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Claro azar de Ismael Gavilán[1]

Por Matías Avalos


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A finales de 2017 en el Festival de Poesía de la ciudad de Valparaíso “A cielo abierto”, el poeta italiano Valerio Magrelli respondía luego de ser preguntado por alguien del público sobre cómo pensaba los poemas: “Hay una anécdota literaria que me parece la correcta, un médico ruso elige su primera cita con un paciente un restorant. El problema del paciente era que no era capaz de abstraer, palabras y cosas se le aparecían con la misma fuerza de verdad; los tipos se saludan, se sientan y al momento de leer la carta el paciente sale corriendo al baño, claramente afectado. Al regresar le muestra dos errores de ortografía en uno de los menú y le explica que al ver eso, sentía lo mismo que si veía un perro muerto en la calle o olía comida en mal estado”.

Esa es la sensación que tengo al leer Claro azar, no la de náuseas por supuesto, sino sensación de estar ante el texto de alguien que construye los versos de manera tan correcta como si fuera a vivir en ellos, y esto lo digo, además, asumiendo el riesgo de sonar como una adulador naif, pensando en que estamos en 2017, que la perfección sintáctica es un insulto, que la primera palabra que se usa ante este tipo de escritura en poesía es: anticuada. A mí no me interesa negar esas acusasiones, prefiero reescribir esa palabra y hablar más bien de anacronismo, en cuya esclarecedora raíz griega conviven las palabras contra y tiempo.

Porque el autor no es alguien que desconoce los tratamientos que a lo largo de la historia se le han hecho a la lengua al interior del quehacer poético, muy por el contrario estamos ante el libro de un experto en estos procesos que, sin embargo, elige una sintaxis limpia, versos de respiración larga, casi versículos, que piden y por momentos exigen al lector acercarse -en tiempo y espacio- lo suficiente al poema para poder entrar en él: no es una lectura de micro, o si lo es, es una que después nos va a perseguir durante todo el día.

No digo que la poesía actual sea liviana, pero sí que hay cierta pretensión por parte de algunos poetas de pertenecer a su tiempo, de estar al tanto, de no quedar rezagados en esta carrera en la que se convirtió, profesionalización de por medio, lo que siempre fue un oficio.

Tal vez, el aparato de imágenes propuesto en este poema, que dialoga deliberadamente y no por algún tipo de error en el gusto, con el torrente verbal de poetas latinos y la densidad de ideas de pintores y pensadores de entre guerras, sea una respuesta a eso.

Quizá por eso también a mí, a la hora de pensarlo, el libro me haya obligado a usar la palabra anacronismo, porque después de algunas lecturas, percibo este dialogo que sostiene el poema con esas otras épocas no como una falta de relación con la contingencia, sino una relación estética clara con esta: una estética de la resistencia. Dice Didi-Huberman que dice Carl Einstein para abrir sus aforismos metódicos publicados en el primer número de la revista Documents en 1922: “la historia del arte es la lucha de todas las experiencias ópticas, de los espacios inventados y de las figuraciones”. Didi-Huberman insiste en este punto resaltando que Einstein no dice que la historia del arte es la evolución de las experiencias ópticas, ni el desarrollo de su estilo, ni la gramática de su simbolismo. Einstein dice lucha. Es en ese sentido que entiendo el anacronismo en Claro azar, uno que lucha contra la banalidad de los tiempos de profesionalización del oficio, del tiempo de los creative writting, del lobby, de las obras completas de autores de 25 años, de los editores preocupados por las ventas siempre en detrimento del texto, de editores hiteros que tratan con el mismo ego que la música pop a sus autores, estén estos vivos o muertos. Es de esa marea que el poema arranca dejando de estar próximo. Empieza así, advirtiendo una distancia y un nosotros: “Habíamos dejado de estar próximos a la marea”

El nosotros dice pocos versos adelante que dejaron de ser fascinadas por los espejos que dan vueltas sobre sí mismos  (díganme si no es una buena definición de artistas-editores-escritores y nuestros respectivos egos). No dice ni va a decir por quién está compuesto ese nosotros, pero ya vamos a volver sobre eso, lo importante acá es el lugar, arranca estando lejos de la marea y la marea pensando en quien escribe, pueden ser esos actores del ambiente literario-artístico-académico que mencioné arriba, al menos lo son en mi lectura.

Sin embargo, sería un bodrio (o cómo se dice en Chile) sería fome si el poema fuese el mero soliloquio político de un excéntrico. Si es acaso un poema político  -que según mi lectura lo es en un sentido tan amplio como profundo- lo es porque el poema no lucha sólo con la contingencia, el poema también lucha con el autor. Voy a citar un ejemplo de esto, donde veo un movimiento dialéctico entre el autor y sus conocimientos y el poema demostrándole cuántos pares son tres botas, o sea, cómo es que se dicen las cosas dentro del mundo que es el libro:

En el dictum de Adorno aquello es la asunción de la negatividad como representación (y acá parece intervenir el poema, sigue) pero eso es solo una jerga hueca: / perdido todo principio, la proporción de una belleza ideal / es la inversión del espejo y el despojamiento de la luz, / la proyeccion en una pieza de una sombra redondeada.”

LA PROPORCIÓN DE UNA BELLEZA IDEAL ES LA INVERSIÓN DEL ESPEJO Y EL DESPOJAMIENTO DE LA LUZ.

Hay bastante más en la primera parte, el poema largo está dividido en tres movimientos que me parecen justos porque permite una lectura en términos dialécticos donde autor y poema luchan para que el libro sea una especie de batalla de todos contra todos, una batalla del poema contra el autor, el autor contra la contingencia y el mundo contra todos. Rápidamente voy a pasar por el segundo y tercer movimiento, y lo voy a hacer rápido porque son los que más me gustan, pues es en el segundo donde el poema le gana al autor.

Ahora bien, eso de ganarle al autor viene, o lo tomo mejor dicho, del Martin Fierro, un poema que la literatura argentina decidió tomar como su libro canónico: en el canto VII de aquel poema, el gaucho con el que hasta ese momento el autor quiere justificar, como para decirles a sus contemporáneos y compañeros de clase, que los gauchos no son malos, que tiene “cura”, que no son lo mismo que los indios y que, con todas las penas y males que sufrieron con la guerra en contexto de organización nacional, es lógico que alguno que otro se revelara, digamos, el personaje con el que estaba escribiendo para salvar a sus amigos gauchos de la oligarquía que quería matar todo lo que no sea blanco y cristiano en ese momento, en una pelea de borrachos, sin ninguna explicación lógica, sin motivo y de manera cruel, su gaucho, el que debía convencer a la oligarquía de que la gauchada tenia posibilidades de sanar su barbarie, comete un crimen: mata a un negro. Ahí el poema, el plan, la conciencia se le va a la mierda y desde ahí en adelante el poema se vuelve indomable, para deleite de los lectores. Tan indomable se vuelve que Hernández tiene que hacer una segunda parte para tratar de justificar esta acción de Fierro, una segunda parte bastante mala de hecho, o al menos inferior a la primera.

Con esto no digo que Ismael Gavilán quiera justificar nada con nadie, cité al Martin Fierro como podría citar otros ejemplos, pero éste era narrativo, se entendía más. Se entendía más digo, porque para mí el poema gana claridad al volverse más denso, cargado de imágenes, habla netamente de manera poética, con una claridad de sombras, habla y hace aparecer una y otra vez lo imposible y la conciencia.  Es decir una doble imposibilidad. Acá me gustaría volver a un concepto del psicoanálisis, medio anticuado, sesentero, tomado seguramente de las lecturas que esa generación hizo de Spinoza y de Von Uexkull, un concepto-frase que dice: “toda conciencia es conciencia de alguna cosa”. Y vuelvo a eso porque me daba la sensación, en aquella lucha que había ubicado en el poema, de esa variedad dentro del monólogo, de que había conciencia, de que sea quién fuera la voz que hablaba, sabía cosas. Y como dije que el poema le gana al autor, entonces en la segunda parte es el poema el que tiene conciencia. Y acá aplica el concepto porque el poema, según mi lectura, tiene voluntad y eso me alcanza para dotarlo de conciencia. Entonces en la segunda parte el poema sabe algunas cosas, igual que el autor en la primera, sabe que está lejos de la marea, pero acá ya no le importa, entonces: “recorre los callejones con la astucia del que ha sido derrotado”. Sabe que: “La necesidad fracasa en la desnudez de toda forma: paráfrasis, metáforas, alicientes de penumbra para serenar la incómoda desesperación que implica ser en este mundo cuando no hay mundo”. Es interesante lo que puede decir una cosa con voluntad. Incómoda desesperación que implica ser en el mundo cuando no hay mundo.

Sigue el poema hablando de un nosotros y reflexionando sobre lo que sabe. Y lo dice como para volver más sólido ese mundo que no existe pero es lo único que tiene. Al final de la segunda parte a mí me empieza a dar la sensación de una síntesis que se aproxima y leo, o quiero leer, que el nosotros que se enuncia no es como se decanta siempre un nosotros, el autor y una persona amada (ya sea un amigo o una pareja), sino el poema y el autor que acercándose al final, ven en la fusión la única salida, más que salida, la única forma de quedarse: “el rumbo diestro para las aves que no huyen” como dice el poema.

En la tercera parte sucede la síntesis; el primer verso de esa tercera parte puede leerse como eso: “Volver a las estaciones del tacto, no a las preguntas”. Amí me da la sensación de que se volvió un ser con la sensibilidad del poema, pero la piel del autor, digo, hay cierta colaboración entre ambos, cuando no gana ni uno ni el otro, ganan los dos y generan versos como éste (y recordemos que al interior del poema los versos saben cosas, es decir, cuanto mejor el verso, más sabe): “entre risas, el deletreo de un poema escrito en un idioma muerto ya hace siglos se vuelve imposible”. Entonces lo que ganan al perder, es una conciencia mayor. Conciencia que bien al final, en la ante penúltima estrofa, logra una especie de programa político en estos tiempos de estado de excepción, estos momentos en los cuales nuestras democracias suspenden el derecho en nombre del derecho. En ese marco, bastante angustiante de vivir, pensando que vivir necesita de asociaciones,  uniones o grupos. Pero ¿qué hacer cuando el escenario político es este?, ¿cuando parece no haber salidas? Hacia el final del poema, me parece, se vislumbran unos tips interesantes:

“Así, volver a las estaciones del tacto, con la claridad del azar
para cerrar el círculo
donde la historia mantiene sus dientes en la carne de nuestra soledad.”

Acá me parece que está el estado de excepción y también está eso de volver a las estaciones del tacto, que es de alguna manera recluirse en lo original. Yo tengo una hija y le encanta, cuando come fruta, antes de terminar de comer, dejarse un pedacito para apretarla, y es impresionante ver cómo disfruta apretar un plátano, que mientras más lo aplasta cambia de textura, se vuelve cremoso, hace ruido y larga olor. Es hermoso verlo, y volver “a las estaciones del tacto” es de alguna manera recluirse en esa hermosura, aunque sin la inocencia de los niños. De hecho, quisiera concluir con algo de esa imagen, de alguien consciente, que se recuye y no es ni derrotado ni vencedor. Habría que buscar una palabra para definirlo, una palabra que debiera ser el reverso positivo de resignación. Porque vuelve aceptando, pero en esa aceptación no pierde, de hecho gana bastante: hay algo de esa aceptación de la imposibilidad de la política, de estar próximo a la marea, que le termina dando más que el simple orgullo del derrotado. No encuentro la palabra, quizás porque ese tipo de síntesis es más oriental que de occidente, entonces mejor una imagen: al final es un hombre mirando pasar el río, un hombre sin lápiz ni papel, apenas con paciencia y con memoria.





[1] Texto leído en la presentación de Claro azar el 23 de diciembre de 2017 en la Primera Feria Internacional del Libro de Valparaíso



 

 

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Texto leído en la presentación de Claro azar el 23 de diciembre de 2017 en la
Primera Feria Internacional del Libro de Valparaíso