Perito
en monstruos
Por
Claudio Zeiger
Radar Libros, Domingo, 11 de Febrero de 2007
Es tan obvio como inevitable comenzar por la posición de José
Donoso en el boom latinoamericano. Para decirlo no tan mal y pronto, diríase
que fue algo así como la pata más burguesa del grupo, la retaguardia
clásica y sajona (frente a los afrancesados: Vargas Llosa y Cortázar),
el acomodado y mimado en la niñez, el lector de Henry James. Tenía
una distancia que le permitió escribir Historia personal del boom
y una novela (El obsceno pájaro de la noche, título complejo
si los hay) que debería figurar entre los textos canónicos del boom
y sin embargo no está en ese cielo de Cien años de soledad,
La región más transparente o Rayuela; está,
pero en otro cielo
con tintes infernales, nubosidad variable, un lugar turbulento a donde van a parar
las novelas que en un momento parecen atentar contra su propia vida, se salen
de cauce, dan vueltas como almas en pena.
Sus compañeros del boom
deslumbraban a Donoso por su capacidad de experimentación, pero cuando
quiso seguirlos, el rumbo fue otro. Cuando su esposa María del Pilar le
preguntó qué pensaba escribir ese primer verano que, recién
casados, pasaron juntos a comienzos de los ’60 (Donoso obviamente no había
leído Rayuela aún, pero sí Los premios, El
acoso de Carpentier, y La región más transparente), respondió:
“Quiero escribir una novela muy sencilla y muy clara, sin ninguna de las experimentaciones
y dificultades que estos escritores que tanto me han gustado están haciendo.
Quiero que sea algo como una parábola, algo muy corto, que no me tome más
de un mes, a lo sumo dos, para después mandársela, tal vez, a Margarita
Aguirre en Buenos Aires, a ver si la hace publicar en Sur”.
Es bastante
sorprendente que el producto de esa intención de “una novela muy sencilla
y muy clara” haya sido nada menos que El obsceno pájaro de la noche,
uno de los libros más extensos e intrincados de la narrativa latinoamericana
de los ’70. Pero sea cual sea el resultado, la flecha Donoso no iba en la misma
dirección que las flechas de los otros grandes nombres del boom. No es
que careciera de preocupaciones sociales y políticas. No es que considerara
el lenguaje como una transparente arma de comunicación y que se desentendiera
de los experimentos verbales. Pero Donoso tenía un punto de partida distinto.
En
el origen de Donoso hay una casa, un mundo cerrado sobre el que pende una amenaza,
fantasmas interiores, algo que si se confrontaran textos, lo acercaría
más al Manuel Mujica Lainez de Misteriosa Buenos Aires o Bomarzo
o al Ernesto Sabato de Sobre héroes y tumbas. En su primera novela,
Coronación, una mujer muy vieja, clarividente en su demencia senil,
mantiene el orden de un mundo aristocrático en decadencia, que se derrumba
por la filtración de una joven y sensual criada proveniente del exterior
social, el otro mundo, el de los pobres. Otro tanto sucede en Este domingo (una
lectura entrañable, por cierto, una de esas novelas que misteriosamente
mejoran con el tiempo), donde el contacto entre clases sociales lleva a la disolución
del antiguo orden de la infancia y la inocencia, el mundo de los abuelos.
Se
trata, sin dudas, de un imaginario pequeñoburgués autocrítico
pero no culposo, que no lleva a una radicalización político-estética
(como en el inicio de Vargas Llosa y en general en la tradición peruana)
sino a una sombría visión implosiva de la decadencia.
Sus
colegas escritores y amigos solían atribuirle a Donoso un temperamento
fantasioso y enfermizo, como si en verdad su persona y su familia formaran parte
del imaginario de sus libros, como si el escritor formara parte de su universo
y no al revés. Así, es común encontrar dos elementos reiterados
en la apreciación de otros escritores sobre Donoso. Por ejemplo, Vargas
Llosa y Cabrera Infante remarcaron la célebre hipocondría de Donoso
y enfatizaron la predilección por su novela breve El lugar sin límites
(aun reconociendo la importancia de El obsceno pájaro de la noche).
Pareciera que hay algo no explicitado aunque sugerido. La hipocondría vendría
a señalar algún aspecto irremediable en la forma de ser y de escribir
de Donoso. Era el más refinado, el más literario de los escritores,
poseía una sensibilidad frágil, se quedaba afuera de la masculina
aspereza del boom. Y si a eso se le suma esa novelita que le salió tan
bien sobre un pobre tipo que se traviste... Era un elegante que se había
ganado el derecho a la excentricidad. Y el excéntrico no ocupa el centro.
Hay
otra versión que no aparece tanto en los espejos que le devolvían
los otros escritores (ese par “amigos/ rivales” típico de los ’60 y los
’70, cuando la literatura podía generar tanto compañeros de ruta
como enemigos acérrimos), sino en su propio espejo. En sus palabras: “En
todas mis novelas hay un planteo inicial semejante: un lugar cerrado, rodeado
de un lugar abierto y una pugna entre ambos lugares. El lugar cerrado está
generalmente representado por la casa. Esta puede ser una casa de familia, un
convento, un burdel, un palacio... y es siempre el lugar de las jerarquías,
el orden, del rito, de lo conocido y de lo pseudomanejable. La acción de
todas mis novelas es la ruptura de las barreras que definen ese lugar cerrado”.
Pero
hay un habitante más complejo de esos interiores cerrados. Hay algo más
profundo y más íntimo en los recovecos. Se lo podría condensar
en una figura que aparece con fuerza en esa novela que iba a ser “clara y sencilla”
y terminó convirtiéndose en tortuosa alegoría, en deformidad
pura: el monstruo.
“La gente a veces se pregunta por qué mis novelas
con tanta frecuencia están llenas de estas rémoras humanas: Coronación,
El obsceno pájaro de la noche, Este domingo, en fin... todos
los fantasmas de ese Chile reaccionario, residual, donde había crecido,
que me repelía y me fascinaba a la vez, pero que en todo caso me tenía
preso en sus garras”, escribió Donoso en un texto que buscaba explicar
las “claves” de un libro lleno de enigmas (“Claves de un delirio: los trazos de
la memoria en la gestación de El obsceno pájaro de la noche”,
texto recogido en la edición de Punto de Lectura).
Una de esas claves
es autobiográfica y absolutamente incidental. Refiere que una vez en Santiago,
al cruzar la calle mientras conversaba con un amigo, se detuvo un automóvil
negro, lujosísimo. Son los años ’50, finales de la década,
la modernidad empieza a brillar aun en medio del conservadurismo provinciano.
Donoso, seguramente tentado por el auto fantástico, atisbó en su
interior, y lo que vislumbra es algo fuera de lo común, absolutamente fuera
de lo común. “Un muchacho de edad indefinida aunque ya pasada la adolescencia,
magníficamente vestido –camisa de seda, traje de franela listado–, pero
totalmente deforme. Era un enano, un gnomo, una criatura de feria: la cara cosida,
los ojos asimétricos, la nariz estropeada, el labio leporino. El cuerpo
era igualmente deforme, con las piernas cortas y nudosas, torcidas... en fin,
esos segundos (pura visión, una visión de total intensidad) fueron
una visión de fiebre, una alucinación”.
Verdad, mentira literaria
o afiebrada alucinación, parece ser más importante el gesto de asomarse
a la visión que la visión misma. Ese es el gesto que puede fundar
una narrativa, la voluntad de mirar, ver, asomarse al interior, o al otro lado.
Y así, a lo largo de un libro de páginas brillantes, alucinadas
(a la altura de las grandes creaciones del boom y más también),
libro que termina retorcido sobre sí mismo, vuelto un monstruo él
mismo, porque da la impresión de que Donoso quiso lograr ese efecto de
deformidad deformando el texto, el escritor que protagoniza la novela, nacido
Humberto Peñaloza, luego convertido en El Mudito, se vuelve un experto
en deformes, un perito en monstruos, como se dice en la novela.
En el devenir
de la novela, los monstruos se salen de cauce porque ése es su destino,
ir más allá de los parámetros de la belleza y de la fealdad
(“una cosa es la fealdad. Pero una cosa muy distinta, con un alcance semejante
pero invertido al de la belleza, es la monstruosidad”). Lo monstruoso tiende a
salir como en un exorcismo; así los libros vendrían a ser lo que
queda después del estado de trance, el atisbo, el recuerdo de la monstruosidad
que nos habitó alguna vez, esas “rémoras humanas”.
En parte
deudoras de una visión esotérica y romántica sobre los monstruos
interiores que atormentan al artista y lo habitan como los fantasmas habitan a
las casas señoriales en ruinas, las obras de Donoso parecen encontrarse
más cómodas cerca de los bellos y deformes de Mujica Lainez, las
divas y divos de Puig, el cine de Ripstein y en parte Almodóvar, que de
los textos canónicos del boom latinoamericano.
Donoso escribió
sobre la decadencia de la riqueza y la riqueza de la decadencia, la capacidad
depredadora de la pobreza, los chispazos producidos en el cruce de ricos y pobres,
amos y sirvientes, espejos enfrentados y multiplicadores, deformantes, fantasmas
de aire y fantasmas de carne y hueso. A diez años de la muerte de su autor,
una novela como El obsceno pájaro de la noche conserva intacta su
potencia estética, su fuego interior quemante, mientras que Coronación
y Este domingo van estilizando una base naturalista, ascendiendo a un reposado
clasicismo. En fin, quizá dos vertientes legítimas de una obra donde
el refinamiento y la excentricidad fueron la divisa.
DONOSO
POR VARGAS LLOSA
“Henry
James es una mierda”
Por
Mario Vargas Llosa
Era el más literario de todos
los escritores que he conocido, no sólo porque había leído
mucho y sabía todo lo que es posible saber sobre vidas, muertes y chismografías
de la feria literaria, sino porque había modelado su vida como se modelan
las ficciones, con la elegancia, los gestos, los desplantes, las extravagancias,
el humor y la arbitrariedad de que suelen hacer gala sobre todo los personajes
de la novela inglesa, la que prefería entre todas.
Nos conocimos
en 1968, cuando él vivía en las alturas mallorquinas de Pollensa,
en una quinta italiana desde la que contemplaba las estrictas rutinas de dos monjes
cartujos, sus vecinos, y nuestro primer encuentro estuvo precedido de una teatralidad
que nunca olvidaré. Llegué a Mallorca con mi mujer, mi madre y mis
dos hijos pequeñitos y Donoso nos invitó a almorzar a todos, a través
de María del Pilar, su maravillosa esposa, la jardinera de sus neurosis.
Acepté, encantado.
Un día después volvió a llamar María del Pilar para
explicar que, considerándolo mejor, Pepe pensaba que era preferible excluir
a mi madre de la invitación porque su presencia podía perturbar
nuestro primer contacto. Acepté, intrigado. La víspera del día
fasto, nueva llamada de María del Pilar: Pepe había pedido el espejito
y el almuerzo debería tal vez cancelarse. ¿Qué espejito era
ése? El que Pepe pedía aquellas tardes en que sentía a las
Parcas rondándolo, el que escrutaba con obstinación en espera de
su último aliento. Repuse a María del Pilar que, almuerzo o no almuerzo,
espejito o no espejito, yo iría a Pollensa de todas maneras a conocer en
persona a ese loco furioso.
Fui y sedujo a toda la familia con su brillantez,
sus anécdotas y, sobre todo, con sus obsesiones, que él exhibía
ante el mundo con el orgullo y la munificencia con que otros exhiben sus colecciones
de cuadros o estampillas. En aquellas vacaciones nos hicimos muy amigos y nunca
dejamos de serlo, a pesar de que jamás, creo, estuvimos de acuerdo en nuestros
gustos y disgustos literarios, y de que yo conseguí, varias veces, en los
años siguientes, sacarlo de sus casillas asegurándole que él
elogiaba Clarissa, Middlemarch y otros bodrios parecidos sólo porque se
los habían hecho leer a la fuerza sus profesores de Princeton. Palidecía
y se le inyectaban los ojos, pero no me apretaba el pescuezo porque esas intemperancias
son inadmisibles en las buenas novelas.
Estaba escribiendo en esa época
su novela más ambiciosa, El obsceno pájaro de la noche y,
secundado hasta extremos heroicos por María del Pilar, revivía y
padecía en carne propia las manías, traumas, delirios y barrocas
excentricidades de sus personajes. Una noche, en casa de Bob Flakoll y Claribel
Alegría, nos tuvo hipnotizados a una docena de comensales, escuchándolo
referir, no, más bien interpretar, cantar, mimar como un profeta bíblico
o brujo en trance, historias ciertas o supuestas de su familia (...)
Todo
en José Donoso fue siempre literatura, pero de la mejor calidad, y sin
que ello quiera decir mera pose, superficial o frívola representación.
Componía sus personajes con el esmero y la delicadeza con que el artista
más depurado pinta o esculpe y luego se transustanciaba en ellos, desaparecía
en ellos, recreándolos en sus menores detalles y asumiéndolos hasta
las últimas consecuencias. Por eso, no es de extrañar que el personaje
más hechicero que inventó fuera aquel conmovedor viejo travestido
de El lugar sin límites que, en el mundillo de camioneros y matones
semianalfabetos en el que vive, se disfraza de manola y baila flamenco aunque
en ello le vaya la vida. Aunque escribió historias de más empeño
y más complejas, este relato es el más acabado de los suyos, en
el que más perfectamente está fingido ese mundo enrevesado, neurótico,
de rica imaginería literaria, reñido a muerte con el naturalismo
y el realismo tradicionales de la literatura latinoamericana, hecho a imagen y
semejanza de las pulsiones y fantasmas más secretos de su creador, que
deja a sus lectores.
Entre los muchos personajes que Pepe Donoso encarnó,
varios de los cuales tuve la suerte de conocer y gozar, me quedo ahora con el
aristócrata, tipo Tomasso de Lampedusa, que fue los años que vivió
en las sierras de Teruel, en el pueblecito de Calaceite, donde reconstruyó
una hermosa casa de piedra y donde las travesuras de mis hijos y de su hija Pilar
le sugirieron la historia de la novela Casa de campo. El pueblo estaba
lleno de enlutadas viejecitas, lo que acabó de encantarlo, pues la vejez
había sido, con las enfermedades, una de sus vocaciones más precoces
–describiendo sus males y síntomas alcanzaba unos niveles de inspiración
rayanos en la genialidad que ni siquiera sus cuentos de viejos y viejas arterioescleróticos
superaban– y tenía un solo médico, hipocondríaco como él
que, cada vez que Pepe iba a darle cuenta de sus enfermedades, lo paraba en seco,
lamentándose: “A mí me duele la cabeza, la espalda, el estómago,
los músculos más que a usted”. Se llevaban de maravilla, por supuesto.
La
primera vez que fui a pasar unos días con él a Calaceite, me informó
que ya se había comprado una tumba en el cementerio del lugar, porque ese
paisaje de rugosa aspereza y montes lunares era el que más convenía
a sus pobres huesos. La segunda, comprobé que tenía en su poder
las llaves de la iglesia y sacristías de toda la región, sobre las
que ejercía una especie de tutoría feudal, pues nadie podía
visitarlas ni entrar a orar en ellas sin su permiso. Y, la tercera, que, además
de pastor supremo o supersacristán de la comarca, oficiaba también
de juez, pues, sentado en la puerta de su casa y embutido en alpargatas y un mameluco
de avispero, dirimía los conflictos locales que los vecinos ponían
a su consideración. Representaba maravillosamente ese papel y hasta su
aspecto físico, la melena gris y las barbas descuidadas, la mirada profunda,
el ademán paternal, la mueca bondadosa, el desvaído vestuario, hacían
de él un patriarca intemporal, un señor de esos de horca y cuchilla
de los tiempos idos.
La época en que lo vi más fue la de Barcelona,
entre 1970 y 1974, cuando, por una conspiración de circunstancias, la bella
ciudad mediterránea se convirtió en la capital de la literatura
latinoamericana o poco menos. El describe una de esas reuniones –en casa de Luis
Goytisolo– en su Historia personal del boom, que jalona aquellos años
exaltantes, en que la literatura nos parecía tan importante y tan capaz
de cambiar la vida de las gentes, y en los que milagrosamente parecía haberse
abolido el abismo que separa a escritores y lectores españoles e hispanoamericanos,
y en los que la amistad nos parecía también irrompible, con una
nostalgia que se trasluce entre las líneas de su prosa empeñada
en guardar una inglesa circunspección. Es una noche que yo recuerdo muy
bien, porque la viví y porque la reviví leyéndola en su libro,
y hasta podría ponerle una apostilla de algo que él suprimió,
aquella anécdota que solía contar cuando estaba embalado y en confianza
–y la contaba de tal modo que era imposible no creérsela– de cuando era
pastor en las soledades magallánicas, y castraba carneros a la manera primitiva,
es decir a mordiscos (“¡Así, así, juás, juás”)
y escupiendo luego las presas a veinte metros de distancia. Alguna vez lo oí
jactarse de haber dado cuenta, él solo y con sus dientes, de la virilidad
de por lo menos un millar de indefensos carneros del remoto Magallanes.
Las
dos últimas veces que lo vi, en 1995 y 1996, en Santiago, supe que, esta
vez, la literatura ya no estaba de por medio, o más bien, que aquello era
literatura realista, documental puro. Había enflaquecido muchísimo
y apenas podía hablar. La primera vez, en la clínica donde acababan
de operarlo, me habló de Marruecos y comprendí que me había
confundido con Juan Goytisolo, de quien había leído no hacía
mucho un libro que le daba vueltas en la memoria. Cuando me despedí de
él la segunda vez, estaba tendido en su cama y casi sin aliento. “Henry
James es una mierda, Pepe.” El me apretó la mano para obligarme a bajar
la cabeza hasta ponerla a la altura de su oído: “Flaubert más”.
Este
fragmento pertenece a Diccionario del amante de América Latina de
Mario Vargas Llosa, que editorial Paidós acaba de publicar en Argentina.