He leído de a poco, lentamente, con largas pausas, todas
las atrocidades inhumanas que hay en el informe de la Comisión
Nacional sobre Prisión Política y Tortura, presidida
por el obispo Sergio Valech, donde se documentó cerca de 35
mil personas que sufrieron torturas físicas y sicológicas
durante la dictadura militar (1973-1990).
Lo impactante es que ahora se reúne toda esa información
que antes, parcialmente,
muchos leímos fuera (otros dentro) de Chile en diversos documentos,
testimonios publicados o traducidos, o los supimos por referencias
orales o documentos de organizaciones de derechos humanos, films,
documentales, obras literarias y diversas manifestaciones artísticas
que la solidaridad nacional y mundial ayudó a diseminar durantes
varias décadas por el mundo.
Este informe agregó más casos (o miles) que nunca recibieron
la atención de la justicia (chilena) ni fue creída la
autenticidad de esos testimonios por abogados, jueces, políticos,
militares, periodistas. Por ejemplo es sabida la indiferencia que
manifestó la justicia chilena desde el golpe militar por esas
torturas explícitas en el informe Valech. Cito al azar, por
ejemplo, “El libro negro de la justicia chilena” (1999) de
Alejandra Matus o el documental “El caso Pinochet” (2000) de
Patricio Guzmán, donde se denuncia la indiferencia de jueces,
cortes, juzgados, ministerios, tribunales militares que jamás
quisieron ni recibir ni escuchar a las víctimas o a los familiares
de torturados, desaparecidos o muertos. O recientemente la columna
de Patricia Verdugo, en El Mostrador.cl (noviembre 30), con el exacto
título “…Y los jueces ¿dónde estuvieron?”.
Toda la información que ahora conocemos compilada y con datos
estadísticos, entre otros, existía y fue necesario que
una comisión de alto nivel de un gobierno chileno la reuniera
y la registrara. Pero lo más importante es que oficialmente
el Estado chileno, bajo el presidente Ricardo Lagos, la avalara. Y
aún más, Lagos dijo que todas aquellas atrocidades correspondieron
a “una política de Estado” del régimen militar.
Por otro lado, como era de esperar, han comenzado a oírse
declaraciones de gente e instituciones que no creen aún que
eso ocurrió y que sólo fueron actos cometidos por individuos
descontrolados. En el primer caso está el columnista de El
Mercurio Hermógenes Pérez de Arce y el ex canciller
ante Naciones Unidas de Pinochet, Sergio Diez. Ambos no han reconocido
que las atrocidades fueron una politica de estado. El primero es un
columnista a quien por su dureza ideológica, extremadamente
conservadora, nada lo hará cambiar de opinión por más
informes que lea y evidencias que le pongan ante sus ojos. Pérez
de Arce representa la ceguera ideológica, sea ésta de
derecha o de izquierda. En el caso de Sergio Diez, e incluida la ex-ministro
de Justicia de Pinochet, Mónica Madariaga, quien fue una mujer
dura con los oponentes al régimen y firmara sin problemas la
Ley de Amnistía incorporada en 1980 en la Constitución
creada por el régimen militar, ambos son un perfecto ejemplo
de los que participaron en el régimen pero “ignoraban” lo que
ocurría tras sus espaldas. Diez dice que él sólo
recibía informes sobre derechos humanos en Chile de acuerdo
a la visión de la dictadura militar y que él los repetía
maquinalmente ante las Naciones Unidas. Madariaga también presenta
la misma imagen de ignorancia y desmemoria y hace muy poco, para limpiar
un poco su amnesia, dijo que ignoraba lo que hacía el régimen
a sus espaldas. Sin embargo, en un acto celebrando el régimen
militar, en septiembre de 2000, criticó que “ahora se comete
una injusticia y revancha con los juicios a los militares porque no
se respeta la ley de Amnistía”.
Casos semejantes pero no idénticos a Diez y a Madariaga han
ocurrido en la historia. Los encontramos en los juicios a los jerarcas
-y mandos medios- nazis a partir de los juicios en Nuremberg ( octubre
de 1946), y los juicios en Dachau (1945-1948). Es decir, muchos –incluso
altos jerarcas- no sabían ni “recordaban” ningún plan
de Estado ni menos las atrocidades que ocurrían en los campos
de concentración. Incluso dentro del mismo campo de concentración
donde cumplían sus funciones no sabían algunos oficiales
lo que ocurría. “Miraban sin ver. O sabían pero sin
querer reprocesar lo sabido”, fueron las conclusiones rotundas de
aquellos tribunales después de la Segunda Guerra mundial.
Diez o Madariaga representan esos seres educados o llamados “cultos”
(muchos jerarcas nazis poseían títulos y especialidades
en distintas disciplinas) a los que o no les interesó o no
se enteraron lo que antes ocurrió a la humanidad –el Holocausto,
por ejemplo. Es raro que aquel columnista y dos abogados no hubieran
sabido lo que una dictadura militar siempre ha hecho con sus víctimas
pues información a partir de 1973 había en cantidad
suficiente, aparte de películas sobre los horrores nazis, o
los horrores durante la China de Mao o los crímenes de Stalin.
Además la película “El juicio en Nuremberg” apareció
en 1961.
Fue en 1976 cuando se produjo el autoencadenamiento de familiares
en las rejas de la Cepal en protesta por la desaparición de
parientes, y el embajador de Pinochet, Sergio Diez, negó todo.
Aseguró que no había arbitrariedades, ni detenidos ni
desaparecidos.
Recientemente (2004) en documentos desclasificados en EE.UU, el mismo
Kissinger celebró en 1976 la elocuencia de Sergio Diez de esta
manera ante Pinochet. Kissinger le dijo: “tengo que reconocer que
su portavoz (Sergio Diez) ha sido muy eficaz al explicar su postura
en la sesión de la Asamblea General de esta mañana.
En Estados Unidos, como sabe, simpatizamos con lo que está
usted intentando hacer aquí. En mi opinión, el gobierno
anterior estaba abocado al comunismo. Le deseo lo mejor.” Diez declara
no haber tenido idea de esas atrocidades, asi como la ex - ministro
Madariaga. ¿Querrán quedar limpios ante la historia?
¿Fue tanta su ignorancia aun cuando ocupaban altos cargos y
escuchaban secretos de Estado? Es bueno releer la historia pasada
sobre similares atrocidades para ver las semejanzas entre los que
poseeían el poder, altos cargos, y las atrocidades que ayudaron
a cometer. Los juicios de Nuremberg y de Dachau dan muchas pistas
de análisis sobre los que “no sabían qué estaba
pasando”.
¿No sería mejor decir que sí sabían pero
no podían porque su ideología era tan fuerte que creer
lo contrario en esa época era inconcebible? ¿No sería
justo reconocer que realmente creían en esos tiempos en que
el planeta estaba dividido entre comunistas malos y el resto del mundo
que con apoyo de Estados Unidos era necesario acabar con ellos? ¿Por
qué no reconocer que eran marionetas de la guerra fría
como luego también reconocieron los que fueron profundos izquierdistas,
marionetas de un comunismo ortodoxo? Para esto último basta
ver en el congreso chileno a varios parlamentarios que hoy refutan
-práctica y teóricamente- el socialismo real que vivió
el mundo.
Pero lo más sorprendente ha sido la reciente declaración
de la Armada Chilena. Reconocieron que el buque-escuela “La Esmeralda”
se usó para torturar a detenidos. Al igual que los altos jerarcas
nazis, como está documentado en los juicios ya mencionados
de Nuremberg y Dachau, la Armada chilena niega rotundamente que hubiera
sido una política de estado todas las atrocidades que nos documenta
el informe Valech. Al igual que los testimonios que conservamos de
esos altos jerarcas y mandos medios nazis, insistieron los acusados
en 1946 que “nada sabían de un plan común de exterminio
asignado por el gobierno del Tercer Reich y si hubo atrocidades… ésas
las cometieron individuos aislados.”
En recientes reacciones de la gente joven en Chile, gratifica leer
sus opiniones que indican la necesidad de recordar y no olvidar hechos
horrorosos que ocurrieron en el pasado chileno: “Encuentro destacable
que Chile haya inventado una fórmula tan valiente para ver
y saltar el pasado. Yo siempre supe lo que ocurrió en esa época,
no me sorprendió, porque tengo cercanos que lo vivieron, pero
ahora me enorgullece que podamos hablar de tortura como un tema nacional,
sin taparla”. “El 90 por ciento de lo que dice el informe yo ya lo
sabía, lo conocí en su época y fui calificado
de mentiroso y antipatriota por contarlo. Pero lo que me impactó
y conmovió fue la tortura de niños. Lo bueno es que
todo eso va a contribuir para que el país tenga una misma verdad
y miremos desde ahí hacia adelante” (declaraciones aparecidas
en Las Ultimas Noticias, 1 de diciembre).
Similar práctica ocurre en Alemania y esos países del
antiguo Este europeo donde se impuso aquella política de exterminio.
La memoria se mantiene viva únicamente a través de documentales,
películas, recordatorios continuos. Quien haya visitado Alemania
o Polonia verá allí los antiguos campos de concentración
como museos del pasado tenebroso, abiertos al público, a los
niños, a los jóvenes, a los artistas, a los extranjeros,
a la gente común, a los educadores.
Pero lo más importante para mantener esa memoria es que los
planes de estudios de las generaciones jóvenes “estudien críticamente”
lo que ocurrió. No basta que el informe se haya publicado sino
que se implemente como material de estudio y análisis en la
educación chilena. Sólo así nuestros nietos,
los hijos de nuestros nietos que nazcan en Chile, o fuera, aprenderán
para siempre no repetir esas atrocidades y distinguir muy bien entre
una política de estado de exterminio y una aberración
puramente individual.
Javier Campos es escritor y académico
chileno. Reside en EE.UU.
Referencia bibliográfica : Justice at Dachau por Joshua M.
Greene. Primera edicion 2003 (EE.UU.), 386 páginas.