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Presentación de Vendramin de Ismael Gavilán [1]

Armando Roa Vial



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Leer a Ismael Gavilán es reencontrarse con amigos viejos y queridos. Ya en su libro Fabulaciones del aire de otros otros reynos (2002) me sentí a gusto en esa galería donde uno podía dialogar gozosamente con Dowson, Herrera, Kavafis o Holderlin. Hoy, después de leer el libro que estamos presentando, constato con alegría que estas páginas me han deparado nuevos reencuentros con amigos que sólo muy de tarde en tarde son visitados por la poesía chilena a pesar de toda la poesía que nos han legado. Por citar sólo a dos: el estrafalario pianista canadiense Glenn Gould o el malogrado filósofo chileno Clarence George Finlayson. Ellos, junto a otros autores de tradiciones, tiempos y formaciones tan disímiles como Eduardo Anguita, W.H. Auden, Martin Cerda o Ennio Moltedo, parecen consumar una apuesta por el desdoblamiento, por la máscara proteica que amortigua el impacto empobrecedor de un yo autoreferente en favor de una poesía de ventanas abiertas, dialogante, trabajada como un elaborado entramado intertextual que no vacila en darle vista a la pintura o al cine y oído a la música, pero que es más celosa –o cautelosa si prefieren- cuando se trata de las palabras mismas y su significado sobre el ruedo del poema. Este gesto de Vendramin ya estaba en Fabulaciones y nos confirma que Ismael, por vocación, es un director de orquesta verbal que logra entramar de manera armónica discursividades que provienen de la música, el cine y las artes visuales, en la búsqueda de afinidades electivas con la literatura. Aquí se nota, además, una propuesta que distancia por completo a Ismael Gavilán de sus contemporáneos y que hace que su poesía resalte con singular brillo: es una poesía que trabaja, con la mayor naturalidad,  las productividades de esa gran máquina de artificios que es la inteligencia humana, productividades cuyas elaboraciones configuran la así llamada historia de las ideas y el espíritu. Creo que fue Ignacio Valente, a propósito de la diferencia entre Ezra Pound y Pablo Neruda, quien dividió a los poetas en poetas del paisaje y poetas de la cultura; yo prefiero diferenciar entre poetas de imágenes y poetas de ideas. Ismael, creo, se siente más a gusto con esta última estirpe, siguiendo una línea que lo emparenta con poetas como Eduardo Anguita, a quien escribe una conmovedora elegía en estas páginas. Es la poesía que se constituye, para usar un giro de Ismael, en un “gesto interrogativo”.  En otro lugar nuestro autor nos ha dicho:

“Pareciera ser que la Poesía encarnada en el poema fuese el perpetuo placer de constituir no una, sino múltiples preguntas; preguntas que no se yerguen con el afán de ser respondidas, sino que se alzan como oscuras torres que, al concluirse, se desmoronan no sin riesgo de herir a incautos o enterrar su propia convicción como una seductora tautología…”

Y más adelante agrega:

“En el poema ésta (la poesía) se constata y logra retrotraerse, las palabras adquieren la intensidad precisa, intensidad que es despojamiento al tomar distancia configurativa del uso informe que las silencia. Luminosas, las palabras no sólo se vuelcan, se elevan sobre su decir cotidiano y se van hacia ese decir original que es el momento de luz oscura antes que todo vuelva a significar lo mismo, el instante amoroso antes del reconocimiento fatal del otro como otro, pero desconocido y sin salida”.

La poesía, entonces, quiebra esa oscuridad y permite el intersticio auroral, o como se afirma en el poema que da título a este libro, “llevar la floración de una lejana belleza”, aunque también esté la sospecha  en que el poema “sólo sea un desesperado esfuerzo de coherencia/ para aplacar el vacío de un cortinaje de máscaras”. La “Elegía para Eduardo Anguita” es, en ese sentido, un homenaje al cara y cruz de una propuesta por la poesía donde a la definición sigue la pérdida, y en el inquietante homenaje a Glenn Gould, como confiesa nuestro autor, resuena la nostalgia al poema mallarmeano que aspira al sonido puro y que, como tal, es “un fantasma inalcanzable”. Esa dualidad trágica se percibe igualmente en los memorables versos finales del poema escrito como homenaje a “Muerte en Venecia: “la mirada de Apolo frente al mar/ mientras nuestro cuerpo es consumido por la peste”, o también en la invocación a Janis Joplin cuando la conciencia poética se queja  de que “Como enfermos usamos el lenguaje para indicar nuestro dolor/ olvidando la primacía de este aire que es de nada y para nada”. Pero dejando a un lado las bondades o miserias de la alquimia verbal, la poética de Ismael Gavilán se asienta en el presentimiento de la necesidad de negociar alguna salida para el revitalizar el contrato entre la palabra y el mundo, desahuciado a partir de Rimbaud entre desconfianzas y deterioros recíprocos, aunque no adivinamos, no  todavía, cuál será la clave para una vuelta a la era teológica, aquella en que el signo, según George Steiner, era una haz de referencialidades y no un manto revenido. Quizá la fe secreta de Ismael apunta a una resignificación de la experiencia poética buscando, como pedía Stephan George, “el aire de otros planetas”, aire que, dicho sea de paso, ya nos invade desde los primeros versos de este poemario. En alguna oportunidad Ismael Gavilán decía  que “cada  poema es una torre que se yergue a instancias secretas para ser habitada por un príncipe” que no ignora “que los poemas al ser torres próximas a derrumbarse, son en sí la interrogación permanente que no necesita o busca respuestas fidedignas, sino el goce de formular esas mismas preguntas con el mayor sentimiento y perfección posibles”. En este libro esas torres están firmes, más erguidas que nunca, esperando por cada uno de nosotros para el asalto de nuevas interrogaciones. Gracias, Ismael, por este libro donde no hay monederos falsos y donde el oro es abundante: el oro del trabajo honesto de un poeta que no ha buscado la pirotecnia fácil ni ha impostado mundos ajenos, sino que ha sabido ser fiel a sus lealtades y a sus recuerdos.


[1] Texto leído en la presentación de Vendramin el 15 de julio de 2014 en Sala Estravagario, La Chascona.



 



 

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