Chile, una tradición poética inagotable
Por
Eduardo San José
La Nueva España - 31 de mayo de 2006
Del país que siempre se dijo de poetas e historiadores, de
Chile, la patria larga y estrecha que para Neruda tenía forma
de verso, casi termina por quedar sólo la imposición
de escribir la historia como si fuera poesía: en los márgenes
de la adivinación, de lo sobreentendido y entrevisto. Los lectores
de poesía saben, sin embargo, que la violencia institucional
de hace unos años no lo consiguió, y que, al contrario,
los escritores chilenos han seguido aportando a la lengua castellana
una de las tradiciones poéticas más inquietas y brillantes.
Julio Espinosa Guerra edita esta necesaria antología,
a la que el lector puede acudir con la seguridad del tiempo aprovechado
y de más de un descubrimiento al que seguir la pista. Verá
que aquella mítica confluencia que dio lugar a la galaxia de
nombres y rivalidades conocida como la «guerrilla literaria»
(Pablo Neruda, Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, entre otros «volcanes
poéticos», como también se les conoció)
encuentra muy dignos sucesores en la segunda mitad del siglo XX.
Curiosamente, hay que explicar los notables méritos del antólogo
a través de algunos de los que él mismo parece desconocer.
Antes, hay que aclarar un aspecto confuso, como el título:
no sabemos si éste se debe a imposiciones editoriales, pero
La poesía del siglo XX en Chile no indica el contenido.
En realidad, se trata de una selección de las poéticas
chilenas nacidas desde la década de los años sesenta,
lo que quizá deja mayor margen a la propuesta crítica
y a la sorpresa. Esto explica, además, que no figuren poetas
chilenos del siglo XX cuya ausencia sería extraña: qué
decir de Pablo Neruda o Gabriela Mistral. La estructura de la antología
abre con «cuatro antecedentes», como los llama Espinosa,
a partir de los cuales se habría desarrollado la poética
chilena de la segunda mitad del siglo, en la que el editor destaca
dieciséis nombres. Los cuatro puntales son, entonces, Nicanor
Parra (1914), Gonzalo Rojas (1917), Enrique Lihn (1929-1988) y Jorge
Teillier (1935-1996), de los que elige algunos de sus poemas más
conocidos.
Neruda, me gusta
cuando callas
Ahora bien: cómo explicar la ausencia de Neruda
entre estos antecedentes. Espinosa aclara al principio de su estudio
preliminar que la inclusión del poeta sería «superflua»
(pág. 16), por obvia. El lógico rictus de extrañeza
ante semejante criterio se desvanece cuando el propio Espinosa aclara
después, en los capítulos más interesantes de
su estudio, que la omisión de Neruda en la antología
se debe a que éste no ha aportado nada a las poéticas
ulteriores. Es decir, lo que cualquier lector de poesía hispanoamericana
o española sospechaba, que de Neruda no queda casi nada: en
la poesía, se entiende. Fuera sí, los aniversarios,
una leyenda de macho rampante y algunos poemas para forrar carpetas.
Pero bravo por la valentía de la propuesta de Espinosa.
Ganó, al fin, Huidobro, y ganó el peruano
César Vallejo, en su otra liga continental. Y quien quiera
alegar al mejor Neruda de «Residencia en la tierra»
encontrará la respuesta obligada: eso ya estaba hecho, se trataba
de una voz robada, mimética, cuya fuente genuina es labor del
buen antólogo rastrear. De Mistral, ni habla. Prevalecería,
en definitiva, la división de las aguas que se esforzara en
marcar en su día Nicanor Parra: «Durante medio siglo/
la poesía fue/ el paraíso del tonto solemne/ hasta que
vine yo» (pág. 56).
Y, una vez encontrados los cuatro veneros de la tradición
poética más importante de toda Hispanoamérica,
queda ver discurrir las obras de los nombres espigados a continuación.
Debe destacarse que fuente y corriente a menudo llegan a fluir parejas,
y que los maestros que aún sobreviven, caso de Parra o de Gonzalo
Rojas, no dejan de mostrar el mismo impetuoso caudal de los sucesores.
El confesionalismo como nueva forma de compromiso, los códigos
urbanos, la mezcla de un figurativismo engañoso con la poética
del silencio y el neovanguardismo resumen las nuevas formas y categorías
en las que asoman las dos tendencias dominantes surgidas a partir
de la obra de Jorge Teillier y Enrique Lihn.
La actitud hacia el hecho poético es, con todo, el punto común
más reconocible en los nuevos autores, en quienes se aprecia
la misma desmitificación del vate ungido con el agua bendita
de la poesía, como se podría leer en un poema de Gonzalo
Millán (1947): «Llegar a escribir/ algún día/
con la simple/ sencillez del gato/ que limpia su pelaje/ con un poco
de saliva» (pág. 286). Se impone entonces un realismo
esquivo y fragmentario, en el que se manifiesta la importancia de
las voces mutiladas y del exilio, como en Raúl Zurita (1950),
Omar Lara (1941) o Verónica Zondek (1953); los «Poemas
feroces que no dicen nada» y las «Letras y letrinas»
de una venganza chilena contra la historia y contra la misma poesía,
en la obra de Elvira Hernández (1951); la carnavalización
y los mitos pop de Diego Maquieira (1951) o Alexis Figueroa (1956);
la oralidad recobrada del pueblo mapuche, en la obra de Elicura Chihuailaf
(1955), o la vigencia de la antipoesía y del coloquialismo
en dos autores de la importancia de Óscar Hahn (1938) o Waldo
Rojas (1944). Todos, fuentes, caudales y gotas de una tradición
inagotable, pues, como escribe Cecilia Vicuña (1948), «la
sed/ es/ la vida/ misma/ del/ manantial» (pág. 311).