Cuando nos pasamos
a la ciudad del lado
Por Jorge Etcheverry
Mientras estuvimos en París, no tuvimos ningún problema
para ubicar las estaciones del Metro, nos bastaba un segundo para
orientarnos en el mapa, aunque al comienzo yo andaba un poco preocupado,
para variar, por algo dicen que yo soy el poeta chileno más
paranoico. Pero otra que paranoico, diría alguien en la Otra
Banda (así le decimos los chilenos a la Argentina).
Desde que me puse (o me volví a poner) una camiseta con unas
pocas rayitas rojas, algunos portales literarios en Chile ya no aceptan
mis trabajos. Y en eso iba cavilando, o conversando, con alguna
gente que también había estado en el acto, — salíamos
del cementerio Père Lachaise a tomar el metro—, cuando nuestro
guía decidió que tenía hambre y se dispuso a
entrar a un restaurante que se veía bastante bueno, a instancias
de un abogado venido justamente de Argentina, que no quería
volver a Buenos Aires sin haber probado la comida francesa. Como soy
contreras (a veces basta que se diga algo para que yo asuma la posición
contraria), dije que para los que veníamos de Canadá
no era ninguna novedad la comida francesa y conminé al entusiasta
argentino a encontrar riñones en el menú, los que no
aparecieron. Después de esa victoria fácil, pero bastante
mermados por los que desertaron a comer y sin el guía, seguimos
hacia la próxima estación del metro, cuya organización
y claridad en la Ciudad Luz son proverbiales.
Conversábamos parados, dos con acento chileno y uno con acento
español, tratando de hacernos oír sobre el barullo del
metro, los gringos piensan que hablamos a gritos y todos al mismo
tiempo. Una muchacha árabe sentada, de traje de mezclilla y
ojos dorados, nos miraba socarronamente, con insistencia, y se sonreía
sin bajar la vista.
Cuando nos bajamos en la estación Jean Jaurès el poeta
español o mejor andaluz, como se define él, me dijo
“¿te fijaste cómo esa niña tan guapa nos miraba
y se reía de nosotros?”. Porque incluso a él, no aclimatado
como nosotros al norte boreal, anglo y protestante, eso le había
parecido fuera de lo común.
Pero a medida que avanzábamos empezamos a percibir algunas
diferencias, nos fuimos dando de cuenta de a poco, y al comienzo sin
querer creer. La calle se veía más ancha, menos venida
a menos, había algunos signos de opulencia y un cambio en la
composición étnica y cultural, si bien la presencia
árabe, turca griega, sobre todo en los negocios y restaurantes
seguía siendo evidente. Y pasamos frente al número que
correspondía exactamente al teatro en que se había estado
desarrollando el congreso a que habíamos venido, pero había
una boutique recién inaugurada, ofreciendo en varios idiomas
gangas y llena de arreglos florales que se desbordaban en la vereda.
Pero no había duda. Leímos otra vez el letrero. Era
la calle Jean Jaurès. Nos paramos después de
avanzar unas cuadras desconcertados, aunque hubiéramos preferido
decir “perdidos”, pero
cuando uno se pierde en una ciudad poco familiar y luego encuentra
la calle y la numeración, uno empieza a reconocer los detalles
familiares, uno respira con alivio y a partir de ahí todo anda
como sobre ruedas. No en este caso.
Deliberamos y decidimos avanzar un poco más, hasta otra estación
de metro y ahí nos paramos de nuevo, la racionalidad francesa
había delineado un mapa para tontos, y no había duda,
estábamos donde estábamos y a esas alturas hasta el
optimista poeta español guardaba silencio. Caminamos otro poco,
o bastante, debatiendo a ratos la posibilidad de que hubiera otro
barrio, otra calle Jean Jaurès, con el teatro rebosante, la
gente que salpicaba el frontis en grupitos, fumando. Pero los mapas
eran muy claros y la gente en los negocios, hasta uno de los escasos
policías, nos negaba
rotundamente que hubiera otra calle Jean Jaurès, nos miraba
como si estuviéramos locos y decidía que se trataba
de otro grupito de turistas perdidos, cuyo nivel de manejo del francés
hacía inútil cualquier intento de explicación.
Se estaba haciendo tarde y teníamos hambre. Al pasar frente
a una boulangerie no pude más y compré un éclair
au chocolat. Pude comprobar que la moneda era la misma. Pero no era
cosa de meterse a comer en cualquier boliche, ya se estaba oscureciendo
y lo mejor sería comer tranquilos,
en territorio conocido, cerca del hotel que nos albergaba. Medio en
broma le dije en un aparte al otro poeta chileno—el español
había juntado coraje y entrado en un café para usar
el toilette— que después de todo si aquí también
corría el euro, nos podríamos arreglar por ahí
los tres en algún
hotel barato para pasar la noche, y luego averiguar si aquí
había consulados o embajadas de nuestros países, y si
existíamos como ciudadanos, si nuestros pasaportes eran válidos,
incluso podíamos vivir en alguna institución mientras
nos asentábamos; que a lo mejor estábamos en el infierno
y esa búsqueda y estar perdidos era la condena; medio en broma
medio en serio le sugerí que a lo mejor durante la ceremonia
conmemorativa de los mártires revolucionarios turcos y la Comuna
de París en el Père Lachaise, unos agentes del Otro
Lado nos habían tirado una bomba y estábamos muertos.
Sólo me miró sin contestarme, mientras el poeta español
que estaba de vuelta nos iba llevando a ambos de los codos, testarudo
el andaluz, nos hacía bajar las gradas de otra estación
del metro en otro intento fútil de salir del círculo
vicioso de vueltas y revueltas y llegar a la ciudad (de las luces)
original.
Y parece que tuvo éxito.