Hace 15 años derrumbaron el muro de Berlín y desde ese
9 de noviembre de 1989 comenzó a desplomarse también
el bloque socialista del Este europeo. Con el desplome ocurría
un desplome ideológico que alimentó (a mí también)
a millones de seres humanos por el planeta desde la Revolución
Soviética adelante. Los que pensaron que un mundo mejor (y
utópico también ) era posible.
El proyecto era la mejor alternativa a la sociedad capitalista “corrupta”
a cambio de una sociedad socialista igualitaria y justa para todos.
Pero el tiempo demostró que el socialismo real no resolvió
nunca ni la libertad individual ni aceptó otra(s) forma(s)
de participación realmente democrática ni menos le interesó
la práctica del “mercado competitivo” porque conducía,
junto a la industria cultural masiva, a la “completa y profunda alienación
humana”. En América Latina el caso del socialismo cubano es
un ejemplo vivo y dramático -como si allí no supiera
la dirigencia del país del desplome del muro de Berlín-.
Cuba es un país rodeado también por un muro donde nadie
puede salir ni nadie puede pensar distinto al sistema. Quizás
una de las impactantes películas (documental/ficción)
que nos muestra ese “muro” que rodea a cada cubano, producida en el
país mismo, es “Suite Habana” (2003) del director Fernando
Pérez.
Lo que sigue lo escribí hace un año en un viaje a Alemania
donde pasé por Berlín. Creo que fue una de las experiencias
más impactantes para mi, comparable a la que tuve en Cuba en
enero/febrero de 2003, un mes antes de que encarcelaran a 75 periodistas
con condenas de 20 a 30 años cada -entre ellos al poeta Raúl
Rivero- sólo por “pensar y escribir distinto”.
Para él que no ha estado nunca en Berlín, el muro construido
allí en 1961 (y hasta el comienzo de su derrumbe definitivo
el 9 de noviembre de 1989), le parece que fue sólo una muralla
que dividía verticalmente los dos lados. Pero la muralla era
parecida a una serpiente ondulante, de grueso cemento, que iba por
entre la ciudad. La RDA había cercado la ciudad para que nadie
escapara desde el Este. Por eso, viéndola visualmente desde
el aire, Berlín ciertamente era una isla rodeada de fuertes
murallas y de espesos alambrados de púas.
El paso principal hacia el lado este fue el famoso control de seguridad
norteamericano llamado “Charlie” (más conocido como Checkpoint
Charlie) y ubicado en la calle Friedrich. Era realmente un puente
entre los dos lados. Entre la libertad y el control o tutelaje del
Estado comunista. Era la única entrada (después habría
otros controles fuertemente vigilados) hacia el este para los aliados,
para los extranjeros y para los alemanes del oeste. Estos últimos
podían visitar a sus familiares, pero sólo por 24 horas
y regresar. Además, nunca el visitante del oeste podía
reunirse con más de dos personas de la misma familia al mismo
tiempo. El viaje hacia el este era también rigurosamente vigilado.
En cambio, la gente común de la RDA debía arriesgar
su vida si quería cruzar los duros y altos muros, y las torres
de control. Checkpoint Charlie fue el símbolo cotidiano de
la Guerra Fría y sólo Berlín podía mostrarlo
allí con tanta crueldad. Para todos, sin excepción,
ese fue un lugar importante en la historia de aquella ciudad vigilada
durante 28 largos años del siglo XX.
Un día hablé con Friedhelm Schmidt-Welle, del Departamento
de Investigación y Proyectos de Literatura y Estudios Culturales
del Instituto Iberoamericano de Berlín. Este Instituto, me
dice, “posee la biblioteca más grande en Europa, y la tercera
del mundo, respecto a la colección sobre América Latina
y de la Península Ibérica, y no solamente en castellano”.
Conversamos en un restaurante griego, muy cerca de su oficina, y cerca
de donde entonces estaba instalado el muro. En el lado este del muro
había un espacio que se llamada “la franja de la muerte ” porque
allí estaban instaladas las torres con soldados de la RDA para
detener a balazos al que pretendieran fugarse al lado opuesto. También
había hileras de alambres de púas y policías
con perros “pastores alemanes”, amaestrados en agarrar fugitivos.
En ese restaurante conversamos justamente sobre la caída del
muro y sobre una reciente e importante película alemana (en
ese mayo de 2003): “Good Bye Lenin” (2003), del director alemán
Wolfgang Becker (1954).
Le pregunté si en la literatura (novela o poesía) se
ha tratado realmente el asunto de la caída del muro. “Sí
se ha tratado el asunto de la caída del muro en la literatura,
pero hasta ahora no se ha escrito la ‘gran’ novela que se haya dedicado
exclusivamente a este tema. Realmente la literatura lo ha tratado
pero de manera subterránea, alusiva, pero no como asunto central”.
Entonces me habló de esa reciente película alemana,
curiosamente con título en inglés, y la primera -con
la distancia de los hechos- que lo ha tratado directamente.
Me contó, brevemente, el argumento de la película.
“A una mujer, madre de un adolescente, cinco días antes de
caer el muro (en noviembre de 1989) le da un infarto y permanece en
estado de coma por cinco meses. Ella vive en la RDA y cree en aquella
sociedad. Pero ella despierta cuando ya no hay muro y aquella sociedad
no existe más. Su hijo debe cuidarla y evitar que sufra ningún
choque emocional. Entonces debe reconstruirle a la madre la sociedad
que desapareció y que ella ignora que desapareció”.
El final de la película, me dijo Friedhelm, “es lo más
interesante para mí y creo para muchos alemanes: en el fin,
las cenizas de la madre muerta -quien en realidad mantuvo sus ideales
utópicos hasta la muerte (pero no los ideales del ‘socialismo
real existente’ que había vivido)- se ponen en un cohete que
va al ‘cielo sobre Berlín’ y explota. La cenizas esparcidas
de su cuerpo sobre el cielo de la ciudad (y quizás con ellas
los ideales de aquel socialismo utópico) sugiere que aquellos
ideales están entremezclado, de alguna manera, en la nueva
Alemania. O quizás que deben entremezclarse”.
Le pregunté si cierta gente que vivió en el este alemán,
ahora con la caída del muro, ha quedado impactada, incapaz,
emocionalmente de cambiar, y de entender que el Estado no es como
antes, cuando nadie tenía de que preocuparse porque había
trabajo, vivienda, alimentación, educación, y diversión
de acuerdo a las pautas no-capitalistas. Friedhelm me dijo: “Exactamente,
muchos han quedado impactados. Especialmente los que más han
caído en ese estado de confusión, cuando ocurre la caída
del muro, es la generación que tenía 40 años
o más”.
Lo que él me decía también me lo confirmaron
algunos exiliados chilenos, de esas mismas edades aproximadamente,
que vivieron en el Este alemán. Es decir, la nostalgia de haber
vivido cierto “socialismo utópico” en el mismo “socialismo
real”. Pero también me hizo recordar la magnífica novela
“Morir en Berlín”, del escritor chileno Carlos Cerda,
cuya historia (que no gustó a muchos exiliados chilenos, militantes
en esos tiempos) refleja, por el contrario, una sociedad encarcelada,
ausente de la libertad personal junto a la prohibición de vijar.
Luego conversé dos horas con otro amigo, Ludwig, en la famosa
Alexander Platz. Esa tarde había allí una gran manifestación
de trabajadores socialistas (o de izquierda) exigiendo al gobierno
alemán actual mejores remuneraciones y beneficios sociales.
Había cantos, banderas rojas, música de rock. En otros
tiempos, me dijo Ludwig, “en Alexander Platz, las manifestaciones
eran convocadas por la dirigencia comunista de la RDA.” Pero algo
había allí ahora, diferente, entremezclado en Alexander
Platz, mientras este joven alemán de 27 años me daba
su propia perspectiva, mucho más actual con los tiempos que
corren, y con una ausencia total de la nostalgia de la otra Alemania.
Mientras continuaba la manifestación, fui rescatando las siguientes
frases de Ludwig: “Las veces que fui al lado este, siempre regresé
con el sentimiento de que la RDA era muy aburrida y gris, además
de saberte vigilado todo el tiempo. Había que informar a las
autoridades de la DRA previamente a quién visitarías
y sólo te permitían juntarte con tu familiar en sectores
muy cerca del muro, en el caso de Berlín. Claro, la gente del
oeste también se sentía muy paternalista, superior,
hacia los que habían tenido la mala suerte de vivir en el otro
lado. A los que vivieron en el este, y con quien a veces converso,
les queda muy fuerte aún esa nostalgia de haberlo recibido
todo de parte del Estado y ahora no”.
Mirando aquella concentración de gente con manos en alto,
Ludwig continuaba hablándome: “Especialmente, dicen esas personas
que vivieron en la RDA, que la gente allí era más solidaria.
Entiendo que es traumático perder aquello con lo cual creciste
y luego desaparece para siempre. Pero también aquella gente
nostálgica no quiere ver el lado oscuro que también
tenía aquel sistema, especialmente de quitarte la libertad
de viajar o pensar diferente. Les cuesta asumir ahora que el Estado
no te da todo. Es cierto que la presión de ‘el mercado libre’
se les vino encima y no saben cómo reaccionar ante eso. Para
mí, como joven alemán, es chocante ver con cuánta
rapidez la gente olvidó la base del duro sistema represivo
de la RDA”.
Cuando ya dejaba Berlín, en la madrugada de un domingo de
la primavera de mayo de 2003, en ruta hacia el aeropuerto, el taxista
pasó por lo que antes fue Checkpoint Charlie. Sentí
que pasaba en minutos por un lugar histórico importante. Mire
hacia atrás mientras nos alejábamos de aquel control
que hoy es una reliquia. Me acordé también de mi viaje
a Cuba hacia sólo tres meses donde existe -rodeando toda la
isla- otra semejante “muralla de… Berlín”.