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Jaime Collyer: entre lo heroico y lo monstruoso

Por María Teresa Cárdenas
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 15 de Enero de 2017



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"Lo mejor es dejar que los cuentos pataleen solos ante el lector, se defiendan solos y a veces mueran solos, condenados merecidamente al olvido", escribe Jaime Collyer (Santiago, 1955) en el breve prólogo de Los Héroes, la primera parte de sus cuentos completos, recién publicada por editorial Catalonia. Así, 28 relatos tomados de Gente al acechoLa bestia en casa y La voz del amo, más algunos incluidos en antologías temáticas o dispersos en revistas u otros medios, figuran aquí sin ninguna referencia ni orden cronológico. Al contrario, da la impresión de que fueron barajados y dispuestos al azar, para que cada uno "se defienda solo". Lo mismo que en el segundo volumen, Los Monstruos, que contiene otros 28 cuentos y que se publicará a mediados de este año. Pero el azar es más frecuente en los relatos de Collyer que en sus decisiones: "Me pareció interesante aprovechar la coyuntura y darle un ordenamiento distinto a todos los cuentos existentes -explica-. Entonces busqué algunos denominadores comunes entre esos cuentos y surgieron los dos conceptos rectores que titulan cada tomo. El primero engloba a personajes entrampados en la telaraña de lo cotidiano, en sus propias iniciativas un poco desquiciadas pero irrenunciables, como el gesto de un norteamericano que busca reproducir en la fase contemporánea, en un velero ínfimo, el primer viaje de Colón ('Aniversario'). Y en el segundo, agrupé los cuentos traspasados de presencias espectrales y pequeños monstruos sumidos en su engreimiento un poco absurdo, como la bestia que aportilla la vida amorosa de una pareja en 'La bestia en casa', o el exhibicionista un poco inexplicable que merodea por las calles parisinas en tiempos de la Revolución Francesa ('Todos los caballos de Toulon van desnudos'). Una recopilación como esta le permite a uno mismo descubrir constantes que antes no vio. Las nociones de 'lo heroico' y 'lo monstruoso' me parecieron, de pronto, dos líneas temáticas en que bien podía resumirse todo lo que había hecho hasta aquí".

También autor de las novelas El infiltradoCien pájaros volandoEl habitante del cieloLa fidelidad presunta de las partes y Fulgor, "es en el difícil género del cuento donde [Jaime Collyer] se sitúa hoy en el primerísimo plano de nuestra narrativa". Tomada de la crítica de Ignacio Valente a Gente al acecho, en 1992, la cita no es, en ningún caso, un anacronismo.

Para preparar estos dos tomos, el autor leyó todos los cuentos un par de veces. "Quedé un poco hasta la coronilla de ellos, pero casi no corregí, salvo una coma por aquí, otra por allá". Pero no todos sobrevivieron: "Dejé de lado un par de cuentos de la época universitaria y alguno incluso premiado en un concurso de la revista Paula, porque eran impresentables, muy malos, me dio vergüenza incluirlos", reconoce divertido.

Tampoco están los de Swingers, un volumen publicado en 2014 por Penguin Random House y aún con derechos comprometidos.

—  Swingers es eso que suele denominarse un volumen temático, en que la escenografía o ciertos personajes asoman en forma reiterada en uno u otro cuento del volumen. No puede desgajarse y barajarse, son cuentos interdependientes, eso hacía difícil incluirlo en esta recopilación. Hasta cierto punto fue una suerte que los derechos estuviesen comprometidos. Eso me dejó en libertad de reordenar lo previo y dejar Swingers como un compartimento estanco y distinto.

¿Qué visión tiene hoy de sus primeros cuentos publicados y del autor que era en ese momento?
— Advierto en los de Gente al acecho una cualidad más certera que en los cuentos posteriores, cierta habilidad que entonces tenía de ir al grano, de dar al instante con la metáfora necesaria, algo que en cierta forma se pierde con el trajín escritural posterior. Uno aprende y se ejercita, va controlando cada vez más el lenguaje, pero debe resignarse a perder una cierta espontaneidad que había al principio de todo. Aun así, el cuento tiene la peculiaridad de ponerlo a uno, en cada ocasión, ante casi los mismos problemas que enfrentaba en sus inicios. Con cada cuento que uno empieza, se enfrenta a las mismas incertidumbres de antaño. Eso es muy estimulante.

Psicólogo de profesión y magíster en Sociología, sus influencias literarias estuvieron claras desde esos inicios, y él no dudó en reconocerlas: Borges, Hemingway, Cortázar... Veinticinco años después, dice en el prólogo que cree "haber llegado a mi propio modelo del género".

— Bueno, lo del modelo es un poco una broma, porque nada más elaborar un modelo o procedimiento estándar, uno comprueba que hay centenares de cuentos, incluso los propios, que escapan al modelo. Pero me gusta esa idea de un hecho recurrente, por nimio que sea, como gatillador de un cuento: la idea de que basta esa recurrencia, cualquier recurrencia absurda, para que aflore lo insólito en nuestro devenir cotidiano. Y con lo insólito viene el cuento, la ruptura con lo habitual.

A pesar de la experiencia, ¿sigue escribiendo cuentos sin saber el final?
— Absolutamente, más que antes, diría yo. Me muevo, cada vez, de manera incierta, sin saber adónde se dirigen los personajes. Eso que antaño me generaba angustia, ahora es hasta disfrutable. Ante cualquier relato, uno se plantea con ciertas intenciones, pero el cuento se va luego por donde se le canta y los personajes escogen por su cuenta sus opciones y uno entiende que así debe ser, que la conexión última con lo auténticamente literario pasa por esa falta de planificación. Es como sucede en la vida. Cuando jóvenes, creemos posible planificar derroteros exitosos, matrimonios felices, vocaciones profesionales. Luego comprobamos, incluso con alivio, que, a pesar de las grandes decisiones que uno tome, la vida lo lleva luego por donde se le da la gana.

¿Cuánto ha variado su interés y su mirada respecto de temas que han caracterizado sus cuentos, como el erotismo, la historia, lo fantástico, el absurdo, la ternura?
— Yo diría que esos varios temas siguen ahí, siempre de fondo, pero lo que ha variado es, en alguna medida, la mirada que recae sobre ellos, que es mi propia mirada filtrada por el tiempo. Aunque pueda sonar aburrido, es quizá lo mejor de cumplir años. Uno lo va desdramatizando todo y percibiéndolo en su cualidad farsesca o grandilocuente, incluso entrañable, incluso tierna.

¿Y la ironía y el escepticismo? ¿Se han agudizado?
— Se me ocurre que el absurdo se ha impuesto como un gran denominador común en mi quehacer y mi temática, una suerte de ironía abarcadora de todo lo demás. Y si, por ejemplo, entre mis temas asoma un asunto de la mayor seriedad, como puede ser un hallazgo científico, este suele venir teñido de ese filtro absurdo. Ahora mismo acabo de cerrar un cuento de un astrofísico que, en busca de una constante universal, llega a imaginar que una señora que teje una manta a crochet en una plaza es esa constante.

¿Hay cuentos suyos que lo conmuevan hasta hoy?
— Hay algunos a los que les tengo especial cariño, como "Desaparición de un comerciante", la historia de un chileno y un argentino que entablan amistad en el África de finales del siglo pasado, con muchas guerrillas maoístas y pro soviéticas de fondo. No sé por qué me gusta ese cuento en particular, quizá porque resume, en alguna medida, lo que es una impronta de mi generación dispersa en los años ochenta por el mundo. Es lo que decía Bolaño: estuvimos dispuestos a dar la vida por un ideal y una idea igualitaria que sus dirigentes habían ya pervertido hacía años. Es un tema por decir lo menos conmovedor, creo yo.

Usted empezó a publicar en un momento privilegiado en cuanto a producción literaria, interés editorial y respuesta de los lectores. ¿Cuál es su diagnóstico de la literatura chilena hoy, tomando estos tres elementos?
— Para nadie es un misterio que la escena editorial se ha degradado y deteriorado en sus opciones, abocándose a publicar mucha basura pasajera y prescindible. Es algo que siempre ha ocurrido, pero en nuestra era tecnotrónica ha adquirido carácter de epidemia. Mi impresión, que no es en absoluto novedosa, es que los grandes editores han comenzado a fallar sistemáticamente en su misión. El hecho de que el editor en propiedad de los libros se subordine hoy a los criterios que define el ingeniero comercial afincado en el departamento de ventas es deplorable y algo que solo pueden revertir los editores vocacionales. Si, en su día, hubo un Carlos Barral capaz de dilapidar la fortuna de su familia para apostar por los autores del boom , ¿por qué no podría ocurrir hoy, eventualmente? De no ser así, seguirá todo como hoy, en que las editoriales protagónicas se van convirtiendo en imprentas donde se reproducen las sandías caladas, llegadas de internet o de otros mercados. Otra cosa bien distinta son los editores medianos o independientes, donde la vocación rastreadora de buena literatura sigue muy presente.

Los plazos y la posteridad

Protagonista de la nueva narrativa de los años 90, Jaime Collyer tomó la voz de su generación con el conocido y polémico manifiesto "Casus Belli", en el que se rebelaba contra sus padres literarios. También fue editor de Planeta por un año e hizo numerosas concesiones a "la taquilla", participando activamente en ferias, presentaciones y escandalillos. Cada vez más alejado de ese mundo, mantiene no solo su fe en la literatura, sino también el oficio que por años la ha complementado, el de traductor.

— Es un camino de ida y vuelta. Al traducir, uno ejercita la mano, debe interpretar con fidelidad el estilo de un autor que te brinda una historia ya contada: no pierdes tiempo imaginando la trama o el final, sencillamente ejercitas el estilo, intentando discernir las opciones de ese autor al que traduces. Pero a su vez, el traductor le debe al escritor ese arsenal de que dispone y su experiencia con el lenguaje. Pienso que un escritor es mucho mejor traductor que otro que no escribe ni es un ficcionador. Solo un escritor puede captar los quebraderos de cabeza implícitos en el texto de otro, más si viene en otro idioma.

Cuenta que ya está embarcado en su próxima novela, "una intriga política de largo aliento" y que entrevera su escritura con la de los cuentos, "un día sí y otro no", que deben ir ya en una docena o más. "Todo muy relajado, no tengo plazo alguno que me oprima ni demasiadas obsesiones con la posteridad, a estas alturas", afirma con ironía y con una pizca de timidez.

¿Le sirvieron, estos cuentos completos, para hacer un balance de su trayectoria de escritor?
— Me sirvieron, pero el balance es algo que uno hace todo el tiempo, cada vez que inicia una novela o un cuento. A mí me suele rondar la idea apocalíptica de que la pila se me puede estar agotando, aunque luego veo que sigue funcionando. Pero quizá si a todo el mundo le ocurre lo mismo. A un dentista debe pasarle que siente que sus tapaduras ya no son lo bellas y espontáneas que solían ser, pero lo importante es que la gente pueda seguir comiendo con ellas, creo.

¿Y le sigue inquietando la delgada línea entre civilización y barbarie? ¿Quiénes son hoy los bárbaros?
— Posiblemente lo sean esos sectores que aparecen como los más civilizados y en vanguardia en lo tecnológico y lo financiero: un Zuckerberg o un Jeff Bezos. Gente que no lee, no escucha música, no conoce a los Beatles y solo busca inventariar los gestos privados del resto para venderles cualquier idiotez. Es la clase de bárbaro que hoy prolifera y que nuestra época considera un auténtico triunfador, aunque esté, en rigor, corroyendo irremediablemente el escenario.


 

 

 

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Jaime Collyer: entre lo heroico y lo monstruoso
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