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GOETHE: LA EVALUACIÓN DE LA EXPERIENCIA (1)

Ismael Gavilán

 

"Oí decir a Virgilio: para qué honráis a los muertos que ya tuvieron su recompensa y satisfacción, pues vivieron,
y si es que nos admiráis y honráis, dad también a los vivos su parte. Mi busto de mármol está ya bastante festoneado
de coronas. La rama verde pertenece a la vida"
Goethe


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Cuando la organización de este ciclo de conferencias me pidió un título que adecuadamente caracterizara mi intervención no pude sino apreciar lo difícil de tan normal solicitud. Y ello por algo muy sencillo: hablar de Goethe implica un riesgoso compromiso en lo que respecta a situarlo dentro del mundo de la poesía y la literatura. Y no tanto por lo obvio que significa hablar de él como uno de los representantes máximos del siglo de oro de la literatura alemana junto a Schiller, Lessing, Hölderlin o los románticos Novalis y Schlegel, sino porque referirse a Goethe con la imagen que hoy nos hacemos de lo que es un escritor o un poeta, resulta limitante e inadecuado. Basta para corroborar lo que digo, echar un vistazo a su intensa biografía de la que aquí haré un simple esbozo.

Johann Wolfgang Goethe nació el 28 de agosto de 1749 en Frankfurt del Main. Su infancia y adolescencia se desarrollan en un ambiente acomodado y burgués que favorece los tempranos contactos del joven con el mundo del arte.

En 1770, lo encontramos en Estrasburgo, estudiando leyes. Y es en esa ciudad fronteriza con Francia en que suceden los primeros acontecimientos decidores de su vida como hombre y poeta. En primer lugar su maravillamiento con la catedral de la ciudad que le permitirá apreciar y admirar el arte gótico del que el joven Goethe será un gran entusiasta. Ahí se llevará su decisivo encuentro con Herder, escritor y teólogo que se transformará en una especie de hermano mayor suyo y que lo incitará a cultivar el estudio de las canciones y baladas populares alemanas y el estudio de Homero y Shakespeare, dos referencias ineludibles para comprender su posterior desarrollo como artista. Y en tercer lugar, será Estrasburgo el escenario de su romance con Federica Brion, romance que en sí mismo no es tan espectacular, pero que sirve como simiente para el fundamento del Fausto, concluido sesenta años más tarde: la seducción y el abandono de que es objeto Margarita.

Posteriormente, en 1772 otro acontecimiento capital sucede en la vida de Goethe que trasuntará genialmente en su obra: en un baile realizado en Weztlar, el joven y temperamental abogado conoce a Carlota Buff y se enamora perdidamente de ella. La muchacha que se encuentra comprometida con una persona equilibrada y honesta de apellido Kestner y del que el impetuoso Goethe se hace amigo, rechaza reiteradamente los asaltos amorosos del poeta. Pero esta resistencia convierte el amor de Goethe en una pasión desesperada, haciéndole huir de Weztlar y pensar en el suicidio. Pero en verdad quien se desencaja un tiro es un amigo común de estos jóvenes: el diplomático Jerusalem, quien enamorado de una mujer casada se dispara un balazo con una de las pistolas que inocentemente le ha prestado el mismo Kestner. Mezclando su experiencia con el dramático fin de Jerusalem, escribe Goethe su novela Los sufrimientos del joven Werther.

Publicada en 1774, esta novela alcanza un éxito fulminante en toda Europa. De aquel modo a los 25 años, Goethe se convierte en un autor famoso, cuyas páginas exaltan a toda una juventud que imita de tal forma al protagonista de la novela, no sólo en su indumentaria y modales, sino hasta llegar al límite grotesco de volarse la tapa de los sesos. Con el Werther, Goethe que también había alcanzado cierta fama como dramaturgo con su drama Götz von Berlinchingen se transforma en uno de los impulsores del movimiento Sturm und Drang que durante las décadas de 1770 y 1780, lleva acabo un florecimiento de las letras y sensibilidad alemanas.

Un año después, en 1775, Goethe conoce al duque Carlos Augusto, quien lo invita a pasar una temporada en su corte en la ciudad de Weimar. Goethe acepta y la visita resulta duradera: permanece hasta su muerte. Pero el recién llegado no tarda en aclimatarse perfectamente a este ambiente aristocrático: se hace amante de Carlota von Stein, mujer siete años mayor que él, mujer culta e inteligente que limará el carácter impetuoso y desbordante del poeta, ayudándolo a convertirse en un hombre cortesano y en el escritor clásico que pasará a la inmortalidad; es designado por el duque Carlos Augusto consejero y ministro y su fama creciente como escritor queda confirmada mundanamente al otorgársele en 1782 un título de nobleza. Sin embargo, Goethe, que va madurando como una planta frente al sol de la vida, no se duerme en estos laureles: además de sus actividades administrativas, cortesanas, políticas y literarias, se da tiempo para cultivar las ciencias, efectuando investigaciones y experimentos en agronomía, botánica, mineralogía y anatomía. En 1784, estos estudios científicos logran su recompensa: Goethe descubre el huesecillo intermaxilar en el hombre, descubrimiento que posteriormente será de relevancia en la futura teoría de la evolución.

Dos años después, sintiéndose tal vez demasiado oprimido por la vida cortesana y administrativa como por el autoritario amor de la señora von Stein, Goethe se aleja de Weimar y efectúa su célebre viaje a Italia, viaje que le proporcionará una nueva visión del mundo y de los hombres y que le brindará, asimismo, nuevas ideas acerca de la vida y la poesía. Goethe, que va cincelando su vida como una verdadera obra de arte, se empapa en tierras italianas de la arquitectura de la Antigüedad y del Renacimiento, de las esculturas maestras de Miguel Angel y Bernini, como de los escultores griegos y romanos, admirando su serenidad, equilibrio y genial detalle. Así, el espíritu del poeta se colma de una conciencia artística plena de madurez y grandeza. A su regreso a Alemania en 1788, el tempestuoso novelista de Werther, llega transformado en el clásico dramaturgo de Ifigenia y Tasso.

El mismo año de su regreso a Weimar se produce su ruptura con la señora von Stein y su matrimonio con una humilde florista Cristina Vulpius que le dará su único hijo, Augusto. Este acontecimiento será decisivo para la vida pública de Goethe que desde esa época ya no asume roles directivos en la corte, sino los que tienen estricta resonancia cultural como pueden ser los de bibliotecario o intendente teatral.

Pero la labor intelectual continúa infatigable: en 1790 publica el fruto de sus experiencias como estudioso de la naturaleza, su Metamorfosis de las plantas. Además, en la misma década, Goethe entabla amistad con Friedrich Schiller, famoso poeta, dramaturgo y ensayista, uno de los artistas más importantes de la literatura alemana. De esta amistad habrían de salir no sólo proyectos comunes como las famosas Xenien, epigramas escritos a cuatro manos contra los escritores alemanes de mal gusto que eran legión en esa época, sino que también una voluminosa correspondencia que es uno de los testigos más bellos de la relación humana entre dos de los más geniales escritores de todos los tiempos. Nunca se valorará suficientemente este verdadero documento que va mostrando, en el transcurso de los años, las opiniones, controversias y críticas fecundas que ambos autores se realizan mutuamente y que hará que Goethe tome la decisión de concluir Fausto y llevar a cabo su novela Wilhelm Meister y a Schiller de escribir su tragedia Wallenstein. Estos años ven nacer los dramas Egmont y Tasso, los ciclos novelísticos de Wilhelm Meister y Las afinidades electivas, el poema Hermann y Dorotea y gran parte de sus bellísimos poemas líricos. Este periodo concluye con la prematura muerte de Schiller en 1805 y con la invasión de Alemania por los ejércitos franceses. Comienza entonces en Europa una serie de guerras como consecuencia de la Revolución Francesa que no tendrán término, sino hasta 1815. En este vaivén de muerte y destrucción, Goethe recibe en Weimar la visita de un ilustre guerrero: Napoleón, con quien sostiene una singular entrevista y que se declara admirador suyo: ha hecho del Werther una de sus lecturas predilectas y lo ha llevado a casi todas sus campañas: Egipto, España, Italia, Alemania. Pero tal halago no impresiona a Goethe que admira en el francés, la encarnación del hombre de acción que se sirve de su voluntad para doblegar al destino, tal como la naturaleza emplea la tempestad para deslumbrar la tierra.

A partir de la década de 1810, el contacto y amistad de Goethe con personajes de su siglo se acrecienta día a día. El poeta entabla amistad con los hermanos Humboldt, conoce en Teplitz a Beethoven y sabe del destino de Hölderlin, aunque se distancia de él. La pequeña corte de Weimar, donde ha vuelto a ser ministro, recibe ilustres visitantes: Schopenhauer, Félix Mendelssohn. Pero panorama tan halagador se vuelve sombrío cuando su esposa fallece en 1815. Ese mismo año acontece un suceso que Thomas Mann ha recreado magistralmente en su novela Carlota en Weimar: el viejo Goethe recibe la visita de Carlota Buff, viuda de Kestner, el gran amor de su juventud y según la tierna e irónica visón de Mann, la mujer se siente orgullosa de haber sido amada por el gran poeta, entonces un desconocido, ahora una celebridad mundial, y que ella, sin embargo, rechazara.

Pero el corazón apasionado y joven de Goethe le juega una mala pasada: a los 74 años se enamora perdidamente de una jovencita de 19, Ulrike von Levetzow, llegando como un adolescente a pedir la mediación de un tercero para tentar el terreno de sus sentimientos. Sin embargo, la muchacha rechaza cortésmente la iniciativa del poeta y de su mediador, nada menos que el propio duque Carlos Augusto, situación que lleva a Goethe a un estado anímico que da como resultado un fruto poético excepcional: la Elegía de Marienbad uno de los más bellos poemas del gran autor. El mismo año de este acontecimiento, se inician sus célebres conversaciones con Eckermann, las que apuntadas cuidadosamente por éste, son el reflejo fiel de los últimos años de la vida del poeta.

Las visitas ilustres a Weimar continúan: Emerson, Heine, Karl María von Weber, Ampére, el rey Luis I de Baviera, Hegel. No obstante, Goethe se va quedando solo. Han muerto su esposa y Schiller, posteriormente Herder, Carlota von Stein, el duque Carlos Augusto y, finalmente, su propio hijo.

Al fin, en 1829, cuando Goethe cumple 80 años, se estrena en el Teatro de la Corte de Weimar, la primera parte de Fausto y dos años después, junto con hacer su testamento, termina de escribir la segunda parte. Goethe puede ya recibir la muerte con la certeza de la obra concluida: la de su vida y la que le permitió que se le considere uno de los más grandes escritores y poetas de siempre. Al mediodía del 22 de marzo de 1832, Goethe fallece, pronunciando sus célebres palabras: "¡Luz, más luz!" como si una de las más brillantes y lúcidas mentes de la humanidad y de su tiempo, evidenciase con ellas el deseo que anida al interior de todo ser humano por alcanzar la nitidez de la totalidad de la vida.


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Podemos apreciar que la vida de Goethe se despliega de modo tal que escapa a cualquier afán de caracterización profesional: poeta ávido de viajes y cambios, ministro y bibliotecario, dramaturgo y científico, novelista y consejero de estado, dibujante y viejo sabio al que las celebridades de la Europa de su época piden opinión o una palabra orientadora. ¿Quién podría igualar a Goethe ya no como artista o poeta, sino como hombre en la diversidad de sus ocupaciones, oficios y trabajos sin caer en la superficialidad del diletante? Pero tal vez ya no se trata de querer igualar o menos imitar el milagro vital que significa Goethe, sino de evaluar su pertinencia con nuestra sensibilidad. De aquella manera nuestra perspectiva contemporánea se encuentra circunscrita, aún para el desempeño de las más altas tareas espirituales e intelectuales, dentro de un prisma que obedece a la división del trabajo con una sutileza y especialización cada vez mayor y que en el fondo se sustenta en la inequívoca concepción moderna del mundo y la sensibilidad, concepción que ha hecho de lo fragmentario, de la subjetividad y su experiencia, como de una idea de tiempo e historia, su verdad al parecer irrevocable. El diagnóstico adecuado pareciera ser que Walter Benjamin ya lo enunció hace poco más de setenta años en un revelador ensayo titulado precisamente Experiencia y pobreza(2). Ahí, este amante de la poesía de Hölderlin y coleccionista de libros raros, llegaba a la siguiente conclusión: que una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que se ha llevado acabo un enorme desarrollo técnico. Para Benjamin la pobreza de nuestra experiencia no es sino una parte de la gran pobreza que ha cobrado rostro nuevo y que encuentra en el vacío de una educación clásica un abismo que nos la separa de nuestra experiencia íntima. La pobreza de la experiencia no lo es sólo al interior del ámbito de lo privado, endosable a una educación periclitada, sino que abarca a la humanidad en general y que, según Benjamin, es una especie de nueva barbarie. Pobreza de la experiencia: no hay que entenderla como si los hombres añorasen una nueva. No, añoran liberarse de las experiencias, añoran un mundo en torno en el que puedan hacer que su pobreza, la externa y por último también la interna, cobre vigencia tan clara, tan limpiamente que salga de ello algo decoroso. Naturaleza y técnica, primitivismo y confort van aquí a una, y ante los ojos de las gentes, fatigadas por las complicaciones sin fin de cada día y cuya meta vital no emerge sino como lejanísimo punto de fuga en una perspectiva infinita de medios, aparece redentora una existencia que en cada giro se basta a sí misma del modo más simple a la par que más confortable, y en el cual un auto no pesa más que un sombrero de paja y la fruta en el árbol se redondea tan deprisa como la barquilla de un globo.

Nos hemos hecho pobres dice Benjamin pues hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo "actual".

Esta "pobreza" llegó a ser atisbada por el viejo Goethe, quien reconoció claramente que el mundo, alrededor ya de 1830, en virtud de la nivelación democrática y de la industrialización, había comenzado a ser otra cosa. Varios testimonios lo atestiguan El 23 de 0ctubre de 1828 le decía a Eckermann, refiriéndose a la humanidad:

"Veo llegar la época en que Dios ya no encontrará alegría en ella y tendrá que volver a dispersar todas las cosas para alcanzar una creación rejuvenecida".(3)

En una carta algo anterior a Zelter de 1825, manifiesta:

"Nadie se conoce más, nadie concibe el elemento en que se mueve y actúa; nadie conoce la materia que elabora. No se puede hablar de la pura simplicidad, pues también hay bastantes tonterías simples".(4)

Para Goethe la humanidad moderna compite y cultiva en exceso todo lo que le permite quedar en la mediocridad, volviéndose extremista y vulgar. En una de sus últimas cartas dirigida a Wilhelm von Humboldt donde comenta la finalización de la segunda parte del Fausto, dice:

"Es indudable que me haría infinitamente feliz dedicar y transmitir esta broma muy seria a los dignos amigos dispersos a lo largo de mi vida; y , si oyese la réplica de ellos, les quedaría reconocido con agradecimiento. Pero el día de hoy es realmente tan absurdo y confuso que me convenzo de que mis honestos esfuerzos, largo tiempo perseguidos, por llegar a ese extraño edificio estuvieron mal recompensados; y, arrastrados a la playa, yacen allí como restos destruidos de un naufragio: la arena de las horas los recubre. Sobre el mundo imperan doctrinas confusas de un obrar también confuso, y yo no podría hacer nada de más urgente que acrecentar todo cuanto está y sigue estando en mí para reformar mis cualidades, tal como usted, digno amigo, lo ha hecho en su castillo". (5)

Con esas palabras, llenas de maravillosa decisión y serenidad, finalizó, cinco días antes de su muerte, la correspondencia de Goethe.

Goethe, por la época en que nació y el país en que vivió no puede ser comprendido como símbolo del principio de una nueva etapa de la humanidad o de la historia. Y no porque su existencia se haya convertido en un mito. Es verdad que su vida parece infinita, como la naturaleza misma, una vida llena de tensiones, polaridades y contraposiciones. Pero no, la existencia de Goethe no es un mito, sino una realidad comprobable, situada claramente en una época y que se ha hecho imaginable para nosotros por su propia representación, es decir, le hemos visto a través de sus propios ojos, a través de su poesía y de su obra, a través de la configuración paciente y asombrosa de su propia vida. Eso por sí mismo llama la atención y deja en nuestros labios un sabor salobre: la evidencia de que lo que él vivió fue una realidad empírica que hacía de la experiencia aprendizaje; de la vida, forma.

¿Pero acaso nosotros no somos poseedores de una gama más infinita de posibilidades de llevar acabo una transformación de nuestra existencia con el sólo ánimo de desearlo? ¿No es ejemplo suficiente de ello el vertiginoso avance de la ciencia que ha hecho que bordeemos el mundo estelar con la posibilidad cierta de llegar a habitar otros mundos o a la comprensión sacrílega de la vida al desmenuzar y querer dominar su tejido invisible? Por supuesto que las respuestas a estas preguntas pueden ser dichas con la seguridad que ofrece la pobreza de nuestra experiencia, saturada de sí misma al no reconocerse en ella. Sin embargo, en su formulación de soberbia autosuficiente, esas preguntas muestran que el mundo de Goethe ha pasado. Al parecer sólo podemos amarle a él junto con su mundo, trasladarnos y movernos en éste a condición de no olvidar en ningún momento que no es el nuestro y que aquel mundo nunca retornará. Porque como apunta certeramente Karl Jaspers, el mundo de Goethe es el remate de una larga serie de milenios del Occidente, una última realización, sin embargo, plena, cabal que, dondequiera, está pasando ya al recuerdo. Es el mundo del que ha surgido el nuestro, pero tan alejado de nosotros que el mundo de Cervantes u Homero dan la impresión de encontrarse más cercanos.

¿Es Goethe acaso un fenómeno cultural ya devenido? Intentar comprender tal afirmación formulada como pregunta no significa apelar a nuestra sabiduría presente, con sus cenáculos que ponen en circulación términos como postmodernidad, soberanía o acción comunicativa. Quiero pensar que los románticos, coetáneos y relacionados dialécticamente con Goethe, pueden ofrecernos una pista que nos ilumine. Lo asombroso es que en cierto sentido los románticos -verdaderos contemporáneos nuestros por su amor a lo informe y fragmentario- con Friedrich Schlegel a la cabeza, parece ser que habían presentido el final inevitable de aquella manera de entender la vida y de asumir la experiencia que eso representaba. En su libro Sobre el estudio de la poesía griega de 1795, Schlegel advierte sobre la diferencia entre teoría y praxis, entre crítica y arte (diferencia que intentará más adelante subvertir con el proyecto de una poesía romántica progresiva) Dicha diferencia se debe a la actitud reflexiva que el autor romántico reconoce como propia del sujeto moderno, pero también porque el título de su libro fundamenta su duda acerca del concepto de imitación: su fin es la concepción de la poesía moderna que tendría la objetividad en común con la poesía clásica porque ha sido capaz de dar vuelta la espalda a lo interesante. La correcta imitación de los griegos significa su estudio profundo respecto al conocimiento de las leyes formativas griegas y modernas. Por eso polemiza contra la idea de una época dorada ya inexistente. Schlegel piensa que se puede hablar de un futuro brillante de la poesía alemana en su periodo clasicista que tiene como comienzo a Goethe, pues la perfección estética no ha sido obtenida todavía en la Modernidad y en la Antigüedad Clásica no de tal manera que tuviera que alcanzarla sin poder nunca sobrepasarla. Por ello puede decir también de Goethe: "el problema de nuestra poesía me parece la unión de lo esencialmente moderno con lo esencialmente clásico; si agrego que Goethe es el primero de un periodo del arte totalmente nuevo, ha comenzado a acercarse a esa meta."(6)

Pero el Estudio se sale del análisis de la Antigüedad y se convierte en un trabajo de crítica de la época, de enfrentamiento con la Modernidad; es análisis de la cultura y con ello determinación de la Modernidad y antidiscurso contra ella.

Haciéndose eco y a la vez crítica del famoso postulado de Schiller contenido en las Cartas sobre la educación estética...(a la libertad se llega a través de la belleza), el Estudio al plantear la diferencia entre formación natural y formación artificial, propone como paradigma, el mundo natural ya perdido y el mundo artificial de la libertad del podría ser, porque justamente la anarquía estética de la Modernidad, al desplegarse infinita, posee la posibilidad de llevar a buen término, no a través sino en la Poesía , el deber moral de un cambio revolucionario. Por ello es posible para Schlegel que la Modernidad al no ser conclusiva, ni la Antigüedad perfección total, el tiempo venidero de una verdadera cultura estética esté cercano y por tanto, Goethe puede ser leído como preanuncio de esa libertad bien asimilada por medio de la sabia apropiación de lo objetivo-clásico.

Quizás por tal motivo, Shakespeare, políticamente no es el emblema de una conciliación total, porque según Schlegel, en Goethe se daría aquella fusión entre lo clásico y lo moderno, fusión que al acercarse al ideal griego, permite, aprendida ya la libertad de la formación artificial, una interiorización más rica, más nutrida, más crítica (es decir como autoconciencia y precepto teórico) del ideal de un ser humano pleno de sí.

El principio rector de la Modernidad es la razón y la historia consigue su telos mediante esa razón y la libertad, culminando en lo objetivo. Por ello Goethe puede ser leído por Schlegel como correlato estético de la idea del republicanismo. Tal vez por eso, también Schlegel tiene fe en la Alemania de su tiempo (y Goethe es quizás el símbolo de aquel esfuerzo) ya que todavía no es "moderna" y es campo propicio de una especulación en torno a lo que los revolucionarios franceses buscaban en la praxis callejera.

¿Qué significa todo esto? Pues que los románticos, conscientes de su modernidad, es decir, de su desgarro interno como sujetos divididos entre teoría y praxis, entre el mundo de la acción y el de la contemplación estética, quieren rescatar para su propia pobreza de experiencia, la figura titánica de Goethe ya que saben que su vivencia interna ha quedado devaluada por el devenir histórico que ha vaciado cualquier posibilidad de reunificación anímica, espiritual y política. Pero he ahí que lo rechazan. Apenas tres años después, en 1798, Schlegel, junto a Novalis, Schelling y Tieck, publican la revista Ateneum dando inicio con ello al Romanticismo de Jena y a la modernidad estética. El resto es silencio: la querella contra Goethe, la condena de éste del Romanticismo al tratarlo de enfermedad, la desconfianza del autor de Fausto frente a los autores que consideraba inadecuados por lo problemático de su experiencia vital e histórica: Kleist y Hölderlin....

En el rechazo de Goethe por parte de los románticos (rechazo que implica comprensión admirativa) puede metaforizarse la relación de nuestra sensibilidad con el genio, nuestra distancia convertida hoy en abismo. Pues Goethe representa la culminación y no el inicio de una idea o concepto de experiencia, aquella que todavía apunta hacia el todo y que desea constatar por sí misma lo que la realidad ofrece aún como indescifrable en su apariencia de sencillez: de ahí el amor del poeta por las plantas y las piedras, por la rosa y el granito como lo muestra el testimonio del canciller ducal von Müller, testimonio recogido por Ernst Robert Curtius : en una animada conversación acerca del estado del arte y la filosofía, Goethe parece querer desprenderse de sus contertulios, "Dejadme, hijos míos, dejadme volver a mis piedras, a estar solo con ellas; pues tras semejante conversación el viejo Merlín necesita reanudar su amistad con los elementos primeros." Aquí, el poeta se identifica con el mago, con el que entabla relación de plenitud y misterio con los secretos del mundo. La anécdota concluye como sigue: "Durante largo rato le seguimos con la mirada, mientras él, envuelto en su capa gris claro, descendía solemnemente valle abajo, deteniéndose ante una piedra o ante alguna planta aislada, y tentando las primeras con su martillo mineralógico. Las sombras caían ya más largas de los montes, y en ellas se desvaneció poco a poco su figura como una aparición fantasmal" Este pequeño relato es tanto más elocuente por simbolizar algo caro a Goethe: pues que la reflexión de alto vuelo si no es intercambiable por la inmediatez de la experiencia se vuelve opresiva. Sin desdeñar y menos, sin dejar de reconocer a los genios del pensamiento de su siglo (Kant, Schopenhauer y Hegel), Goethe no se inclina unilateralmente hacia el cultivo de aquellas relaciones primordiales. Como contrapunto feliz, intercambia impresiones y saberes con temples tan distintos como son los hermanos Humboldt y Ampere, verdaderas lumbreras de las ciencias naturales de su época. Por ello la pretensión de equilibrio tanto en su vida como en su obra hace que el mundo de las fuerza s trágicas le fuera ajeno. De ahí su fracaso como dramaturgo por articular una tragedia alemana, de ahí el tono híbrido de Fausto que posee tonos trágicos y cómicos.

Es justamente aquel afán de comprender la totalidad de las fuerzas del espíritu el que convierte a Goethe en un clásico, es decir en un tipo de autor que no es posible comparar con Dostoievski o Nietzsche, representantes del sufrimiento formador. Y esto por algo muy sencillo: Goethe junto a Homero, Dante, Shakespeare y Cervantes, pertenece a ese tipo de poetas que se encuentra frente a la realidad, domeñándola en sus rincones más diversos y que gracias a una autodisciplina que para otros sería intolerable, permiten que ella se ofrezca articulada en un mosaico de solemnidad y belleza a los sentidos siempre pobres de sus congéneres de especie. En aquel gesto anida la idea que la obra es un microcosmos, espejo refulgente del mundo o macrocosmos y que posee como característica primordial que todo se relacione con todo, que el detalle sea vinculación de otro detalle, que lo superior se encuentre dialogando con lo inferior, que la embriaguez y la sobriedad se hallen frente a frente como constitutivas de la verdad de la vida. Significa que la fuerza formadora de ésta puede llegar a tener en sí misma su propio objeto de perfección y que ve y advierte en la primacía del arte sobre la vida o de ésta sobre aquél, el equívoco mayor conducente hacia la disolución del sentido. Por ello Goethe no puede entender y mucho menos aceptar los extremos que desarticularían aquella ley misteriosa que tiende hacia una totalidad dinámica. Y no porque desconociese los riesgos que habitan en esos límites allende la razón como lo muestra su alejamiento de Kleist y su condena de todo exceso como enfermedad, sino porque el conocer en carne propia la violencia de aquellos peligros como cuando se negó durante casi toda su vida a releer el Werther por temor a recordar vivencias patológicas de anulación personal, hacía un reconocimiento de la voluntad habida en la comprensión de asumir humanamente los vértigos amenazadores que tientan el cuerpo y el espíritu. Si Goethe ama la luz y el cielo cálido de la vida es porque conoce los vericuetos del lado nocturno de la existencia, los desbordes de lo patológico y se arma de un distanciamiento fecundado por la serenidad y el autodominio. El contraste no podía ser mayor entre un espíritu de conservación de tal magnitud y el destino trazado como mapa del mito moderno del artista como outsider social, psíquico, moral y político. En este sentido somos, querámoslo o no, herederos de los románticos con nuestro amor a lo extraño y extravagante, con nuestra admiración por la emoción fuerte y seducidos por una estética del horror y el asco, asumiendo -convertido en regla al parecer inquebrantable- lo fragmentario como forma. Nuestra experiencia, dividida en múltiples escenas, actúa en ellas sin reconocer su pobreza, vuelta rentable por la técnica que nos la facilita como si fuese una mascarada. Por supuesto que aceptamos aquel baile de carnaval y la pasión goethiana por ser nosotros mismos los que llevemos la rienda de nuestro aprendizaje en contacto con la naturaleza y la sensibilidad, aparece como un horizonte nebuloso del que apenas reconocemos siluetas difusas. ¿Tan contentadizos nos hallamos para apreciar a Goethe como absolutamente devenido?

La fecundidad del genio radica en la versatilidad de sus recepciones, eso hace de él un clásico más allá de la eventual imagen autoritaria que propicie. Si se trata de distancias, incluso poetas y hombres de rigores menos ostentosos se nos muestran inadecuados o inasibles. Soy de los que piensan que Goethe, aún en la diferencia de temples y de época, nos sigue diciendo algo, reconociendo incluso irrecuperable su experiencia. Para él, creo que se cumple con creces lo que Nietzsche escribió acerca de Schopenhauer: "Lo que él enseñó está muerto, lo que él vivió, perdura. ¡Miradlo!, de nadie fue súbdito"...pensemos ahora un instante a Goethe como hombre y artista; y hagamos un esfuerzo por retener aquel pensamiento: en realidad, la figura de un genio no actúa sólo -a veces es por esto por lo que menos actúa- por su moral, es decir, por su comprensión conductual del mundo, por su vivencia del mundo, sino que actúa también y en especial por esa vivencia misma. Y la de Goethe radica en la de ser hijo de su siglo, en ser consciente de las debilidades y fortunas, a través de sí mismo, de todo un período de la historia universal, radica en tener siempre a mano una imagen de presente que no debe claudicar ante la remembranza de experiencias fenecidas, ni de vagos anhelos que aún no pueden ser vislumbrados. Goethe nos otorga el amor por el presente, en un aquí y ahora del que debemos maravillarnos, no para someterlo a nuestro capricho que busca aplacar su sed de hedonismo irreflexivo, ni para creer que es un fragmento más de una fantasmagoría inasible. No, el amor al presente que Goethe nos hace ver en la pasión de Werther, en el aprendizaje de Wilhelm Meister, en el sacrificio de Ifigenia y en la ansia suprema de conocimiento que representa Fausto, es para intentar entender los ritmos de las estaciones, el sencillo misterio de la rosa y el áspero tacto del granito. Aquel presente que, sabiéndose pasajero, ve que su destino no es reflejar la eternidad como algo ajeno, sino como una de sus partes constitutivas que le da razón de existencia, es el llamado profundo de nuestra humanidad, una humanidad que aún cree que la belleza (la poesía, el arte, la vida) participa del transcurrir a pesar de padecerlo, pues es lo que necesita para ser sí misma y que Goethe desea contemplar por siempre con esas palabras infinitas: ¡oh instante, detente, eres tan bello!


Valparaíso/ invierno de 2005.

 

 

NOTAS

(1) Texto de la conferencia leída en el ciclo Encuentros con la poesía alemana en la Sala Emilio Lobos de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, agosto de 2005.

(2) Benjamin, Walter: "Experiencia y pobreza" en Discursos interrumpidos, ed Taurus, Madrid, 1979.

(3) Citado por Karl Löwith en De Hegel a Nietzsche , ed Sudamericana, Buenos Aires, 1968, p.50

(4) Ibid, p.51

(5) Ibid, p.51

(6) Carta de Friedrich Schlegel a su hermano August Wilhelm del 27 de febrero de 1794, citada por Peter Szondi en Poética y Filosofía de la historia I, ed Visor, Madrid, 1992, p 70.

(7) Curtius, Ernst Robert: "Goethe: características de su mundo" en Ensayos críticos acerca de literatura europea, ed Visor, Madrid, 1989, p 77.


 

 

 

 

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Goethe: La evaluación de la experiencia.
Por Ismael Gavilán.