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LECTURA DE TRES CUENTOS ANTIPERONISTAS DE JULIO CORTÁZAR

Por Jorge Carrasco



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PARTE 2: LOS MONSTRUOS DE “LAS PUERTAS DEL CIELO”

Las puertas del cielo es el penúltimo cuento de Bestiario. El abogado Marcelo Hardoy conoce ese otro mundo ajeno, la barbarie, en su despacho, nido de la civilización. La visión sarmientina, unitaria, ya instalada como evolución natural de la historia desde el siglo XIX, surge burguesa y discriminadora. El protagonista ve la realidad así, quizás como reflejo de la visión del mismo Cortázar.

En “Las puertas del cielo“ hay dos personajes centrales, Celina (exprostituta) y Mauro (puestero del Abasto). Hardoy conoce a Mauro en su oficina, cuando lo fue a consultar por un asunto de terrenos de su madre. En la segunda visita conoce a Celina. Delante de la mirada del abogado, viven una historia de amor cuajada de fluctuaciones en la pobreza, diversiones nocturnas y debilidades, como la enfermedad de Celina (tuberculosis, que le causa la muerte, punto de arranque de la historia). Celina muere y la experiencia del duelo no es solo de Mauro, su hombre, que la sacó de la vida nocturna para hacerla su mujer, sino de Marcelo, que descubrió en ellos el reflujo natural, salvaje, alegre de la vida.

Marcelo los desprecia, pero también los admira. Sus vidas representan todo lo que él ocultó, destruyó en su existencia: la vida desnuda, vivida sin escrúpulos, sin prejuicios ni condicionamientos sociales. La presencia ardiente de la naturaleza en la triste urbanidad: “Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir”. Su vida se asomaba al mundo con el pensamiento. Los otros, la gente común, con el sentimiento: “Me daba asco pensar así, una vez más estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir”. Era un cronista mental de lo que sucedía en el mundo, pero sobre todo era un cronista de lo que les sucedía a los demás que viven (sienten) el mundo sin reflexionarlo.

En la mirada del protagonista hay siempre una jerarquización, la necesidad de dar el lugar que a cada uno pertenece. Mauro y Celina no eran iguales. Mauro era un hombre de casa, de rostro ennoblecido por rasgos europeos, que “prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate”. Celina no cedió nunca a dejar de ser la mujer de la noche, la mestiza que perseguía la alegría en la jarana y el baile, ambiente que fascinaba oscura y deslumbradoramente al abogado: “Era yo el que le conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio. Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a veces para los tres”. La monstruosidad de Celina era completa; Mauro surgía híbrido de hombre y monstruo; el abogado protagonista ostentaba el título de ser humano sin fisuras.

Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo”.

Entre el doctor Marcelo Hardoy y los otros se interponía un abismo  que la cotidianidad compartida no anulaba: “Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes”. Al pensarlos, él los salvaba del olvido: “Cuanto más me reprochaban estas amistades, más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para presenciar su existencia de la que ellos mismos no sabían nada”.

Cuando murió Celina, se abrió un vació en ambos. Para pasar las penas por su desaparición acuden a una milonga. El protagonista siente esa necesidad de acercarse a los monstruos, al mundo de Celina, para darle consuelo a Mauro. Sin embargo, el consuelo se extiende también a él, que siente la misma nostalgia de Mauro por Celina.

El nuevo acercamiento al mundo de la noche, ámbito propicio a las perversiones del señor Hyde, desata en el protagonista toda su furia discriminadora que animaliza, caricaturiza, como en el siglo XIX lo hicieron Echeverría, Sarmiento y Mansilla.  

Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo”.

Muchos sudaban, una china que me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la raíz del pelo y corriendo por la nuca donde la grasa le hacía una canaleta más blanca”. 

Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras, de talle fino como pocas y nada fea. Me hizo reír su instintiva pero a la vez meditada selección, la sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces me volvió la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día no se notaba como aquí”.

Se trata del mismo paternalismo que rezumaban los escritores liberales y positivistas de la generación del ochenta, pero esta vez practicado como respuesta a una amenaza de invasión. Hay una superioridad anterior de todo tipo: racial, social, cultural, estética. Este obstáculo de mundos separados, vividos paralelamente, nunca unidos, congenian primero en la presencia y luego en la ausencia de Celina, cuya existencia oficiaba de puente de comunicación entre ambas realidades.

Por conocerla mejor alenté sus deseos baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de pizza hirviendo y papelitos con grasa por el piso”.

El abogado presentía que la felicidad, la alegría abierta, la risa franca, pertenecían a la clase baja, a la gente inculta, a quienes renunciaban a las ambiciones o daban la espalda a los melindres sociales. Muerta Celina, el abogado Hardoy vuelve a su mundo cerrado, a su desconsuelo de clase alta condenada a la seriedad culta, materialista, práctica del estatus. La monstruosidad no es solo una realidad social sino una condición natural que trasciende la muerte, se mantiene en el paraíso ultraterreno de Celina y conduce en última instancia a la resolución fantástica.

En una entrevista para Panorama, hecha por Paco Urondo (24/11/1970), tras asistir a la asunción de Allende en Chile, Cortázar asume, arrepentido, el tinte antiperonista del cuento cuando afirma que hace “allí una descripción de lo que se llamaban los ‘cabecitas negras’ en esa época, que es en el fondo muy despectivo; los califico así y hablo incluso de los monstruos, digo ‘yo voy ahí de noche a ver llegar los monstruos’. Ese cuento está hecho sin ningún cariño, sin ningún afecto; es una actitud realmente de antiperonista blanco, frente a la invasión de los ‘cabecitas negras’” 

Las puertas del cielo” refleja la realidad de un momento histórico de Argentina. La llegada del peronismo al poder. Con Perón cobra notoriedad el cabecita negra, su fisonomía corporal, sus costumbres, su provocador mundo nocturno, ejercidos sin el permiso de la clase alta. El cuento de Cortázar transparenta esa desconexión sustancial de la elite ilustrada con el destino de la clase baja (lo que hoy, con otra comprensión de los hechos, permite invertir la humanidad/monstruosidad de ambas realidades), una nueva versión dicotómica de civilización y barbarie en la diferenciación biotípica, sociocultural y moral de humanos y “monstruos”.

 

 

Leer acá: CUENTO 1: CASA TOMADA



 

 

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Lectura de tres cuentos antiperonistas de Julio Cortázar.
Parte 2:
Los monstruos de “Las puertas del cielo”.
Por Jorge Carrasco