como en Wackenroder y Novalis, el alma del mundo.

Y si para Mallarmé entre éste y las palabras la relación es difícil, necesario es que estas últimas tomen la prestancia casi mágica del ritmo y la melodía. Un poco más arriba se dio a entender que Mallarmé es un poeta que hace de la forma un modo de conjurar la vaciedad aberrante del lenguaje. Y si es posible hablar de conjuro es porque precisamente la música posee la cualidad íntima de convertir, transformar y reinaugurar una manera que bordea la agonía. De ahí se explica también la búsqueda de esa perfección que no encuentra paralelo, sino en un dar cuenta de lo inefable. Pero preguntar por lo inefable es entrar a un callejón sin salida, extraviada en la Modernidad toda certeza metafísica. Tal vez sea algo más básico, pero no menos acuciante en su exigencia: ¿es acaso el lenguaje suficiente? Porque la poesía como música no es sólo el artificio que posee nuestra capacidad imaginativa de erigir palacios invisibles, es decir, poemas; sino también una crítica articulada por la amplitud de nuestros sentidos al restringido mundo de las palabras desposeídas de la esencia misma de su poder invocatorio y de evocación. Es como si para Mallarmé el lenguaje tensionado al máximo, imposible fuera de otorgar pruebas de la experiencia humana como totalidad. El lenguaje como impotencia, la poesía como búsqueda de la pureza perdida.

En el decir de Lezama Lima(16) , Mallarmé muere queriendo llevar las posibilidades del poema más allá de la orquesta, por la unión del verbo y el gesto y de las organizaciones del color. Intenta en Un Golpe de Dados, el avance y el retroceso de los timbres y la colocación espacial del poema en la jerarquía de las constelaciones: una partitura celeste.

Se subraya una palabra solitaria, como el andantino marcial en las graciosas subdivisiones de la flauta o se prolongan, se cierran en la infinidad de su serpiente, igualándose el comienzo y la recepción con la despedida, como en las impulsiones de los metales.

El poema como partitura celeste: Un Golpe de Dados. Pocas veces la expresividad extática ha rozado el silencio como manifestación real del logro artístico. Sí, pocas veces, especialmente cuando cada vez con mayor intensidad, ese mismo silencio marca la ruptura, el quiebre entre palabra y mundo. Vuelto sobre sí, ese quiebre se transforma en la imposibilidad misma del poetizar sereno. La palabra huye, la música se acalla, el silencio llega.

Si Un Golpe de Dados es el non plus ultra de la poesía como música, el resto es el escenario de una orquesta destruida. En ese sentido Paul Celan oficia el concierto. ¿Cómo introducir aquí a Celan?
Al final de la Primera elegía de Duino, Rilke canta la muerte de Lino, pues en ella se advierte una grieta que aventura la entrada en el mundo del dolor convertido en música:

"¿Es vana la leyenda de que antaño, en el lamento funerario por Lino, la primera música, osada, atravesó el árido estupor; y que recién en aquel espacio dominado por el terror, del cual el joven semidiós escapó de pronto y para siempre, entró el vacío mismo en aquella vibración que aun ahora nos arrebata, nos consuela y nos ayuda?". (17)

La poesía de Celan es Lino arrebatado de pronto y para siempre, vibración quebrantada por lo humano en deficiencia. Allí está el propósito de poetizar lo impoetizable, la posibilidad de partir desde la ceniza de la expresión en el quebrantamiento de la palabra.

El filósofo H. G. Gadamer se pregunta si están enmudeciendo los poetas. Y esa pregunta es válida por cuanto lleva a considerar que el lenguaje no basta. ¿Acaso el silencio sí? (18)

Para todo aquel que aun en la precariedad de la traducción haya leído poemas de Paul Celan, sentirá que la disolución no sólo de la sintaxis se hace presente. Otro tipo de disolución se nos presenta, quizás la ganancia de fracasar ante el exceso de realidad que solicita un discurso cada vez más acendrado, carente ya de brillantez. Debería dar cuenta de la tragedia humana desde donde Celan eleva su canto. Pero es tan fácil caer en situaciones irrisorias, en citas sabidas de antemano. Bástenos decir que cualquier experiencia que derrote al lenguaje en su cordialidad unificadora es la experiencia de la muerte, de la destrucción, de la más intensa desesperación.

El dictum de Adorno de que después de Auschwitz ya no es posible escribir poesía encuentra en Celan su mentís. Se puede desde la precariedad más inhumana.

No, la poesía de Celan no es musical en el sentido de Mallarmé, no es melodiosa, ni rítmicamente evocadora de esos paraísos artificiales que tanto nos seducen. Sólo queremos sugerir algo dentro del marco de posibilidades arbitrarias como esta oportunidad representa: lo que para Mallarmé y los simbolistas (desde Verlaine a Valéry) significa la música, teniendo a Wagner como telón de fondo, puede tener a la música de Anton Webern como correlato de la quebrada sintaxis poética celaniana.

Si hiciésemos un esfuerzo de comprensión imaginativa, las alucinantes páginas que Adorno dedica a la música del alumno de Schoenberg, podrían ser leídas como la más intensa apología del poeta de Rosa de Nadie:

"Es así que la música de Webern, asumida como un movimiento conceptual que anima lo inarticulado de la negatividad, se muestra como determinación específica de lo objetivo".(19)

De aquí puede desprenderse una idea fundamental para comprender el gesto de Adorno que encajona a la música, a la nueva música, es decir, aquella que se adentra en el atonalismo libre y que desembocará en el sistema dodecafónico, provocando una ruptura a todo nivel (ya temático, organizativo, tímbrico, composicional) con la música concebida como melodía, siendo representación y esencia de un tiempo de crisis.

Tal idea es que la obra de arte y en particular, la obra musical, lucha contra una identidad al manifestarse como negatividad, es decir como oposición a la equiparación niveladora de estilo. Aquí el estilo es la tonalidad secuestrada por la "ratio", instancia en que puede apreciarse que la música en la negatividad, debe apelar a los procesos de Ilustración (Aufklärung) que, tradicionalmente, el Romanticismo le negó al identificarla como pasión del corazón. A nuestro parecer, dentro de este esfuerzo imaginativo de comprensión, es donde calzan esos breves y punzantes versos de Celan:

"Digas la palabra que digas-/ agradeces / el deterioro". (20)

Porque agradecer el deterioro pareciera ser la propuesta a un nuevo escenario donde, perdida la tonalidad musical y poética como sustento de nuestra sensibilidad e imaginación, la derivación a la disonancia despierta en su amalgama de desorden y caos aparente, la esencia de lo que no deseamos admitir.

Esta música y esta poesía mostrarían entonces, conmovidas por el proceso de Ilustración dolida que poseen, su propia conciencia. Y esa conciencia es una conciencia angustiada que se encuentra tanto en la música de Webern como en la poesía de Celan, con las puertas cerradas, apreciando que es imposible toda huída. Y esto, porque en esa música y en esa poesía se reflejan sin concesiones, su más absoluta negatividad, sacando a superficie todo lo que se querría olvidar.

Por eso en el arte de Celan y Webern se explota la memoria de lo negado como supresión y se le trae a presencia en el sonido y en la palabra, un sonido y palabra que son como el sujeto que los enuncia: desgarrado, malherido, en protesta aguda dentro de la época y viento en contra al manifestarse cualquier tipo de reconciliación aparente. Así, pareciera deducirse un valor ético de esta poesía y esta música, pues muestran como un espejo la fealdad socio-espiritual que la Modernidad desearía maquillar bajo velos más amables.

Este proceso de "aclaración" que la música de Webern y la poesía de Celan llevan en su fuero es porque se reconocen en el misterio de la más alta lucidez. Por eso es dable ver en ellas un espacio de resistencia de lo otro, un espacio donde no sólo se resguarda la memoria de lo excluido, sino también se despliega como obra esa misma exclusión cual manifestación simbólica. Por ello en esta música y en esta poesía puede anidar el esfuerzo permanente de la negatividad ante la "ratio" como totalidad que neutraliza o destruye cada uno de sus componentes.

¿El resultado? El silencio como significado. No basta, aun en traducción, leer a Celan, sino en la medida de leer lo que el espacio en blanco de la página nos muestra calladamente, es decir, la lectura entre líneas. Con la música de Webern sucede algo semejante; no se oye la linealidad de una aparente melodía hecha añicos, sino las pausas entre un sonido y otro.

La disonancia no puede ser más aguda, más hiriente a nuestros oídos. Esa disonancia es la queja, el lamento que enuncia el sujeto ante el arrobador enmudecimiento de los ángeles en la Primera elegía de Duino de Rilke:

"¿Quién si yo gritase, me oiría entre los coros de los ángeles?". (21)

Ciertamente nadie, pues la disonancia está en que el ángel oye, pero no responde y la queja se constriñe consigo misma, contemplando el vacío que funda. Hacer de esa precariedad, de aquel devastador divorcio entre palabra, mundo y música, material agonizante cristalizado en formas que son soporte de su propia desnudez, es la prueba final que supera su íntima enunciación como cuando al final del concierto para violín de Alban Berg, A la memoria de un ángel, se teje una doliente melodía tomada de un coral de Bach: "es suficiente". Sí, es suficiente; el divorcio debiese concluir, pero tal vez en él es la única manera que exista como paradoja el problemático diálogo que entre poesía y música aún se nos otorga y que nos negamos a aceptar como clausura.

Valparaíso/ primavera de 2001

 

 

 

NOTAS

(1) Texto de la conferencia leída en el ciclo Poesía y Música organizado por el Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso, noviembre de 2001. Publicado posteriormente en la revista electrónica La linda pelirroja, 2° semestre de 2003, Instituto de Arte, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

(2) Wackenroder, W: La memorable vida musical de Joseph Berglinger. Usamos una versión libre, traducida de la versión francesa editada por La Pleiade que efectuamos en colaboración con Ramón Aldunate, ayudante de la cátedra de Teoría del arte del Instituto de Arte de la UCV.

(3) Ibid

(4) Ibid

(5) Novalis: "Fragmentos sobre el poeta y la poesía" en Escritos escogidos ed Visor, Madrid, 1984

(6) Ibid

(7) Ibid

(8) Novalis: Los discípulos en Saís ed Hiperión, Madrid, 1999.

(9) Novalis: "Fragmentos sobre el poeta y la poesía", ed cit.

(10) Wackenroder, W: "De dos lenguajes maravillosos y de su misterioso poder" en Fragmentos para una teoría romántica del arte ed Tecnos, Barcelona, 1987; introducción y notas de Javier Arnaldo.

(11) Novalis, op cit.

(12) Novalis: op cit.

(13) Novalis: op cit.

(14) Novalis: op cit.

(15) Valery, Paul : Variedades I , ed Losada, Buenos Aires, 1958.

(16) Lezama Lima, José: Tratados en La Habana, ed Universitaria, Stgo, 1970.

(17) Rilke, Rainer María: Elegías de Duino versión de Otto Dörr, ed Universitaria, Stgo, 2000.

(18) Gadamer, Hans Georg: Poema y diálogo, ed Gedisa, Barcelona, 1992.

(19) Adorno, Theodor: Impromptus, ensayos musicales, ed Laia, Barcelona, 1987.

(20) Celan, Paul: poema "Levantes la piedra que levantes" en De umbral en umbral, ed Hiperión, Madrid, 1994, p 91. Traducción, introducción y notas de Jesús Munárriz.

(21) Rilke: op cit.


 

 

 

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