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José Donoso
Maestro de un irracionalismo prodigioso
Prólogo de "El escribidor intruso". Selección de Cecilia García-Huidobro.
Ediciones U. Diego Portales, 2004.



Por Carlos Fuentes
Artes y Letras de El Mercurio. Domingo 26 de Diciembre de 2004.


Hispanoamérica no tuvo grandes novelistas durante el siglo XIX. En México, Fernández de Lizardi y su Periquillo sarniento ofrecen un testimonio interesante de las identidades raciales y sociales (o la ausencia de ambas) en los años finales del dominio colonial. Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno, es un entretenidísimo folletín en la tradición de Sué y Dumas. En Chile, las crónicas sociales de Blest Gana son nuestra más cercana aproximación al fresco balzaciano. Naturalmente, los mejores libros escritos en Hispanoamérica durante nuestra lucha por convertirnos en repúblicas independientes fueron la obra de historiadores que trataron de establecer las señas de identidad para los huérfanos del tres veces secular imperio español.

Clásicos

Dos libros destacan: son nuestros clásicos decimonónicos. Ambos fueron escritos por argentinos. Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, es una zambullida en el interior del país a fin de trazar, con gran vigor, la figura epónima del cacique rural. Martín Fierro, de José Hernández, es el gran poema popular del gaucho errante. Sin embargo, apenas cruzamos la frontera argentina, pero en tierras de habla portuguesa, Brasil tiene a un novelista del más alto rango, Machado de Assis. La diferencia entre Machado y sus hermanos hispanófonos es que el brasileño había leído el Tristram Shandy, de Laurence Sterne, y Jacques el fatalista, de Diderot. Recuperó la tradición perdida de la novela europea del siglo XVIII y su celebración del génesis fictivo, su imprudente (e impúdica) conciencia de que una novela es ficción, no realidad, y está abierta a toda suerte de juegos de palabras, la aceptación abierta de lo lúdico y el llamado al lector como coautor.

Curiosamente, mientras la América española estaba capturada en el servilismo realista y aún naturalista, Machado de Assis, al hacer evidente su deuda a Sterne y Diderot, se remontó a la fuente misma de la ficción moderna. Cervantes y el Quijote, padres de Tristram y de Jacques. Nadie mejor que los escritores en lengua española debieron entender esta lección. En Cervantes se encuentran todas las novedades radicales que nosotros, en el siglo XIX, olvidamos, olvidando, de paso, la tradición revolucionaria de la literatura española, su apuesta de que la imaginación no refleja la realidad sino que la construye, la herencia del Arcipreste Juan Ruiz, Rojas y La Celestina, Delicado y La lozana andaluza, la poesía de Quevedo y Góngora. Rehusamos la tradición a fin de ser modernos. Nuestra falsa modernidad desembocó en los callejones sin salida de Zola y el naturalismo. La lección literaria también se convirtió en lección política. No podemos ser modernos sin nuestro pasado. Nuestra modernidad debe ser incluyente, no excluyente.


El más literario

La generación del llamado "boom" latinoamericano, de la cual José Donoso es miembro fundador, recuperó los hilos perdidos, pero no lo logró por sí misma. Borges, en primer lugar, fue quien redescubrió la totalidad de nuestra tradición, incluyendo los legados árabe y judío. A Cervantes mismo lo resucitó en el Pierre Menard. El pasado también es novedoso, y el lector de hoy es siempre el primer lector de lo que se escribió ayer, nos dijo Borges. Miguel Ángel Asturias recuperó la tradición mítica del mundo indígena, Jorge Amado y Alejo Carpentier las tradiciones afroamericanas y, todos ellos, la cultura del Mediterráneo, las crónicas de la exploración y la conquista del Nuevo Mundo, pero no con propósitos historiográficos, sino literarios.

La realidad fundada por la imaginación. La novela como género de géneros, en la que todo puede suceder y todo —poesía, historia, periodismo, filosofía— tiene cabida con tal de que sea creíble.

El último suspiro del realismo tradicional fue una exigencia dogmática de escoger entre nacionalismo y cosmopolitismo, compromiso político y formalismo, realidad y fantasía, todo ello aprisionado dentro de estrechos límites de género. La generación del "boom" trascendió estas limitaciones, impulsada por los ejemplos de Asturias en Guatemala, Borges en Argentina, Amado en Brasil, Onetti en Uruguay y Carpentier en Cuba. Individualizó y amplificó la noción de género. Abrió los horizontes de la tradición, declarando y demostrando que la imaginación no sólo refleja, sino que crea, realidad, y poniendo sobre el tapete la propuesta del efecto político, a la vez que estético, del lenguaje. Al mismo tiempo, los escritores del "boom" internacionalizaron la novela latinoamericana y conquistaron un vasto público lector, tanto interno como internacional, para nuestros escritores. Los pasos perdidos, de Carpentier; Rayuela, de Cortázar; Cien años de soledad, de García Márquez; Conversaciones en La Catedral, de Vargas Llosa; Gran sertón: veredas, de Guimaraes Rosa; Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Paradiso, de José Lezama Lima, son obras que dan fe de un cambio sísmico en la literatura iberoamericana entre 1940 y 1970. Sin embargo, nadie trascendió las limitaciones del pasado inmediato y plantó un pendón en el reino de la imaginación con más aparente soltura que el más literario de todos los literatos del "boom", que el chileno José Donoso. Nadie hizo más patentes las rígidas jerarquías sociales de la América Latina, la crueldad del sistema de clases en Chile. Pero nadie, asimismo, sintió la terrible evidencia de la injusticia con una imaginación literaria más corrosiva. Donoso escogió un territorio —la sociedad chilena— y lo desestabilizó desde adentro mediante la sospecha de que nada es lo que aparenta ser y todo está a punto de convertirse en algo distinto. Disfraces, homonimias, trasplante de órganos: los trasvestismos de Donoso son los signos externos de una profunda y feroz rebelión anarquista, pero sometida a un riguroso empleo de los métodos literarios. Las novelas de Donoso están escritas bajo los signos gemelos de la destrucción y la recreación, el paso de todas las cosas, la ficción a todo pretendido statu quo, la total ausencia de credibilidad de las apariencias. El novelista chileno es un gran descendiente de nuestra tradición barroca y su escepticismo de lo pasajero; la tradición, sobre todo, de Quevedo: Soy un fue y un será y un es cansado.

A principios de los cincuenta, el crítico francés Roger Caillois dijo que la primera mitad del siglo XIX le había pertenecido a la novela del occidente europeo; la segunda mitad, a la novela rusa; la primera mitad del siglo XX, a la novela norteamericana, y la segunda mitad sería la de la ficción latinoamericana. La profecía de Caillois ha sido superada y enriquecida. La "internacionalización" de la novela contemporánea, como la denomina Ánita Desai, abarca ficciones imprevistas provenientes de Asia, África, Oceanía y las áreas francófona y anglófona del Caribe.

Claudio Magris, el escritor triestino, enfoca muy bien uno de los aspectos de esta internacionalización cuando dice que la literatura europea está amenazada de incapacidad, la norteamericana de negativismo, y la latinoamericana de totalización. Pues a la vez que celebra la expansión del espacio imaginativo latinoamericano, advierte que en Europa existe un elemento de mala fe al conmemorar las celebraciones latinoamericanas. Magris postula una re-lectura de la América Latina a contrapelo de la tentación de la aventura exótica. Europa debe aprender a leer de nuevo a la América Latina. Europa debe regresar a la escuela para penetrar de verdad la prosa melancólica, difícil y dura de los escritores latinoamericanos.


Releer Latinoamérica

Ningún aprendizaje mejor para emprender esta tarea "dura, melancólica y difícil" que los escritos de José Donoso. Hay en él un eco de las famosas palabras dirigidas por T.S. Eliot a James Joyce: "Usted ha aumentado enormemente las dificultades de ser novelista". Pero en Donoso, la dificultad es también una invitación, una convocación arriesgada a dejarnos caer en el mundo olvidado de los orígenes —el mundo mágico del Génesis— pero con los ojos bien abiertos. Pues el mundo primigenio no es un mundo ideal. No es la edad de oro, sino desde siempre, desde el origen, la edad de fierro, un mundo explotado, dañado, injusto. No el paraíso perdido. Y, por lo tanto, no al paraíso perdido.

En contra de las consolaciones de una utopía olvidada, en contra de la nostalgia de la inocencia perdida de ambos mundos —el europeo y el americano—, Donoso nos informa que los horrores del presente son hermanables al terror original. Los perros y los fetos, los gigantes hidrocéfalos, los imbunches y los bebés duplicados estaban allí desde siempre, presentes en la creación. Eran parte de la imaginación total de Dios, de su terrible, irónico y sarcástico proyecto para nosotros, la humanidad. Los dioses, escribió Platón, sólo nos favorecen cuando se vuelven locos. Si esto es así, contesta Donoso desde su Edén infeliz, aislado, olvidado y congelado, Chile, el fin del mundo, se sigue que todos nuestros males han de ser hijos de la razón divina. Lo que nos separa del Cielo es un montón de trapos sucios. A diferencia del esquema narrativo de Cortázar, donde las casas son tomadas paso a paso por fuerzas invisibles, en Donoso nuestros espacios vitales ya han sido tomados, siempre han estado ocupados y no hacemos sino transitar corredores sin destino, patios en desuso, pasajes ciegos.

No es fortuito que Humberto Peñaloza, el "Mudito" de la obra maestra de Donoso, El obsceno pájaro de la noche, haya perdido simultáneamente el habla, pretenda que la ha perdido, o quizás ha transformado el silencio en la elocuencia misma de su discurso. De un solo golpe maestro, Donoso nos sitúa en los orígenes del ser parlante, preguntándose si no nos hacen falta, a la par, un nuevo discurso y el más antiguo gruñido a fin de caminar entre "la selva de símbolos" a la que se refiere Baudelaire para caracterizar al mundo. Pero si Baudelaire ubica sus bosques en la naturaleza (y recorrerlos es un requisito para comprenderla), las selvas de Donoso están todas encerradas, amuralladas, capturadas arquitectónicamente. Incluso los espacios abiertos, en la novela Casa de campo, son ficticios, arquitectónicos, azules. Donoso, gran lector de la literatura inglesa, da un paso más allá en el territorio de Dickens que tan bien conoce.

Los niños monstruos no sólo son rodeados del mundo ficticio que les hace creer en su normalidad. Llegan a crear un mundo anormal para completar su supuesta normalidad.

Dickensiano, Donoso quizá esté más cerca aún de Coleridge que de Baudelaire cuando nos invita, una y otra vez, a practicar la meditación imaginaria, primero entre sensación y percepción, pero sólo con el propósito ulterior de disipar cualquier relación razonable entre las causas. Ello nos obliga a recrearlo todo mediante una nueva imaginación, liberada de las cadenas del racionalismo.

Proposición peligrosa que, en Coleridge, tiene como meta disipar a fin de recrear. Donoso quizás encuentre protección más segura bajo el ala de Wittgenstein; en una novela como El obsceno pájaro de la noche no hay nada más que decir —salvo todo lo que sólo puede decirse mediante la poesía v el mito.

Quizás por ello Donoso se siente obligado a cambiar constantemente, y lujosamente, de géneros y estilos narrativos. No quiere que el lector lea la novela como fue escrita. Nos pide que la leamos como será leída. Y en seguida da un paso aún más peligroso. Nos hace la demanda imposible de leer la novela que acabará por escribir el lector. No es de extrañar que Luis Buñuel siempre se refirió a Donoso como el maestro de un irracionalismo prodigioso, natural e inexplicable, muy próximo del surrealismo. Los métodos literarios de José Donoso, su meditación perpetua entre sensación y percepción, su enorme aliento, le permiten tocar un delicado y melancólico cuarteto para cuerdas pero también escenificar una ópera deslumbrante, sombría y dolorosa. Seguiremos escuchando la música de sus esferas más allá de los ochenta años que ahora cumpliría el gran novelista chileno.

 
 

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José Donoso: Maestro de un irracionalismo prodigioso.
Prólogo de "El escribidor intruso".
Por Carlos Fuentes.
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