Arte, 
              palabra y gesto de Eielson
            
              Por José Miguel Oviedo
               Filadelfia, 
              junio-julio 2005
               En LetrasLibres, 
              marzo de 2006
              
          
          La obra poética y artística 
            de Jorge Eduardo Eielson (Lima, 1924), coherente y dinámica 
            al tiempo, se expande y extiende en múltiples direcciones. 
            José Miguel Oviedo, reconocido crítico e historiador 
            de la literatura en lengua española, visita el espacio poético 
            
            y la escritura plástica de este creador singular, aún 
            por descubrir en España.
          
          
          El caso que presenta Jorge Eduardo Eielson (Lima, 
            1924) es muy singular y paradójico. Entre los poetas vivos 
            de Hispanoamérica, puede considerársele como uno de 
            los más activos y prolíficos, pero su obra ha tenido 
            una difusión tan reducida que apenas si supera un nivel marginal, 
            por lo menos hasta años recientes. Además, aunque el 
            autor ha vivido más de medio siglo en Europa (París, 
            Roma, Ginebra, Cerdeña, Milán) y ha absorbido esa cultura 
            de un modo muy inteligente y creativo –convirtiéndose en un 
            modelo del espíritu moderno y cosmopolita–, ha permanecido 
            fiel a las formas míticas y ancestrales del antiguo Perú, 
            que constituyen el verdadero horizonte de su imaginación. Y, 
            por último, es muy significativo que, siendo el heredero más 
             cabal 
            e innovador del legado de la vanguardia “histórica”, por su 
            indeclinable voluntad experimentadora, lo haya hecho a su modo y por 
            su cuenta, sin afiliarse –salvo al principio y muy ocasionalmente– 
            a ningún grupo o movimiento: a través de las numerosas 
            metamorfosis de su producción, ha mantenido la misma radical 
            disidencia estética frente a todo. Es, pues, un caso digno 
            de examinar.
cabal 
            e innovador del legado de la vanguardia “histórica”, por su 
            indeclinable voluntad experimentadora, lo haya hecho a su modo y por 
            su cuenta, sin afiliarse –salvo al principio y muy ocasionalmente– 
            a ningún grupo o movimiento: a través de las numerosas 
            metamorfosis de su producción, ha mantenido la misma radical 
            disidencia estética frente a todo. Es, pues, un caso digno 
            de examinar.
            
          
           1. Un estado 
            de gracia poético
          Su obra es múltiple y hace de él nuestro autor más 
            completo, pues abarca prácticamente todos los campos de la 
            creación: poesía, novela, teatro, crítica, ensayo, 
            crónica, pintura, escultura, instalaciones, performances, 
            “acciones” y otras expresiones o gestos estéticos difíciles 
            de clasificar. La facilidad y la rara destreza con la que Eielson 
            pasa de uno a otro campo y los enriquece mutuamente, lo califica como 
            un verdadero paradigma de la integración de las artes. Eielson 
            usa el lenguaje escrito, el oral, el visual o el gestual como simples 
            facetas de un mismo impulso creador; éste parece surgir de 
            una especie de estado de gracia poético que tiene cualidades 
            proteicas; todo es arte, todo es poesía. Seguramente por eso 
            tituló Poesía escrita (Lima, 1976; México, 
            1989; Bogotá, 1998) su primera recopilación, lo que 
            irónicamente subrayaba que la poesía se escribe, se 
            pinta, se representa, se dice y, sobre todo, se vive como un supremo 
            acto de contradicción. 
            
            Sus libros, sus telas y sus actos muestran, asimismo, la huella que 
            le han dejado el budismo zen, la música (de la clásica 
            al jazz y la electrónica), la física cuántica, 
            la nueva biología y otras disciplinas, lo que prueba su insaciable 
            voracidad intelectual. Pero pese a la trascendencia de su obra total 
            y a los esfuerzos de críticos como Martha Canfield, Ricardo 
            Silva-Santisteban, William Rowe y Emilio Tarazona, entre otros, hay 
            que reiterar lo poco que se sabe de ella fuera de ciertos círculos. 
            Por eso, la reciente aparición de Arte poética 
            (Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2005), 
            una recopilación general con prólogo y cronología 
            de Luis Rebaza Soraluz, brinda la primera oportunidad de tener en 
            un solo volumen de más de 700 páginas el corpus esencial 
            de esa multifacética producción. Revisándola, 
            el lector comprobará que Eielson no reconoce géneros 
            ni límites de ninguna especie porque no sigue otras reglas 
            que el riesgo calculado, la exploración constante y la búsqueda 
            de la huidiza perfección. Por eso hay que tomar el título 
            del volumen en el doble sentido de contener el arte de un poeta y 
            la poesía de un artista, ambos regidos por una misma poética. 
            (Quizá convenga hacer una aclaración: Arte poética 
            es también el título que el autor usó para una 
            colección de 1965).
          
            2. Metamorfosis cíclicas
          Eielson pertenece a la llamada “generación del 50”, un notable 
            grupo del que son también parte dos de los más importantes 
            poetas peruano hoy vivos: Blanca Varela (1926) y Carlos Germán 
            Belli (1927). Aunque compartió con ellos aventuras juveniles 
            y sus inicios literarios, Eielson se alejó físicamente 
            del Perú (llega a Europa en 1948) y realizó la mayor 
            parte de su obra desligado de esa generación. Es posible suponer 
            que ese hecho favoreciera dos rasgos clave de su evolución: 
            la marginalidad y la radicalidad estéticas de su mundo imaginario. 
            (Otra consecuencia es que su obra visual sea menos conocida en América 
            Latina –a pesar de las muestras realizadas en Caracas, México 
            y Lima– que en Europa, donde exhibe muy frecuentemente en museos, 
            galerías y festivales, sobre todo en Italia: ha participado 
            en las Bienales de Venecia de 1972 y 1988, y fue comisionado para 
            rendir homenaje a Leonardo en 1993).
            
            Ha creado siempre contra viento y marea, con la actitud solitaria 
            sin compromisos de quien asume el arte como la vía suprema 
            para dar dignidad a la vida; el título de uno de sus libros 
            suena como un lema: Vivir es una obra maestra (2003). Eso ayuda 
            a entender por qué ha aprendido a ir y volver muchas veces, 
            a caminar por la cuerda floja tendida entre el sentido y el sinsentido, 
            entre la afirmación y la negación, entre la conciencia 
            de la caducidad y la aspiración de alcanzar lo que está 
            siempre más allá; tanto su obra poética como 
            visual giran alrededor de símbolos que encarnan ese permanente 
            dilema. 
            
            Aparentemente, las grandes líneas de su periplo muestran que, 
            en términos generales, ha evolucionado de un lenguaje suntuoso 
            y cargado de símbolos prestigiosos hacia un total despojamiento 
            formal y una austeridad conceptual que tocan los bordes del agotamiento 
            verbal y la inercia nihilista. Pero la verdad es que el examen de 
            conjunto de su obra revela que el autor no avanza ni retrocede, sino 
            que pasa por sucesivas metamorfosis que se presentan en forma de ciclos 
            o series recurrentes. En cada fase Eielson repasa, amplía y 
            renueva lo ya intentado para lanzarse a nuevas experiencias; son series 
            abiertas como una espiral, siempre en proceso. 
          
           3. La huella 
            rilkeana
          Su producción abunda –sobre todo al comienzo– en títulos 
            que son apenas breves cuadernos; algunos fueron conocidos muy a destiempo 
            en ediciones de corta tirada, otros permanecieron inéditos 
            hasta que se incluyeron en la primera recopilación orgánica 
            de su obra, la mencionada Poesía escrita. Debido a ello 
            su cronología ha sido difícil de establecer; Arte 
            poética ayuda a esta tarea al recoger el total de ocho 
            composiciones o colecciones poéticas escritas en Lima entre 
            1942 y 1947, período inicial en el que sólo publicó 
            –dejando de lado algunos textos que aparecieron en periódicos 
            o revistas– el célebre Reinos (1945), la separata que 
            es hoy un objeto de culto. A esa etapa limeña también 
            pertenece Doble diamante (1947), conjunto que señala 
            un giro significativo y anuncia un nuevo ciclo. 
            
            Considerada en conjunto, la porción inicial de su poesía 
            presenta rasgos que permiten trazar el perfil estético de un 
            poeta que, a muy temprana edad (Reinos fue escrito cuando tenía 
            21 años o menos), presenta rasgos de un raro virtuosismo, un 
            altísimo refinamiento y una madura asimilación de lo 
            mejor de la poesía clásica, moderna y contemporánea. 
            En efecto, sus textos iniciales revelan su familiaridad con los mitos 
            griegos, la tradición mística, la literatura del Siglo 
            de Oro, el romanticismo, el simbolismo y el surrealismo, sin dejar 
            de incorporarles una inflexión muy personal, a veces irreverente. 
            
            
            Pero los modelos individuales más decisivos que se le han señalado 
            son Rilke y Rimbaud. El primero por ofrecerle un sentido del éxtasis 
            que surge tanto de la esfera divina como de la humana; el segundo 
            por ser el paradigma del poeta y la poesía que se consumen 
            en la intensidad de su propia tensión hacia lo absoluto. Por 
            lo menos dos piezas iniciales muestran una asombrosa perfección: 
            Canción y muerte de Rolando (1943) y el mencionado Reinos. 
            En aquel poema, escrito en largos versículos, es notable la 
            resplandeciente inmediatez y la carga emocional que otorga a un personaje 
            tan remoto como el héroe de Roncesvalles, tal vez porque en 
            la fantasiosa (aunque en esencia fiel) reconstrucción del mundo 
            medieval se cruzan ráfagas de anacronismos como “el centelleante 
            asfalto de una estrella”. Las primeras líneas del poema son 
            memorables: “Dulce Rolando, crecido y muerto sobre la yerba de los 
            corazones, con esplendor de hierro y poma de sueño: santa es 
            tu canción, sabida de Dios y de Eliseo”.
            
            Los diecinueve poemas de Reinos tienen un perceptible sabor 
            rilkeano y una impecable factura que consolida esa huella con imágenes 
            surrealistas, visiones de la mística española y referencias 
            al mundo cotidiano; con ciertas variantes, esa mezcla de lenguaje 
            elevado y doméstico, de lo antiguo y lo moderno, es característico 
            de Eielson y reaparecerá en otras fases de su obra. La delicada 
            y exacta cadencia de los versos les añade una seducción 
            irresistible. Léase el comienzo de “Nocturno terrenal”, que 
            lleva un epígrafe de Rilke:
           
             
               
                Amo cierta sombra y cierta luz que muy 
                  juntas, creo yo, 
                  azulan
                  Las casas profundas de los muertos, amo la llama
                  Y el cabo de la sangre, porque juntas son el mundo
                  Y hacen de mí un muro que separa la noche del día. 
                   
                
              
            
          
           O estos versos de “Esposa sepultada”:
          
           
             
               
                 Encerrado en tu sombra, en tu santa 
                  sombra,
                  Con el agua en las rodillas, te pregunto
                  ¿Es el peso del manzano, claveteado de estrellas,
                  Sobre mi corazón oscuro, o eres tú, cabeza
                  Fugitiva de las horas, novia mía enterrada, 
                  La que arrastras tu cabellera incesante
                  Como una botella rota, por entre mi sangre?
              
            
          
          Su obra plástica es prácticamente simultánea 
            a la literaria: su primera exhibición individual tuvo lugar 
            en Lima en 1948, justo antes de partir a París, con una beca 
            del gobierno francés. La muestra consistía en pinturas, 
            dibujos, objetos ensamblados y esculturas que revelan su familiaridad 
            con el lenguaje estético de la vanguardia, específicamente 
            con el surrealismo y al mismo tiempo con las formas del arte prehispánico, 
            que descubrió y aprendió a apreciar gracias a su amistad 
            con José María Arguedas. Un buen ejemplo es una pequeña 
            escultura que he visto muchas veces porque forma parte de la colección 
            del pintor Fernando de Szyszlo, su amigo y compañero de generación: 
            es “La puerta de la noche” (1948), que alude a un famoso pórtico 
            preincaico y que recuerda un poco las esculturas-placas que empezó 
            a crear Giacometti en los años veinte. 
            
            La primera transición de su poesía se produce en Doble 
            diamante, el último conjunto escrito en Lima, como ya señalé, 
            pero sólo conocido a través de Poesía escrita, 
            lo que confirma el modo entrecortado en el que los lectores tuvieron 
            acceso a su obra temprana. Hay una especie de escisión entre 
            estos textos: unos siguen básicamente el molde retórico 
            de los libros anteriores, aunque a la vez lo moderan algo. 
            
            Las referencias a figuras mitológicas y las imágenes 
            simbolistas no han desaparecido, como se aprecia en “Serenata”: “El 
            dulce Caco clama entre sus joyas, sus amores y sus heces./ Quieto 
            animal de hastío; cubridlo de rocío”. Pero, al mismo 
            tiempo, hay otros en los que, por primera vez, Eielson prescinde de 
            la puntuación, reemplazando las pausas por espacios en blanco, 
            y se apoya únicamente en la cualidad rítmica del movimiento 
            versal. Aún más importantes son los vislumbres de un 
            motivo que sería central más adelante: la concentración 
            implacable y desolada en la descripción del cuerpo. El poema 
            titulado “Doble diamante” brinda un buen ejemplo de una nueva expresión 
            –más austera– que empieza a abrirse camino:
           
             
               
                ¿Conoces tu cuerpo esfera de la 
                  noche
                  Esfera de la noche 
                  Huracán solar conoces tu cuerpo
                  Conoces tu cuerpo
                  Tu admirable cabeza tus piernas moviendo
                  El centro miserable 
                  De mis ojos de oro
                  Mis ojos de oro de mirarte
                  De llorarte?
              
            
          
          El cambio es notorio aunque no definitivo, como se ve en el hermosísimo 
            “Primera muerte de María”, su primer poema europeo (escrito 
            en París en 1949), que es un retorno a la etapa inicial. Pero 
            no cabe duda de que, a partir de “Doble diamante”, el poeta iría 
            muy lejos o, mejor, muy al fondo, hacia lo desconocido.
          
            4. La caída en el abismo
          Las siguientes dos colecciones, Tema y variaciones (Ginebra, 
            1950) y Habitación en Roma (Roma, 1952), son intensamente 
            experimentales y exploran, con un tono obsesivo, casi neurótico, 
            los motivos del cuerpo, el absurdo y el vacío existencial. 
            Se produce una verdadera caída en el abismo de la incomunicación 
            y la soledad: no hay nada que decir ni cómo decirlo. Oscilando 
            entre irrisorios juegos verbales y sombríos silogismos, los 
            versos como tales casi desaparecen y son reemplazados por meras líneas 
            formadas por catálogos o recuentos de objetos cotidianos y 
            materias en decadencia, mudos testigos de una vida estancada en repeticiones 
            y tautologías. Hay ciertas huellas de los caligramas de Apollinaire 
            (como en “Poesía en forma de pájaro”), la poesía 
            concreta y otras estéticas que subrayan la visualidad o la 
            expresión casi impersonal. Léanse estas líneas 
            de “Inventario”:
          
           
             
               
                 muro de cemento
                  puerta de hierro
                  mesa de madera
                  vaso de cristal
                  humo de tabaco
                  taza de café
                  hoja de papel
              
            
          
          La dicción misma y el modo de composición que siguen 
            los poemas son completamente distintos: el lenguaje abandona la reverberación 
            imaginística y la atmósfera cargada de ecos literarios 
            para hacerse directo y astringente. La base es un sistema casi fijo 
            de motivos y fórmulas que se repiten con limitadas variantes 
            (como el título de la primera colección indica) y crean 
            una atmósfera abrumadora y angustiosa.
            
            La descripción de la naturaleza y la evocación de vastos 
            espacios abiertos del período anterior también han sido 
            sustituidas por ambientes claustrofóbicos, generalmente un 
            cuarto de hotel o una habitación casi vacía donde el 
            poeta oficia ceremonias nihilistas de autocontemplación o hace 
            el registro de sus escasas posesiones: su situación es inmóvil. 
            Lo domina una aguda y tenaz conciencia de la corrupción de 
            la realidad física. Pero esta desamparada percepción 
            tiene un reverso o una sutil compensación; como en Vallejo, 
            la realidad carnal, la condición animal del hombre (“caballísimo 
            de mí”, decía el poeta), es paradójicamente la 
            raíz de su alta dignidad, del presentimiento de que su destino 
            es estar aquí pero también allá; el arte le brinda 
            esa posibilidad porque es materia transformada para negar así 
            la muerte.
            
            Al mismo tiempo, se nota su intención de crear una poesía 
            autorreferente, cuyo asunto es su propia elaboración o la dificultad 
            de alcanzar su objetivo; el punto de partida es la falta de toda certeza 
            estética. Usarla como un campo de reflexión formal le 
            permite indagar también sus posibilidades como objeto visual, 
            no sólo textual. Se genera una confluencia entre los planos 
            semántico y formal del poema, pues lo que éste dice 
            coincide con lo que vemos sobre la página. “Valle Giulia”, 
            de Habitación en Roma, concluye así:
           
             
               
                su cuerpo
                  sube al cielo convertido
                  en un reptil alado que se aleja
                  en una pompa de jabón que no se quie
                  que no se quie
                  que no se quiebra
              
            
          
          La caída libre en el vacío no termina allí: 
            su verdadero extremo está en otras series como Eros/iones 
            (Roma, 1958), traspasada por violentas y explícitas imágenes 
            de autoerotismo, y sobre todo en Papel (Roma, 1960), que, tras 
            ser incluida en la primera Poesía escrita, no ha reaparecido 
            en ninguna otra recopilación o antología del autor. 
            Es difícil dar una idea de ella porque no es poesía 
            verbal sino visual: hay que tenerla ante los ojos. Cada página 
            es una reproducción fotográfica de una hoja de papel 
            en la que el autor ha dejado la marca de la manipulación indicada 
            por los títulos: “Papel quemado” es una hoja con una quemadura 
            de cigarrillo, “Papel doblado” tiene un doblez en la esquina superior, 
            etc.
          
           5. De los quipus 
            al código genético
          Simultáneamente, Eielson dio un salto similar en su obra plástica 
            al empezar a producir –aparte de piezas cinéticas y ejemplos 
            de arte conceptual– telas que guardaban ciertas correspondencias con 
            estos poemas y algunas semejanzas con el “arte povera”, el “pop-art” 
            y otras tendencias que destacan lo “matérico” de los objetos 
            cotidianos. No son representaciones de esos objetos sino los objetos 
            mismos: camisas, pantalones y otras ropas con quemaduras y huellas 
            de su uso, directamente aplicados sobre el lienzo; esa textura crea 
            la única variante en una superficie frecuentemente monocromática. 
            
            
            De esta fase plástica lo más válido sería 
            el elemento de volumen y tensión que esas ropas pegadas agregaban 
            a la tela, pues de allí surgiría poco después 
            una forma que lo liga al mundo precolombino: los quipus, que 
            ha sintetizado, transformado, compuesto y descompuesto hasta convertirlos 
            en un arquetipo o emblema capital de su arte y en un icono moderno 
            de múltiples significaciones. 
            
            En la época de los incas, los quipus eran un sistema 
            mnemotécnico, estadístico y tal vez lingüístico 
            que consistía en un conjunto de hilos o cuerdas de diferente 
            longitud con nudos cuyo grosor, color y posición guardaban 
            una información o representaban valores –mucho más complejos 
            que los de un ábaco–, sobre los cuales aún no se han 
            puesto de acuerdo los especialistas. Para Eielson, aparte de encerrar 
            ese significado misterioso, son formas que le permiten combinar los 
            elementos del volumen, el color, la tensión y la fusión 
            o armonía entre los contrarios: corresponden a una estructura 
            universal.
            
            A lo largo de varias décadas, sus quipus han ido evolucionado 
            y adoptando diversas formas y funciones como pinturas, esculturas, 
            objetos, elementos de instalaciones, etc. Incluso ha hecho transmigrar 
            los quipus de una cultura a otra, al usarlos en telas que rinden 
            homenaje a los pueblos de la Amazonía, donde no existían. 
            A través de todas esas transfiguraciones, Eielson ha mostrado 
            su fina sensibilidad por la materia textil, principalmente el algodón, 
            la misma fibra usada en el arte de las culturas de la costa peruana; 
            la instalación que presentó en la mencionada Bienal 
            de Venecia de 1972 se titulaba precisamente “347 metros de tela de 
            algodón crudo”; y “La pirámide de Lima” (2005) usa ese 
            mismo material. Muy pronto, los nudos de los quipus se relacionaron 
            con otra clase de nudos: los de las redes de pescar y otros objetos 
            artesanales de esas mismas culturas; y finalmente, llegó a 
            establecer una asombrosa conexión entre el diseño hexagonal 
            de la retícula tejida y el del código genético, 
            según hoy lo conocemos. Este es el trasfondo que subyace en 
            sus recientes dibujos-poemas titulados Nudos (Milán, 
            1983-2002), forma envolvente y concéntrica que se presenta 
            como un símbolo de la unidad o armonía de todo: colores, 
            objetos, formas, palabras.
            
          
           6. La poesía 
            cósmica 
          Volviendo al campo literario, el período que sigue a Habitación 
            en Roma, es rico y novedoso no sólo por sus numerosas colecciones 
            poéticas, sino porque publica su primera novela, El cuerpo 
            de Giulia-no (México, 1971), a la que más tarde 
            seguiría otra que tiene el mismo título de un poema 
            de 1949: Primera muerte de María (México, 1988) 
            y de un performance de ese mismo año. De la producción 
            poética del período bastaría seleccionar dos 
            conjuntos para apreciar en qué nuevas direcciones se orientan 
            sus búsquedas: Mutatis mutandis (Roma, 1954) y Noche 
            oscura del cuerpo (Roma, 1955). 
            
            Puede decirse que en ambos, el poeta vuelve a ofrecernos la minuciosa 
            descripción del cuerpo y de su hastío ante la realidad 
            que lo rodea, pero el tono no es ya del todo exasperado. La situación 
            aparece ahora envuelta en una más serena comprensión 
            filosófica de que somos parte de un orden universal en el cual 
            nuestro efímero destino cumple un preciso papel. Es decir, 
            la condición humana –siendo finita, desvalida, absurda– es, 
            exactamente por eso, el punto de arranque hacia una dimensión 
            trascendente; se trata de una mera posibilidad, de un reto a nuestra 
            tenacidad espiritual, no una certidumbre. En el fondo, nuestra vida 
            guarda una profunda analogía con los ciclos de creación, 
            destrucción y regeneración del cosmos, que son eternos. 
            
            
            Por eso, podría llamársela “poesía cósmica”, 
            aunque en un sentido muy distinto del de Ernesto Cardenal porque no 
            incluye el elemento religioso. Es difícil hallar en nuestra 
            poesía el desnudo rigor verbal y la intensidad visionaria que 
            puede alcanzar; el primer poema de Mutatis mutandis sugiere que nuestra 
            nada y nuestra totalidad se parecen:
          
           
             
               
                 existirá una máquina purísima
                  copia perfecta de sí misma
                  y tendrá mil ojos verdes
                  y mil labios escarlata
                  no servirá para nada
                  pero tendrá tu nombre
                  oh eternidad
              
            
          
          Lo vemos todavía con más nitidez en la otra colección 
            mencionada. Su título es, por cierto, una inversión 
            de Noche oscura del alma, de San Juan de la Cruz, citada en 
            el epígrafe. Mientras el gran místico tiene en plena 
            noche una extática fusión con la divinidad que confunde 
            y oblitera los sentidos físicos para poder comprender lo incomprensible 
            (“me quedé balbuciendo/ toda ciencia trascendiendo”, nos dice), 
            Eielson reafirma lo corporal y percibe en su propia pequeñez 
            una grandeza que la excede, sin dejar de ser cotidiana y material: 
            el cuerpo es más misterioso y profundo que la divinidad. En 
            “Cuerpo multiplicado” se lee:
          
           
             
               
                 No tengo límites
                  Mi piel es una puerta abierta
                  Y mi cerebro una casa vacía
                  La punta de mis dedos toca fácilmente
                  El firmamento y el piso de madera
                  No tengo pies ni cabeza
                  Mis brazos y mis piernas 
                  Son los brazos y las piernas 
                  De un animal que estornuda
                  Y que no tiene límites
              
            
          
          Quizá porque estuvo más concentrado en su obra visual, 
            hay en su creación poética un notorio paréntesis 
            de quince años entre 1965 y 1980, lo que es raro en una producción 
            continua aunque algo secreta. La colección que cierra ese paréntesis 
            se titula Ptyx, escrita en París, y es la obra más 
            hermética del autor. El texto tiene obvias relaciones con la 
            poética de Mallarmé y puede leerse como una especie 
            de fantasioso y erótico poema escénico; ciertos pasajes 
            parecen indicaciones para el montaje de la instalación “La 
            última cena”, parte de su homenaje a Leonardo. Es un largo 
            texto dividido en 50 breves secuencias o “escenas” que configuran 
            una extraña ceremonia, cuya atmósfera es una mezcla 
            de elevada alegoría (subrayada por el uso constante de mayúsculas 
            en palabras corrientes) con referencias prosaicas o escatológicas: 
            “Nunca orinábamos en el W. C./ Sino contra las paredes del 
            Corredor Frío y Oscuro” (XXXV).
            
          
           7. Tocar el firmamento 
            
          El texto documenta que la tendencia –siempre presente en Eielson– 
            a la fusión de campos estéticos, como parte esencial 
            de su indagación, se intensifica notablemente en las décadas 
            más recientes. Por un lado, su obra plástica, que pasa 
            por otras varias fases –como lo demuestran sus series de autorretratos 
            grotescos y sus telas cubiertas de manchones de vívidos colores, 
            que pueden considerarse abstracciones de quipus o nudos–, se 
            llena de referencias a sus motivos poéticos, produciendo un 
            efecto de interrelación y unidad en medio de la dispersión: 
            son fragmentos moviéndose en dirección a una totalidad. 
            Por ejemplo, una pintura de la serie de “Manchones” se titula Manos 
            que tocan el firmamento (1988), igual que un verso del arriba 
            citado “Cuerpo multiplicado”; y el muy temprano motivo de la botella 
            de leche –que, como bien señala Rebaza Soraluz en su prólogo– 
            tiene una raíz rilkeana, reaparece, con ese título, 
            en una tela “realista” de 1984. Más sustantiva es la convergencia 
            entre su “poesía cósmica” y la obra visual que la acompaña 
            cronológicamente, gracias a reiteradas alusiones a lo estelar, 
            a las analogías entre los mitos primitivos y la alta tecnología, 
            entre el saber del chamán y de la ciencia. Pintar es un intento 
            de buscar esas conexiones; una obra de 1988 se titula Esta tela 
            es un fragmento del universo y otra de 1990 Objeto cósmico. 
            Varios cuadros del período retoman el tema El paisaje infinito 
            de la costa del Perú que proviene de por lo menos tres 
            décadas atrás. Pero, sin duda, el símbolo clave 
            y más constante de su reciente obra visual es “La escala infinita”, 
            que expresa a la vez la indeclinable aspiración humana y la 
            dificultad de alcanzarla. 
            
            Si, por otro lado, atendemos a su producción poética, 
            podremos apreciar otras formas de convergencia. El libro Sin título 
            (Milán, 1994-1998) no sólo utiliza esa designación 
            genérica de los artistas visuales, sino que los poemas mismos 
            (hagan o no referencia al mundo de la plástica) están 
            sutilmente configurados sobre la página para sugerir formas 
            de objetos simples: ánforas, vasos, lámparas. Así 
            como los poemas afectan los perfiles de objetos, los objetos mismos 
            pueden ser poemas no verbales, poesía no escrita. Su “Poema 
            escultórico ix”, de 1970, consiste en la conjunción 
            –con ecos de Duchamp– de objetos recurrentes en su obra escrita: una 
            botella sobre una silla. Por todas partes hay un juego de citas internas, 
            autorreferencias y variantes sistemáticas. 
            
            Sin embargo, el ejemplo más paradigmático de su integración 
            estética es Canto visible, que empezó a escribir 
            hacia 1960 pero que hasta ahora sólo era conocido por su edición 
            italiana de 2002. El libro es un campo experimental que se abre en 
            múltiples direcciones: juegos numerológicos, cromáticos, 
            geométricos, conceptuales, espaciales, etc. En verdad, más 
            que mirar hay que leer en este volumen poético-visual. Sin 
            embargo, entre los “4 poemas virtuales” que aparecen al final, hay 
            uno realmente notable: se titula “Poema escrito al revés” y 
            es una nueva muestra del inagotable virtuosismo de Eielson; si se 
            lee el texto de modo normal, tiene una estructura fracturada con un 
            sentido extraño, y otro, más fluido y transparente, 
            cuando se lee de abajo hacia arriba. No sé de otro poema que 
            ofrezca lecturas alternativas. 
          
           8. Lo ancestral 
            y lo nuevo 
          Tal vez algunas de las anteriores citas o referencias puedan dar, 
            involuntariamente, la impresión de que Eielson es un creador 
            decadente, encerrado en sí mismo y en sus obsesiones privadas. 
            Nada más alejado de la verdad: es, por cierto, un artista altamente 
            refinado e hiperconsciente de los riesgos de cada paso que da en el 
            ejercicio de su libertad creadora y en defensa de ciertos principios 
            estéticos fundamentales. Pero no es autocomplaciente ni un 
            espíritu confortable; sabe que lo que busca –la perfección– 
            es difícil de alcanzar, y ese es el centro de su moral. Es 
            elegante y a la vez austero, inventivo y riguroso, profundo y grácil.
            
            La razón de eso puede ser su actitud permanentemente juvenil, 
            insatisfecha, permeable y curiosa, siempre atento –como Cortázar– 
            a todo lo que pasa a su alrededor, desde la astronáutica hasta 
            la cultura popular, como lo prueban, respectivamente, su carta de 
            1968 a la nasa, en la que proponía que los astronautas de la 
            misión Apolo instalasen en la Luna su obra “Lunar Tension”, 
            y sus homenajes a la muerte de Marilyn Monroe y al corredor de autos 
            Airton Senna. 
            
            Si se piensa bien, lo que persigue es un ideal viejo como el hombre: 
            la unidad del arte y la vida. En “No es necesario escribir bien” declara 
            con ironía: “Para escribir un poema/ Se necesita amar/ Y amar 
            solamente”. Eielson es un hombre con los pies bien plantados en la 
            tierra aunque sus sueños carecen de límites. Su obra 
            incorpora los materiales más deleznables y les da una inesperada 
            dignidad, lo que ilustra su convicción de que somos seres terrestres 
            pero también celestes: el secreto puede estar sepultado en 
            las ciudades-cementerios del remoto pasado peruano, pero también 
            en las órbitas de los cuerpos cósmicos. Por eso, es 
            posible que la hilera de palabras que escribimos en el papel o la 
            línea que trazamos en una tela o en el aire no acaben nunca. 
            En “Nazca”, que reflexiona sobre las famosas líneas trazadas 
            en los arenales de esa cultura preincaica, nos habla de un monarca 
            que
           
             
              
                 Tras de observar el cielo noche y día
                  Y recorrer todas las líneas 
                  De la pampa terrestre
                  Entendió finalmente 
                  Que él también era una línea
                  Más del encaje divino
                  Y que era sólo un monarca
                  De nada
              
            
          
          La imaginación de Eielson está afincada igualmente 
            en nuestro tiempo y en las eras más remotas, lo que es una 
            forma de decir que su verdadero tiempo es el de la utopía, 
            donde no hay ni principio ni fin. Toda su obra expresa la fascinación 
            de lo nuevo y la presencia inmediata de lo ancestral, virtud en la 
            que hoy pocos lo superan.