El poeta de Valparaíso acusa una
tendencia a la monoproducción poética, en contraste
con las promociones literarias que campearon en Chile hasta los años
sesenta.
Podríamos decir que la opinión pública, respecto
a un pretendido gusto estético, ha sido manipulada en los últimos
treinta años. El efecto Zurita - muy legítimo en sus
comienzos y demasiado efectista después- puede repetirse aun
en el caso de Germán Carrasco y, a partir de este último,
en poetas como Alejandro Zambra y Kurt Folch. Pese a ser autores con
muy distintas aptitudes literarias, cuentan en general con un aparataje
publicitario bastante favorable. Y esa opinión pública
ha sido manipulada, además, obligándola a una visión
unipolar por los grandes proyectos públicos; como las sofocantes
óperas que nos acosan en el año de Neruda, o el poema
más largo para batir un récord Guiness (¡líbranos,
Oh Señor!), entre varios.
Un país puede ser monoproductor y sostenerse en su economía,
pero no ocurre lo mismo con sus escritores. El lector espera de ellos
algo más que el simple género anecdótico explotado
por el natural talento en la escritura. ¿Qué ocurriría
si Hernán Rivera Letelier o Pedro Lemebel incursionaran en
temas diferentes a los ya conocidos? Posiblemente salvarían
la prueba con éxito. Sin embargo, en poesía existe por
parte de sus cultores una tendencia al monodiscurso: una riesgosa
tendencia a confundir el estilo con el tema.
La crítica ha sido cauta al revisar este fenómeno.
Así, por un tiempo, se presentó a los ojos del espectador
un único poeta chileno - Neruda- y esta visión formadora
de opinión fue aprendida por los vates y tomada como un sabio
consejo. Y hubo también otra crítica, vigente aún
y represora, generada desde los ámbitos de las minorías
o desde las aulas más competitivas, que indujo el ejercicio
del oficio hacia el muy serio campo teórico. Nombres surgieron
entonces que, a pesar de su gloria, quedarán olvidados en las
gavetas del tiempo.
Pero hay otra crítica, canalla y anónima, producida
por la ausencia de apreciación estética, por la ignorancia,
por la falta de lectura o derechamente por la envidia, que no merma
espacios ni oportunidades para señalar defectillos con sorna
y mala leche. Se ejercita contra autores como Naín Nómez,
José María Memet, Sergio Badilla, por ejemplo. Con todo,
alguna reprimenda puede justificarse a veces.
Hasta la Promoción Universitaria del 65 nos habíamos
acostumbrado a escuchar las varias voces del autor. Oscar Hahn, Waldo
Rojas, Hernán Miranda Casanova, Manuel Silva Acevedo u Omar
Lara, por nombrar algunos, pueden pasearse por su estilo sobre distintas
formas y en variados temas. ¿Ocurre esto en la actualidad?
Basta citar a los poetas más destacados para encontrar el síndrome
monoproductor que, como se dice, "los caracteriza".
De tal modo, según las clasificaciones en boga, Eduardo Llanos
aporta la inteligencia como recurso creador; o Raúl Zurita,
una profunda voz treintaiochista capaz de trocar el decurso nacional
y abalanzarlo hacia un nuevo simbolismo; Andrés Morales se
instala en lo sonoro de un ritmo perfecto y Armando Roa Vial lo hace
en el conocimiento y la elegancia como alguna vez lo intentara -aunque
en un campo muy limitado- nuestro Paulo de Jolly. Las poetas, por
otro lado -las verdaderas, no las "poetisas"- se aferran
a la segunda voz del género y confunden palabra y discurso.
Y a pesar de las altas calidades individuales, mucho cuesta distinguir
en estos días el estilo personal y la cadencia propia.
Esta visión unipolar ha sido rigurosa en la instalación
de ciertos nombres en la escena, pero ninguna forzada actitud podría
negar la obra de los poetas ya consagrados y de quienes vienen: Andrés
Anwandter, Javier Bello, Rafael Rubio, Leonardo Sanhueza, Damsi Figueroa,
Alejandro Zambra, Antonia Torres, Eduardo Jeria, Karen Toro, Magaly
González y tantos otros que nos llenan de esperanza.