Woodstock
Javier Campos
Yo no estuve en Woodstock en agosto de 1969
en estas montañas verdes y apacibles
unos días de verano y a esta misma hora
cuando llovió tres días seguidos sin que toda esa agua
oxidara las guitarras eléctricas
humedeciera los cables de los micrófonos
o ahogara el canto y los discursos
que salían de los gigantescos parlantes
plantados en el proscenio iguales que árboles negros
Tampoco cayeron rayos que hicieran cenizas
a los cientos de cantantes
quienes producían el ruido más ensordecedor
escuchado nunca
a varias millas a la redonda en estos potreros
donde por décadas sólo se escuchó
el rumiar de las vacas
el relincho de los caballos
el motor de las máquinas de labranza
o el sonido del maíz
cuando bajaba de los largos graneros de metal
elevados al universo
en un monumental símbolo fálico
(Ninguno se preocupó tampoco qué habría pasado
por las cabezas de los silenciosos campesinos,
los mismos que Walt Whitman describió en
Hojas de Hierbas,
cuando vieron llegar medio millón de gente
a estas montañas
donde nadie conocía otro sonido ni canto que no fuera
el que nacía de la misma Naturaleza )
Durante esos tres días hubo tormentas eléctricas
y por el cielo se vieron los caballos del Apocalipsis
abajo una marea humana se movía como el Arca de Noé
en frente del monumental proscenio
azotado por la tormenta
El vapor de los cuerpos calientes de los jóvenes
se elevaba como una antorcha entre la lluvia
miles de mujeres y hombres rubios bailaban
sonámbulos:
negros de Harlem, Chicanos del Valle de San Joaquín,
o puertorriqueños pobres de New Jersey
se abrazaban a jóvenes indios que tomaban
cerveza en latas
o a profetas, gurus, vagabundos, adivinos,
músicos callejeros y saltimbanquis
El viento llevaba y traía el aroma fragante
de la mariguana,
o el hashish y el peyote que también subían al cielo
en un remolino de humo sagrado
seguido por miles de ojos en llamas
La lluvia caía como cataratas
y construía en la tierra y en el pasto
lagos artificiales
que usaron para nadar desnudos,
dejaron que sus cuerpos hermosos
se hundieran en cámara lenta
y se bautizaron con el agua que venía del cielo
como si fueran los humildes profetas
de lejanas civilizaciones
escondidas bajo la tierra para siempre
Se abrazaban transparentes
de una misteriosa luz interior
entraban y salían de esas lagunas artificiales
con el corazón purificado
limpiándose la mugre del alma
creyeron que tocaban el origen humilde del Universo
hicieron el amor sobre el pasto cubierto de barro
y nadie preguntó nada a nadie
nadie tampoco les apuntó con el dedo
ni nadie llamó a la policía que vigilaba desde lejos
en sus autos blanco y negro, con luces intermitentes
que giraban como látigos de fuego
( Ninguno en esa multitud supo tampoco
que la Guardia Nacional
tenía cien helicópteros
aguardando detrás de las montañas
para lanzarles bombas de humo
y transformar esa tierra prometida
en un Holocausto)
Pero todos experimentaron allí
el Paraíso Original
En el proscenio seguían pasando las bandas
y los cantantes
compitiendo con los rayos y los truenos
tal si fueran las mismas bombas
que a esa misma hora
estaban
cayendo
ininterrumpidamente en
Vietnam
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Hoy el lugar es el mismo
y llueve como en agosto del 69
sólo quedó un monumento de piedra y metal
recordando el deslumbramiento que por tres días
tuvo toda una generación
Siempre hay flores frescas
y no falta el que deja una bolsita de mariguana:
esas hierbas fueron sus únicas armas silvestres
y esas hojas sagradas
las únicas
donde alucinados vieron el origen del futuro.
*Javier Campos. Poeta. Poema escrito en 1998 y publicado en el libro El astronauta en llamas
(Editorial LOM, 2000)