Cuando leía El Obsceno pájaro de la noche en el año 70, coincidía
con los momentos en los que yo mantenía una relación casi sagrada
con los textos literarios. Después de terminar la lectura del libro,
sentí que me había enfrentado a una obra chilena de un espesor insospechado.
Cuerpos y mitos, pasiones, omisiones, simulaciones, circulaban
sin principio ni fin a lo largo de las páginas, exigiendo al lector
traspasar los umbrales de la razón para sumergirse en el horizonte
de los espacios de la sinrazón plural que porta el ser humano.
La impresionante novela, que indagaba en la identidad chilena, resultaba
ser un campo especular en el cual varias identidades coexistían, se
anulaban, se modificaban, haciendo pedazos la posibilidad de una única
certeza, de una sola verdad, abriendo, en cambio, el espacio para
los entrecruzamientos de energías diversas que se desplegaban incesantemente.
La novela estaba lejos de plantear una identidad unívoca. Sus personajes
mutaban, se sabían recorridos por pasiones y remecidos por la vocación
al poder. No hablo de poder en un sentido tradicional, sino más bien
de pulsiones, de ansias por posesiones absolutas: tener al otro, alimentarse
de la vitalidad del otro hasta el paroxismo. El libro planteaba junto
a los órdenes, desórdenes; detrás de los afectos, rencores; en medio
de la belleza, monstruosidades.
Novela especialmente "síquica" y por ello alucinantemente social,
El obsceno pájaro de la noche se me presentó como una obra
abierta que ponía en jaque las convenciones, al mostrar que los espacios
culturales se sostenían desde sus movimientos permanentes. Antagonismos
de clase, deseos, dependencias, servidumbres, intercambios, permitían
ver los poderes que portaban los cuerpos y cómo hablaban en esos cuerpos
sus culturas, sus saberes y sus deseos. A diferencia de un grupo de
novelas de su tiempo, este libro no se planteaba la tarea de gestación
de macroespacio fundacional latinoamericano, sino, más bien, su tarea
era inversa: desconstruir las estructuras sociales, develar secretos,
unir mito y reflexión, estetizar las pasiones.
Con la lectura de El lugar sin límites, observé el modo en
el que se volvía a recorrer, desde una óptica diversa, la preocupación
por la desidentidad del sujeto. Otra vez volvía a aparecer la problemática
de las convenciones, de la clase, de las pasiones. El texto abordaba
espacios políticos cruzados por complejas políticas del cuerpo. Los
centros y los márgenes se acercaban hasta producir el agobio.
Cuestionando la identidad sexual como unívoca, esencial e inmutable,
la obra daba cuenta de la transgresión oculta en la matriz de la propia
convención. Homosexualismo y machismo parecían dos polos que de manera
inevitable convergían hacia un mismo centro. Nuevamente la inestabilidad
de los nombres, de los roles y de las certezas se hacían material
estético y se convertía en obra literaria. Una obra literaria estructurada
en la diversidad, es decir, abocada a señalar la indiscutible existencia
de espacios subjetivos y la imposibilidad de establecer una única
omnipotente verdad. Matices, vuelcos y máscaras habitaban la realidad
de la novela, poblándola de complejidad. El espacio provinciano rompía
su aparente pasividad y mostraba un universo convulsionado por la
crisis que ocasionaban los deseos.
A partir de la lectura de esos libros es que pude entender el "universo
donosiano", porque se trataba de una obra que abría, desde lo literario,
problemas teóricos, sociales y filosóficos de gran envergadura y que,
con el paso de los años, iban a adquirir una renovada vigencia, especialmente
luego de la caída del pensamiento binario que dividía al mundo en
sólo dos vertientes.
Con la caída del pensamiento utópico y la instalación de los microrrelatos,
la obra de José Donoso ha cobrado, en los últimos años, un interés
especial por la vocación de sus libros a trabajar en espacios intersticiales
y señalar que el poder circula por los cuerpos y que, más allá de
las asimetrías sociales, ningún sujeto está fuera de la esfera del
poder, metodología teórica que ha sido abordada brillantemente por
el filósofo francés Michel Foucalt.
Tuve el privilegio de conocer personalmente a José Donoso el año 1984.
En ese tiempo sentía -debo reconocerlo- un cierto temor de acercarme
a escritores considerados "famosos". Pese al respeto por sus obras,
más de una vez me había enfrentado a escritores de un egocentrismo
desenfrenado ante los cuales toda reverencia parecía insuficiente.
Además, mi sacralización literaria se conectaba más bien con los libros,
no con los autores. Sin embargo, rápidamente el miedo se desvaneció,
pues José Donoso se me presentó, desde el primer momento, como una
persona a la que sí le interesaba el otro y, más allá de su preponderante
lugar literario, su obsesión mayor eran los libros y la literatura.
Recuerdo que en el primer encuentro hablamos de libros y más libros.
A partir del año 85 ya se estableció entre nosotros una amistad que
se afianzaba en la medida en que íbamos hablando de más y más libros.
La última vez que lo vi, aunque su salud era ya muy precaria, el tema
entrecortado por sus dificultades físicas fueron los libros.
Otro aspecto que siempre me impresionó de José Donoso fue su capacidad
de diálogo con otros literatos , especialmente con autores más jóvenes
que él. Mediante esa virtud que poseía, logró establecer relaciones
de amistad con un grupo importante y diverso de scritores chilenos.
Muchos de ellos fueron participantes de sus talleres literarios, esos
ya legendarios talleres que dirigía por su "amor al arte". Sin embargo,
cómo podía ser de otra manera, si ya he dicho que José Donoso estructuraba
su ser en y desde lo literario.
Pero, claro, me parece increíble estar ahora mismo escribiendo del
escritor, del amigo ausente. Su muerte reciente aún me parece una
ficción, la noticia abrumadora de una escena trágica. Es cierto que
ha muerto. Pero los tiempos de la memoria y de los afectos no son
lineales. No se muere alguien de la mañana a la noche; se acaba su
vida en la Tierra cuando se interrumpen los ritos, cuando la persona
no está en los lugares acostumbrados. José Donoso, el escritor, el
amigo, se habrá empezado a morir cuando vea a su esposa, María Pilar,
sin su marido cerca; cuando, impulsada por la urgencia de comentar
una lectura apasionante, me falte su necesaria interlocución; cuando
no esté presente su capacidad de esgrimir una fina ironía mediante
la cual demostraba sus desacuerdos.
Será ésta una despedida a medias, porque la maquinaria alucinante
de la memoria mantiene la vigencia de las imágenes, de las sensaciones,
de los distintos, incontables fragmentos personales. Será el mío un
inacabado ritual de despedida que se va a diluir entre el vasto campo
de lo que permanece. Ya sabemos que les corresponde a sus libros mantener
vivo el diálogo social y cultural que, con su muerte, sólo en una
de sus partes se ha fracturado. Esos numerosos volúmenes que contienen
parte importante de lo que somos y desde los cuales seguiremos siendo
leídos.
Por ahora prefiero pensar en que José Donoso, el escritor, el amigo,
solamente está descansando luego de concluir un arduo, prodigioso
trabajo literario.