Con su nuevo libro, “Restaurant Chile”, bajo 
            el brazo, el solitario autor de “Adiós muchedumbres” habla 
            de las escuelas fiscales, de las penas del Golfo de Penas y de un 
            extraño pasaje en la calle Diez de Julio donde mujeres completamente 
            desnudas atrapaban cabros chicos intrusos.
          
            Mientras José Ángel Cuevas conversa acerca de 
            los chilenos, se le corta el habla, se le pierde el hilo, se le enchuecan 
            los anteojos, y, cuando todo parece indicar que pronto se le va a 
            caer una lágrima, una risa asmática y muy contagiosa 
            estalla en medio de la conversación. A sus sesenta  años, 
            este poeta -o ex poeta, como él suele decir- tiene aspecto 
            de veterano de guerra o aventurero en retorno, con su bolso de estudiante 
            universitario o albañil, el pelo revuelto hacia la negligencia 
            y la nariz torcida, flameando a media asta.
años, 
            este poeta -o ex poeta, como él suele decir- tiene aspecto 
            de veterano de guerra o aventurero en retorno, con su bolso de estudiante 
            universitario o albañil, el pelo revuelto hacia la negligencia 
            y la nariz torcida, flameando a media asta.
          “¿Para qué quiero otro amor?/ ¿Para llevarla 
            a comer pescado frito/ y sentarnos a mirar los pájaros/ sin 
            un peso para el hotel/ un peso para bailar abrazados hasta que amanezca?”, 
            escribe Cuevas en uno de los textos incluidos en su antología 
            personal “Restaurant Chile”, que acaba de publicar el sello 
            La Calabaza del Diablo. “El libro está dedicado al pueblo de 
            Chile, que ya no existe”, explica. “¿Me entiendes? Ya no existe, 
            desapareció, y es curioso, porque estamos todos, están 
            los panaderos, están los jubilados, están los profesores, 
            están las empleadas, pero estamos disgregados, sin nada que 
            nos una. Parece que antes estábamos unidos por un engrudo, 
            por una conciencia de sí. Quedamos asustados, como todos los 
            pueblos vencidos. Eso es lo que yo siento en Chile. Incluso está 
            mal visto hablar de política. Es para la risa”.
          Autor de libros como “Maxim, carta a los viejos rockeros” 
            y “Canciones rock para chilenos”, José Ángel 
            Cuevas es esencialmente un poeta político y algunas de sus 
            musas trabajan en la Corfo, en Impuestos Internos, en la Dirección 
            de Aprovisionamiento del Estado, y por ello, cuando el mundo fiscal 
            comenzó a desmoronarse para dar paso a la nueva política 
            estatal, él sintió fuerte el chancacazo. “Ha llegado 
            demasiado a fondo el individualismo y la deshumanización de 
            la política”, dice.
          Según Cuevas, Chile es una mezcla de bar, restaurante y hospital, 
            un lugar en el que cada quien anda por su lado, como locos en manicomio 
            o borrachos en discoteca, sin un norte común. “Pronto ya no 
            sabré ni cómo me llamo/ no sabrás cómo 
            te llamas/ y Nadie sabrá cómo se llama/ en este País 
            de mierda”, se queja en un poema dirigido a un borracho que bebe y 
            bebe como condenado: “Y muere con tu bandera al tope/ eh, muchacho/ 
            Aunque no tengas en qué creer”.
          Muchos símbolos de aquel Chile desaparecido, del “ex Chile”, 
            todavía están por ahí dispersos, a la espera 
            de su demolición. Uno de ellos es el letrero de la escuela 
            fiscal, esa “redondela de lata” que, para José Ángel 
            Cuevas, representaba un ancla de los escolares hacia el todo nacional, 
            una imagen del país entero. No en vano Cuevas es también 
            profesor de filosofía y considera que la estética de 
            las escuelas es algo de primera importancia. 
          -Otra cosa fundamental -dice- eran las palabras de los directores. 
            Para mí eran inolvidables. El director era una especie de sacerdote 
            que les hablaba a los alumnos, les contaba una historia, una cosa 
            moral que le daba un sentido a lo que estaban haciendo en el colegio. 
            Eso también tiene que ver con... ¿Quieres que te hable 
            de...?
          -¿De qué?
            -Bueno, no sé, de cualquier cosa. Pregúntame lo que 
            tú quieras.
          -¿Querías hablar de tu relación con las escuelas 
            fiscales?
            -Sí. En realidad, no. Tiene que ver con la infancia. Tiene 
            que ver con la poesía. Tiene que ver, por ejemplo, con que 
            yo entré tarde a la escuela, como a los nueve o diez años, 
            a cuarto de preparatoria, porque yo de chico era ayudante de mi papá, 
            que arreglaba máquinas de escribir. Era muy cómico. 
            Vivíamos en una casa que estaba convertida en un taller: todo 
            lleno de máquinas. Y gracias a eso conocí Santiago a 
            fondo. Mi papá tenía un auto, y entonces íbamos 
            al Consorcio Lanar, que quedaba en el paradero 5, al molino San Cristóbal, 
            a una fábrica de alimento para aves, a Diez de Julio, al diario 
            “La Nación”, y entonces entrábamos a todas las fábricas 
            y yo veía a los gallos moviendo la ésta, los sacos, 
            las perillas. Era un mundo muy bonito.
          -Te gustaba callejear.
            -Mirar también. Había algo misterioso. Yo miraba por 
            la ventana de mi casa, que era antigua, de adobe, en la calle Rosas 
            con Teatinos. Desde ahí miraba los techos. Me pasaba mirando 
            horas y horas los techos de Santiago. El humito a lo lejos. Los cerros. 
            También escuchaba programas en la radio. Me acuerdo de uno, 
            “El Repórter X”, en el que teatralizaban unos crímenes 
            y un gallo con voz gangosa decía: “En lo más profundo 
            de la noche, se ha encontrado el cadáver de una mujer, en la 
            línea del tren, cerca de avenida La Feria”. Y yo decía: 
            “¡Chuuu!”. Y empezaba a imaginarme todo, la mujer, el tren.
          -¿Te atraían las historias de suspenso, de terror?
            -Sí, pero también tenía unas ganas enormes 
            de conocer la noche. A dos cuadras de mi casa estaba la calle Bandera, 
            que era como el barrio chino. Había lugares de baile. 
            ¡Se bailaba mucho! Se veían las boites, los letreros 
            luminosos. Todo eso me atraía tremendamente. La otra cosa que 
            te iba a contar es que estaba lleno de prostíbulos ahí 
            en San Martín. Yo andaba en bicicleta por ahí y veía 
            a las mujeres, ponte tú, con las tetas afuera a las nueve de 
            la mañana, sentadas, chasconas. Yo miraba hacia adentro y veía 
            unos mundos espectaculares, y me hacía una inmensa pregunta: 
            “¿Qué será todo esto?”.
          -Y hoy es un escándalo hablar de barrios rojos.
            -Siempre ha habido barrios rojos. Una de las cosas más espectaculares 
            que yo he visto la vi como a los doce o trece años. Andaba 
            en Diez de Julio comprando repuestos y, de repente, veo un pasaje 
            lleno de mujeres en pelota. No podía creerlo. Y me metí, 
            como atraído por un imán. Y las minas me abrazaban y 
            yo iba de mano en mano. Eso es un misterio de la ciudad. Esas bellezas 
            son inolvidables. En esas imágenes está el comienzo 
            de mis delirios, que tienen que ver con toda la mezcolanza, con el 
            revoltijo, con el carnaval. El tipo de poesía mío a 
            veces es así, tiene esa velocidad: taca-taca-taca-tacatá.
          -En tus poemas sueles hablar de temas enormes, como la política 
            o la economía, a partir de motivos chicos, como el barrio o 
            la casa.
            -¿Sabes por qué pasa eso? Porque desde chico yo 
            escuchaba a mi papá hacer unos análisis de cuanta huevada 
            se le ocurría. Nos daba unas charlas sobre los judíos, 
            sobre la economía argentina, sobre la política interior, 
            sobre esto y sobre lo otro. 
            Además, mi papá siempre nos decía: “No tengo 
            la vida comprada”. Y yo me preguntaba qué crestas querría 
            decir eso. La vida comprada. ¡Comprada, más encima! Y 
            estaba el temor de ser un pobre desgraciado. Yo creo que siempre fui 
            visto como un pobre desgraciado.
          -¿Y por qué elegiste la poesía, y no la filosofía, 
            para darle curso a ese tipo de preocupaciones?
            -Por las imágenes, supongo. Mi papá, por ejemplo, 
            decía que se había ido en un barco al sur, cuando era 
            muy chico, porque se había muerto su padre. Y en ese barco 
            pasó por el Golfo de Penas. Y yo me imaginaba ese tal Golfo 
            de Penas, el nombre ya era terrible, y veía el barco que se 
            movía y toda la gente que lloraba. Pero mi papá no lloraba, 
            se paraba ahí no más, y decía: “Pobres huevones, 
            cómo lloran”.
          -Son imágenes muy cinematográficas las que me cuentas. 
            No hay olores, por ejemplo.
            -También hay olores. Olores inolvidables.
          -¿Como cuáles?
            -El olor de la Vega. Las montañas de papas. Uh, precioso. 
            Y ver a los gallos corriendo. Y el olor de la verdura entre podrida 
            y fresca, mojadita. El olor de los campos. Ahora recuerdo algo más. 
            En mi casa no teníamos muchas cosas. Las camas tenían 
            poca ropa, para dormir nos echábamos abrigos encima. Pero a 
            mi papá el auto no se lo despintaba nadie. Y había una 
            cosa tan bonita, que era cuando se encendían los focos e iluminaban 
            las partículas de polvo, que era puro polvo, pero ahí 
            estaba la magia del auto.
          -¿Te acuerdas de qué auto era?
            -Sí, pues, me acuerdo mucho: era un auto Pontiac, un Pontiac 
            31. Cuando chico yo soñaba que era un aventurero y tenía 
            un camión. No era tener por tener. Ahora todo eso está 
            perdido. Imagínate que en Chile el sesenta o setenta por ciento 
            gana entre cien y trescientas lucas, pero están todos engatusados 
            por la cuestión de los objetos, la cuestión del tener. 
            ¡Y todos tienen! ¡Todos tienen confort! Si alguien quiere 
            tele, va y se la compra. Yo fui formado en la idea hippie de que lo 
            que vale es ser, no tener. Ése planteamiento era para hacer 
            una vida, algo auténtico, solidario, fraterno, y fue derrotado 
            totalmente. Ahora hasta se ríen de eso.
          -¿Por eso en tus poemas hablas del “ex Chile” y dices “uno 
            que fue chileno/ ya no es nada”?
            -Para mí, el Estado somos todos con nuestras penas y nuestras 
            alegrías. El Estado está obligado a hacer una justicia 
            y darle a cada cual lo suyo, y así otorgar una sensación 
            de unidad, como la que me daba a mí el director de la escuela 
            cuando hablaba. Pero llegaron los Chicago boys, esa perversión, 
            esa astucia enorme, y vamos achicando el Estado, y se acabó 
            el Estado. Y se acabó todo: las profesiones se fueron a la 
            cresta, los oficios se fueron a la cresta, se disolvió el respeto 
            por el saber, y no importa si eres abogado o periodista o profesor, 
            porque lo único que importa es tener crédito para comprar 
            una camioneta más grande.
            
          
          Verano ardiente
          A José Ángel Cuevas le gustan los viajes, 
            especialmente si el destino es alguna ciudad latinoamericana y el 
            medio de transporte es tan precario como la suerte de los aventureros. 
            “Yo salí a recorrer los caminos del Inca me mojé los 
            ojos/ en el Rimac. Crucé mi continente en un camión/ 
            acostado sobre unos tambores de aceite, el ardiente verano/ de mil 
            novecientos sesentaitantos...”, dice en uno de sus poemas, recordando 
            un periplo realizado quizás sobre “la cubierta de un Diesel 
            Mack rojo 12 toneladas”.
          -¿Te acuerdas de tus primeros viajes?
            -Viajé por primera vez al sur como a los veinte años. 
            Me fui en tren, y el tren en ese tiempo era espectacular, se producían 
            amores, atraques, besos, verdaderas aventuras amorosas. Pero esa vez 
            yo me tiré en el suelo a dormir y, de pronto, abro los ojos 
            y, ¡uffff!, no lo podía creer, había llegado al 
            paraíso, los ríos grandes, los cerros, por ahí 
            por Temuco, y ése fue un delirio, algo tan maravilloso que 
            yo no creía que pudiera existir.
          -¿Ahora estás más sedentario?
            -No, de repente me pego unos piques a Brasil, donde tengo una hermana. 
            Y voy a Buenos Aires, una vez cada un año y medio. Adoro Buenos 
            Aires. Hay una cosa interior, algo metido en mis genes, que me hace 
            sentirme feliz con los edificios, las construcciones, los lugares, 
            los rincones, las calles. Pongo un pie en Buenos Aires y al tiro me 
            pongo feliz. Palabra que es cierto. 
            
          
           
             
              
                
                  
                  
                  Confesiones de bar 
                  
                  Al fin no hice nada de mi vida 
                  estaba preparando cosas 
                  arreglando la tierra. 
                  Justo empezaba a atar mis propios cabos sueltos 
                  cuando vino el Golpe 
                  una mano dura 
                  tapándome la luna 
                  y el sol. 
                Todo se detuvo 
                  me deprimí. 
                Empecé a esperar 
                  a vivir en estado provisorio. 
                  Pero este estado provisorio 
                  se ha alargado tanto y tanto ya. 
                  Que casi pasó la Vida. 
                Se hizo demasiado tarde. 
                  Ya no hay caso. 
                  Para otra vez será.