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Con Cantaliso y Pepe por las poblaciones de los sesenta


Por Jorge Etcheverry

 

Las décadas se acumulan, cambia la apariencia de las ciudades y muchos, como pájaros con maletas nos vinimos o nos vinieron a estas latitudes. Otros latinoamericanos han llegado y siguen llegando en circunstancias parecidas.

Pero lo que nos trajo perdura. El interés de escritores, poetas, folcloristas, pintores, etc., por las circunstancias concretas de la vida de la gente sigue siendo inalterable. Es que si algo hermana a los buenos y malos artistas es la empatía. La pura comprensión no siempre nos lleva a preocuparnos de la manera cómo se las están arreglando nuestros semejantes.

Pero una cierta identificación con el otro, el prójimo, es lo que hace que los poetas se lo hayan pasado en las barricadas de los rebeldes y los pobres casi desde que el mundo es mundo. En ellos la empatía se suma al entendimiento. Como el quehacer artístico es ante todo una práctica, cuyo producto es la obra de arte, no es extraño que esta solidaridad con el prójimo se convierta en el artista en labor social, política, incluso revolucionaria o rebelde. Casi siempre que uno se encuentra con un prosista o poeta que manifiesta despreocupación frente a las circunstancias en que viven sus semejantes, va a resultar que es un escritor dominical, o alguien que ejercita la escritura por razones espúreas, para suplir una carencia, o porque tiene una hachita que afilar o sangre en el ojo. Lo que por otro lado puede ser lo que de origen a veces a una gran obra de arte, no hay que ser absolutista.

Lo que pasa es que dentro de una semana tengo que leer poemas de Guillén en un evento local, esta vez el Son Número 6 y no el José Ramón Cantaliso “José Ramón Cantaliso,/canta liso, canta liso/José Ramón” , que a veces leíamos a varias voces entonces jóvenes, recién encaramados en la pisadera de los 20, en las poblaciones del Gran Santiago con José Ángel Cuevas (Pepe Jara); Daniel Vilches, Dagoberto Espinosa, los hermanos Valenzuela, Lucho y Tommy, Cayo Evans (que en paz descanse), Jaime Alselmo Silva, que alguna vez se asomó por un tiempo a este enorme y lejano país, Enrique Castillo (Cabecita), Bernardo Araya, Pablo Guíñez, Pablo Humeres y seguramente se nos olvidan algunos. Se trataba del Grupo América que a partir de 1967 y por un par de años a lo sumo llevó no tan sólo la poesía, la nuestra naciente y la de otros, sino también la música a diversas barriadas pobres o miserables de la periferia de Santiago del Nuevo Extremo, que todavía existen y que me dicen que hasta se han multiplicado, pese a la ligera manito de gato de la globalización y de la abundancia de antenas de televisión. Pero si bien en el fondo lo que hacíamos era arte comprometido, no se trataba de escribir de acuerdo a fórmulas ni de panfletos, sino de compartir incluso nuestros poemas más abstrusos con los pobladores y a su vez escuchar sus manifestaciones culturales literarias y musicales. Desde ese entonces personalmente me quedó claro que hay que abandonar todo paternalismo, que no hay sectores privilegiados, que si bien no todo el arte está al alcance de todo el mundo, esa línea divisoria no coincide con la proveniencia de clase.

En esas actividades contábamos ocasionalmente con grupos e intérpretes musicales que en unos pocos años iban a ser famosos, como Quilapayún (no estoy seguro si se llamaban así por ese entonces) y Pato Castillo. Luego de unos años, y bajo el gobierno popular de Allende y durante la campaña presidencial que lo llevó al poder, ese tipo de actividad hacia los sectores así llamados marginales iba a alcanzar dimensiones nacionales.

José Ángel Cuevas dice sobre el Grupo América en un libro de la crítica Soledad Bianchi sobre la poesía de los sesenta en Chile, que: “había unas ganas muy grandes de meterse con las poblaciones, con la sociedad, en la lucha”...luego refiere que “...hacíamos recitales en las poblaciones, recitales grandes. Juntábamos hasta cuatrocientas personas, doscientas, trescientas. También llevábamos gente que explicara problemas del momento, y ahí mismo fueron naciendo poetas, guitarristas, en las mismas poblaciones”.

Junto a esto estaba también el elemento bohemio, quizás de una bohemia pobre, vagabunda, pero con los ojos muy en alto. Según Jaime Anselmo Silva, en el mismo libro de entrevistas de la Bianchi, “Era algo bastante vital, hacíamos mucha vida nocturna y éramos personas que no llevábamos un desempeño estudiantil muy próspero, no éramos los mejores alumnos sino que, en ese tiempo, nos dedicábamos a conocer de la vida”. En los Cuadernos del Grupo América, modesta publicación que tuvo una vida efímera, el grupo se presenta: “Más que el académico, en nuestros cinco meses de vida, escogimos el camino de la acción, que fue semilla en el fértil terreno de las poblaciones obreras”. Yo tengo por ahí un ejemplar, que llevaba por subtítulo, ‘revista bimensual’, debiéramos haber dicho bimestral, para ahorrarnos las pullas de los que decían ‘revista bimenstrual’. Los tiempos han cambiado, pero no tanto, aunque “nosotros los de entonces/ya no somos los mismos”, como decía el vate. Pero en una de estas, y muy adentro, a lo mejor seguimos en la parada. El estado de cosas sigue siendo más o menos el mismo. Nos sentamos en estos cafés más nuevos, con más metal y cristal, enfrentando edificios altísimos y de apariencia sólida y a la vez etérea que brotan de la noche a la mañana, a la espera de esos otros jóvenes que a veces creemos ver entreverados en la multitud, esperando poderles pasar una antorcha que ya casi nos está quemando los dedos.

 

 
 

 

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