Texto de la conferencia pronunciada en el coloquio
“Donoso, 70 años”, organizado
por el Departamento de Programas Culturales de la División
de Cultura del Ministerio de
Educación y la Facultad de Filosofía y Humanidades de
la Universidad de Chile, 5-7 de
octubre de 1994. La conferencia fue publicada posteriormente en el
libro Donoso, 70 años
(Santiago: Ministerio de Educación, octubre 1997).
Sé por experiencia propia lo que significa estar
sentado, oyendo hablar de lo que hemos escrito, y a veces tener ganas
de decir “no lo había pensado, pero si lo dicen, quizás
tengan razón”.
Otras veces no nos gusta nada lo que estamos escuchando, porque nos
parece que la cosa no va por ahí. Lo que yo voy a leer no es
lo que normalmente se llama un trabajo académico. Es
una especie de diálogo entre escritor y escritor. No sé
si él me contestará, pero me gustaría algún
día saber lo que José Donoso piensa de este escritor
y admirador suyo por años.
He llamado a esto “José Donoso y el inventario del mundo”.
“Me gustaría hablar de música, por ejemplo, pero en
el fondo siento que hacerlo sería una frivolidad”.
Judith dice esta frase a Mañungo en La Desesperanza,
en un momento de su travesía nocturna por Santiago, durante
esa noche fantástica que no quiere acabar, esa noche que parece
ir tomando, una tras otra, cada hora vivida para que no se pierda
en el tiempo irrecuperable que pasó en un solo minuto. Sin
el pensamiento, el gesto, la palabra, Judith no hablará de
música, porque el sentir único del mundo en esos días
es precisamente no tener sentido. Hace once años que Neruda
está muerto, y Matilde Urrutia ha entrado también en
la gran noche, en el silencio de la ausencia definitiva.
Estamos hechos de palabras. Hasta el silencio necesita la palabra
que lo diga. Nacemos e inmediatamente comenzamos a escuchar los sonidos
y a aprender cómo se articula la palabra entre ellos. Rompemos
el silencio del cerebro con las primeras palabras que pronunciamos.
Después las recreamos usándolas, luego, en el papel,
queda la sombra de ellas, nada más que la sombra, y sólo
mucho más tarde descubriremos que las palabras son, en sí
mismas, música. Comprenderemos más tarde aún,
que un libro es como una partitura, y finalmente que el habla es como
una melodía ansiosa e inagotable.
Escribiendo y hablando cumplimos nuestra verdadera aspiración.
Aunque no creamos gozar de ella, y no seamos conscientes, escribir
será siempre llegar a aquella que llamaré la cosa vital,
el instante supremo en que consideramos que podemos creer que hemos
explorado hasta la frontera de lo inefable los recursos de nuestra
propia y personal sonata. Pero siendo las palabras tantas, las músicas
están cruzadas, y lo más fácil es afirmar que
muchas de esas palabras son inútiles, y que muchas de esas
músicas no merecen ser oídas. Y a veces sí, a
veces sí lo son.
Tomemos una novela cualquiera. Podemos decir sin mirar: aquí
hay cien mil palabras. Es imposible que todas sean igual de necesarias,
que el mismo grado de necesidad esté presente en cada una de
ellas, y aparentemente nada es más cierto. Pero, cómo
podemos tener la certeza de que las palabras que consideramos inútiles
o superfluas lo serán siempre.
Aquellas seis palabras que dicen “En un lugar de La Mancha” son las
más famosas desde que el mundo aprendió a leer y escribir.
Sin embargo, ¿serán por eso menos indispensables que
aquellas otras del Caballero de la Triste Figura en la página
524 de la edición mil de El Quijote? ¿Quién
puede decir que esas otras palabras de Cervantes, en apariencia insignificantes,
escritas sin más preocupación que la de satisfacer la
lógica conflictiva de un episodio menor, no serían destinadas
un día a desafiar a un mundo de gente timorata?
Las palabras dicen siempre más de lo que imaginamos, y si no
parecen decirlo en un momento determinado, es sólo porque no
pueden, o simplemente porque no ha llegado su hora.
Aquellas palabras de Judith, es más que seguro que José
Donoso las escribió sin pensar demasiado, salieron al correr
de la pluma y están allí. Creo que fácilmente
ustedes estarían de acuerdo en que sin ellas, La Desesperanza
sería exactamente igual. De hecho, qué importancia tendría
sustraer diecisiete palabras de cien mil, decir noventa y nueve mil
novecientos ochenta y tres. Yo me atrevo a declarar que esas diecisiete
palabras que podríamos considerar superfluas, bien podría
usarlas José Donoso como epígrafe de toda su obra. Porque
uno divisa en ellas una conciencia moral urgida por la verdad.
Tal como en el caso de los individuos, la decadencia de una clase
social, por la propia complejidad ideológica y sicológica
de esta decadencia, sólo desde adentro podrá ser manifestada
eficazmente. Un observador extraño, por muy analítico
y perspicaz que sea, apenas será capaz de describir, se presume
que con alguna exactitud, las señales decadentes exteriores,
aquello que aún resta de los triunfos de antes, y las vivencias
y las miserias de ahora, pero nunca la desazón mental profunda
que va devorando la sustancia vital en un cuerpo enfermo. Y jamás
el miedo que fue generado por la culpa y que implacablemente la irá
multiplicando hasta tornarlo insoportable, hasta empujar al suicidio.
Sólo el aristócrata Giuseppe Tomasi de Lampedusa pudo
haber escrito El Gatopardo; sólo el juez Salvatore Satta,
conocedor de la vida, pasión y muerte de los hombres y las
mujeres podía haber escrito El Día del Juicio.
Fue desde dentro que unos y otros escribieron, cada cual, verdaderos
testamentos de sus respectivas clases de origen. De hecho, sólo
el punto de vista de adentro facilitará al observador la circularidad
completa de la verdad que se exige a la hora de redactar un documento
de las características de una persona o una clase.
No es ninguna novedad decir que los libros de José
Donoso son también, en el ámbito de las circunstancias
subjetivas y objetivas de la historia social y política de
Chile y de sus clases en los últimos cuarenta años,
una mirada por dentro. Por eso mismo, una mirada impiadosa. La mirada
de quien sabe. La mirada de quien en ningún momento se dejará
sustraer por la complacencia con que acostumbran a arreglarse todas
las decadencias, siempre fácilmente romantizables, porque son
tan apasionadamente románticos el temperamento del escritor,
y quizás, del hombre. Creo que es exacto decir que en José
Donoso existe, para nuestro gozo, el realismo de una razón
que se mueve rectamente en dirección de la fría objetividad
y el romanticismo convulsivo de un sentimiento desesperado frente
a la realidad.
El resultado viene a ser la obra trascendente y vertiginosa a la que
hoy rendimos homenaje. Dije antes que la obra de José Donoso
considera y expresa, por la vía del arte y la literatura, la
situación social y política de Chile a lo largo de los
últimos decenios, centrada particularmente en sus clases media
y alta. De manera alguna es restrictivo decirlo de este modo: una
obra definida según los patrones fundamentados del realismo
crítico, que por otra parte encuentra plena realización
en la novela Este Domingo. Esta obra, me refiero a un supuesto
conjunto así definido, no necesitaría
nada más para ser importante, pero le faltaría aquella
dimensión doble de vértigo y trascendencia mutuamente
potenciales a que me refiero. Vértigo y trascendencia serán,
pues, los factores valorativos superiores que dieron a la compleja
obra de José Donoso su carácter sin igual.
Sin embargo, el vértigo en este caso no viene de laboriosos
experimentos en el plan del lenguaje y a los que Donoso efectivamente
no recurre, porque hay que señalar que lo que resulta absolutamente
revolucionario es su trabajo sobre la estructura, sobre la trama interna.
Tampoco la trascendencia debe ser percibida aquí como una presencia
metafísica o insinuada de cualquier tipo. En las novelas de
Donoso no existe Dios, o existe, cuando menos se nombra o invoca.
El vértigo y la trascendencia de la que hablo son sólo
humanos, terriblemente humanos. El vértigo del hombre donosiano
es el vértigo causado por la descarnada observación
de sí mismo, mientras que la trascendencia es la mirada producida
por la conciencia obsesiva de su propia existencia.
No habrá de sorprender, por lo tanto, que en Donoso predomine
una atmósfera narrativa distorsionada, de origen evidentemente
expresionista, más acentuada que las tonalidades realistas
que su obra igualmente reconoce. La extraordinaria novela El Obsceno
Pájaro de la Noche tiene como pariente ontológico
próximo El Gabinete del Doctor Caligari. No importa
el cruzamiento narrado de una obra en la otra, lo exhibido es un mismo
y obsceno precipicio que fascina al lector y al solo espectador como
si estuviera a punto de caer en el interior infinito de un catalejo
puesto al revés.
Los pasillos tortuosos, las partes viscosas, las puertas falsas, las
ventanas abiertas a la oscuridad, las escaleras suspendidas, los sonámbulos
dormitorios de la Casa de Ejercicios Espirituales no fueron puestos
ahí como un modelo a escala reducida del sistema planetario
humano. Son su misma y propia suma, sucesivamente. Como en una novela
de Donoso, el mundo contiene a Chile, Chile contiene a Santiago, Santiago
contiene la casa que contiene al Mudito, y dentro del Mudito no hay
ninguna diferencia entre el autor y la nada.
Cuando al principio de esta tentativa probablemente forzada para él
y seguramente frustrada para mí, de recitar las palabras de
Judith, me referí a aquella noche que parecía ir tomando
una tras otra, cada noche vivida, afloraba ahí lo que se me
figura son las principales características del
proceso narrativo donosiano. En primer lugar, lo que llamaría
la igualación o fusión del pasado, del presente y el
futuro en una sola unidad temporal, pero una unidad que es inestable,
deslizante.
En segundo lugar, como consecuencia lógica extrema, la suspensión,
la paralización del propio tiempo; lo que sucede desde la llegada
crepuscular de Mañungo, hasta el momento en que vemos a Judith
abrazada a la tierra muerta. Esto no puede pasar en una sola noche,
dirá el lector, y juzgando por las apariencias, el lector tiene
razón. No obstante, tendremos que decir que la noche de La
Desesperanza no es una noche y sí un tiempo otro en que
las horas, los minutos y los segundos se expanden y contraen en una
misma palpitación, de manera quizás intuitiva. O por
el contrario, soberanamente inteligente.
Resolver la contradicción que parece existir entre la apreciación
de un contenido que en cada momento se reconoce mayor que su propio
continente, implica una ambición que deja en las sombras la
hazaña de Josué, que hizo parar el sol para poder vencer
una batalla. José Donoso para el tiempo para hacer el inventario
del mundo.
Éste habría sido el objetivo si una vocación
de semidiós no lo hubiera orientado hacia expresiones directas
de la fuerza bruta. Por otro lado, no faltan motivos para creer que
el mundo clásico griego estaría mucho menos poblado
de brutos de lo que está el resto. Ustedes se preguntarán
por qué esta referencia que tiene que ver más con la
mitología que con la literatura.
Precisamente porque el alma de la humanidad, donde quiera que se haya
dispersado, habita un mundo no sólo de nobles e infames ruinas,
sino de restos de construcciones mentales, resultado del paso de las
generaciones, y no sólo de aquello que llamamos basura y desperdicio,
sino también de los escombros y los restos de las doctrinas,
de las religiones y las filosofías, de las éticas que
el tiempo gastó y tornó vanas, de los sistemas desmantelados
por otros sistemas, y que los nuevos sistemas han desmantelado. De
los cuentos, de las fábulas, de las leyendas; de los amores
y los odios, de las costumbres obsoletas, de las convicciones súbitamente
negadas, de las pasiones que han muerto y luego renacen, en fin, los
restos de Dios y los restos del diablo, y también del cuerpo,
no nos olvidemos del cuerpo, que es el lugar de todo placer y de todo
sufrimiento.
Principio y fin, reunidos y conviviendo el uno con el otro en circuitos
de sangre y kilo y medio de cerebro.
El inventario de casa de Donoso es pues el inventario del mundo. Tenemos
dificultades de acceder a todos aquellos actos y palabras que suceden
en las pocas horas que se cuentan entre un crepúsculo y una
alborada. También diríamos que en la casa de los Cien
Pájaros de la Noche (por muy desmesurada que sea esa arquitectura
demencial como la del Gabinete del doctor Caligari), sería
imposible una acumulación tal de seres que se cubren entre
vida y muerte, de una variedad e inutilidad infinita. Animales gordos,
chatos, blandos, cuadrados, sin formas; docenas y cientos de paquetes,
cajas de cartón atadas, escondidas; ovillos de cordel o de
lana, zapato impar, botellas, pantalla abollada, gorra de bañista
de color frambuesa, toda aterciopelada como con flores que crecen
bajo el polvo blancuzco, blando, frágil, suave, que un movimiento
mínimo como parpadear o respirar podría difundir por
el cuarto, ahogándonos y fregándonos, y entonces los
animales que reposan bajo las formas momentáneamente mansas
de ataditos de trapo, fajos de revistas viejas, baúles y quitasol;
capas, tapas y más cajas, se moverían para atacarnos.
Sin embargo, esta acumulación no es posible sino desde la mirada
implacablemente lógica de José Donoso. Debajo de las
cajas y las viejas, en los mil desvanes de la Casa, en los áticos
y en los sótanos, en los armarios, debajo de las montañas
de trapos, y en todo lo que se oculte, hay un mundo que estaba sin
inventariar y explicar, un mundo de seres podridos y de restos, y
había que colocar todos los nombres, los atributos, narrar
todas las existencias hasta el más allá del agotamiento,
y como para eso no bastaría una y muchas vidas, porque cada
una de ellas añadiría a su vez restos, sus restos, no
tuvo José Donoso otro remedio que parar el tiempo, subvertir
la duración, o parar simultáneamente Santiago y la Casa,
con los justos horarios de todo el circuito del mundo, para finalmente
llegar a decir que aquel lector no tenía razón, que
de lo más a lo menos, todo el universo está presente,
en el segundo en que pronunciamos la palabra.
Y ahora ha llegado el momento del vértigo absoluto,
cuando lo que está encima es igual a lo que está abajo,
cuando no hay más Norte, ni Sur, ni Este, ni Oeste; cuando
los ojos miran por encima del parapeto y no contemplo más que
la ausencia de mí mismo... La Última Vieja, la que no
tendrá nombre, porque siempre ha tenido otro —la muerte— se
puso al hombro el saco hecho de mil sacos, la arpillera recosida de
mil arpilleras donde el Mudito fue encerrado con todos los restos
de la casa, con todos los restos del mundo, y atravesó la ciudad
en dirección al río. Junto al río, que es la
imagen misma del tiempo que finalmente comienza a moverse, ella está
sentada al lado de una hoguera que desfallece en una sola débil
llama.
Papeles, desperdicios, su fuego reavivado durará poco. Entonces
la vieja, que quizás sea la muerte, se pondrá de pie,
agarrará el saco y abriendo círculos en el fuego, en
las llamas, quemará cartones, medias, trapos, mugre, qué
importa lo que sea, con tal de que la llama se avive un poco, para
no sentir frío, qué importa el olor a chamusquina, a
trapos quemándose, a papeles. El viento dispersa el humo y
los olores, la vieja se acurruca sobre las piedras para dormir, el
fuego arde un rato junto a la figura abandonada como otro paquete
más de harapos, y luego comienza a apagarse el rescoldo atenuante
y se agota cubriéndose de cenizas muy livianas que el viento
dispersa. En unos cuantos minutos no queda nada debajo del puente,
sólo la mancha negra que el fuego dejó en las piedras,
y un saco. El viento lo vuelca, rueda por las piedras y cae al río.
Cosido y atado por todos lados, el saco en que el Mudito fue encerrado
es la metáfora del cierre del propio mundo. Cuando el tiempo
se pone en movimiento y el saco es abierto y lo que en él se
encuentra es lanzado afuera, es decir todo, aprendemos resignados
que la vida no es sino una promesa de cenizas.
José Donoso no ha hecho más que parar el tiempo, ¿para
qué? Sólo puedo ofrecerles una respuesta: que Donoso
lo ha hecho simplemente para que pensáramos despacio, muy despacio,
si somos en verdad humanos. ¿Lo hemos pensado? ¿O es
que seguimos encerrados en el saco de nuestra propia absurdidad, esperando
la hoguera y las cenizas como quien renunció ya a la vida?
Si el escritor es, como creo, quien nos persigue con preguntas, entonces
José Donoso es de los más grandes. Por eso, y por ser
quien es, le doy las gracias.