Escribí el texto que sigue, al menos en su primera versión, para una
sesión del último Congreso de la Lengua Española (Rosario, Argentina),
cuyo tema era "Identidad, lengua y creación literaria". Ni más ni menos.
Era un marco de reflexión tan amplio como la literatura misma: conceptos
que encierran la clave y la esencial dificultad del problema literario.
Decidí o quizá me resigné a usarlos como un pretexto, casi como una excusa.
El pretexto: aprovechar lecturas y relecturas recientes para aventurar
un par de ideas, dos o tres propuestas, si se quiere, acerca de uno de los
asuntos más complicados, estudiados y debatidos de la literatura en lengua
española: el de la identidad de Miguel de Cervantes y, en particular, el de
la relación del Miguel de Cervantes de la realidad con los personajes
ficticios del Quijote.
Me encontraba en la fecha del Congreso en la mitad, en una breve
interrupción entre dos partes, de un curso que dictaba en Chile sobre el
Quijote. Para ser más preciso, el Quijote como primera novela moderna.
Ni más ni menos, podría decir de nuevo. Pero ocurre que soy aficionado
desde antiguo a los desafíos mayores, a las tandas excesivas, noctámbulas
y del alba, de lecturas. Y este curso, de una manera que no había previsto,
me llevaba a revivir experiencias literarias del pasado, incluso de un
pasado remoto. Me llevaba, además, a nuevos descubrimientos, a nuevas
exploraciones y reflexiones. Puedo decir ahora, con más claridad que antes,
que mi primer Quijote, el de mi adolescencia, el de los años del primer
encuentro con mi vocación de escritor, fue en gran parte el de Miguel de
Unamuno, el de "Vida de don Quijote y Sancho", libro que coincidió con un
centenario anterior, el de 1905, y al que Unamuno negó terminantemente la
condición de libro de centenario, cosa que yo también podría hacer con este
ensayo. Comprendo hoy que era un Quijote con aires de Federico Nietzsche y
de Sören Kierkegaard, con fuertes elementos de voluntarismo, de algo que
el propio Unamuno llamaba cristianismo agónico, y con una curiosa vertiente
vasca, que ahora, por razones quizá obvias, me resulta más evidente, más
determinante que en aquellos tiempos: un Nietzsche, digamos, modificado
por la perspectiva de Ignacio de Loyola, lo cual daba como resultado a un
caballero andante de tintes apasionadamente regionales y religiosos. No
me propongo entrar en el análisis del texto unamuniano, pero quiero, sí,
consignar en dos palabras un aspecto que siempre me pareció primordial.
Para Unamuno, en líneas generales, y por su voluntarista voluntad, el
Quijote es más que Cervantes: es una criatura que entra en rebeldía contra
su creador, un ser de fondo luciferino, pero que consigue, en lugar de ser
condenado al último de los infiernos, imponerse y cabalgar por su cuenta.
Cabalga don Quijote en compañía de Sancho Panza, mientras Miguel de
Cervantes, sin caer por completo en los círculos infernales, queda relegado
a una especie de limbo, en situación de identidad difusa, desteñida,
menguada. No es un disidente ilustrado, el gran humanista de su tiempo,
como lo retrató veinte años más tarde Américo Castro, sino un genio
involuntario, el creador de una metáfora superior a él mismo.
He revisado mi viejo y modesto Unamuno de la Colección Austral, un tomo
amarillento, despapelado, carcomido por los años, he releído el Quijote
y me he conseguido, entre otros libros, después de mucho buscarlo, un
ejemplar del "Curso sobre El Quijote" de Vladimir Nabokov. Prejuicio de
novelista, supongo. Entiendo ahora a Nabokov, después de lecturas
constantes, aunque nunca exhaustivas, como un ruso de influencia inglesa,
de educación y gustos británicos, a quien el exilio convirtió en más
anglosajón que los anglosajones. Su visión del Quijote y de su autor es
ácida, irritada, de simpatía escasa o nula. A menudo da la impresión de
que ha puesto a batallar a William Shakespeare contra Miguel de Cervantes,
a la cultura inglesa contra la española, y de que ha entrado en este
juego o en esta disputa con cartas marcadas. Pues bien, en su pasión
shakesperiana y en su medular desconfianza frente a lo castellano central,
de eje madrileño, tiene quizás algún parentesco, algo indefinible en común
con el vasco Unamuno, quien conocía su Shakespeare de memoria. Nabokov
sólo acepta al final de uno de sus capítulos, "Cuestiones de estructura",
que el de La Mancha, caballero andante "bondadoso", con mucho de loco y
algo de niño, se parece a otro loco creado en el mismo año en su lengua
inglesa adoptiva:
................... Yo soy un viejo chocho y tonto,
................... y, dicho llanamente,
...................
me parece que no estoy en mis cabales.
Esto lo dice, y qué otro podía decirlo, un viejo monarca destronado y
extraviado, el rey Lear, rey y mendigo en la traducción libre y casi
autobiográfica de Nicanor Parra, otro que desconfía del Quijote castellano.
Nabokov se declara en muchas páginas de su Curso impresionado por
la crueldad y hasta la brutalidad de la vida española, tal como aparece
en las páginas cervantinas, aun cuando no deja de registrar también la
bondad generosa del caballero andante. Pues bien, el Cervantes de Nabokov,
y en esto coincide con el de Unamuno, es un escritor astuto, de verdadero
genio literario, que ha escrito una novela descosida, con serias fallas
de estructura, llena de páginas excesivas, pero de la que se desprende un
personaje inmortal, una figura que ha entrado en el imaginario de
Occidente y que, de esa manera, ha llegado hasta nosotros, Don Quijote
de La Mancha. Por otro lado, la limitación de Vladimir Nabokov frente a
Sancho Panza, su flagrante incomprensión, es completa. En el primer
capítulo de su Curso, el que viene después de la introducción del
autor -"Dos retratos: Don Quijote y Sancho Panza"-, sostiene en forma
tajante que "los chascarrillos y los refranes de Sancho no suscitan gran
hilaridad... El chiste moderno más gastado tiene más gracia". Después, como
para rematar lo anterior, escribe: "El Caballero de la Triste Figura es un ser único; Sancho, el de la barba desaliñada y la nariz de porra, es, con algunas reservas, el payaso generalizado". (Vladimir Nabokov, Curso sobre El Quijote, p. 31, Ediciones B, Barcelona, 2004.) Por suerte se refiere en el mismo párrafo a "la luz crepuscular de la traducción". En otras palabras, reconoce que sólo ha conocido el humor popular y peculiar de Sancho Panza en traducción inglesa, lo cual, dada la seguridad con que manifiesta su crítica, no deja de ser sorprendente. Tanto la identidad ficticia de Sancho, reflejo parcial de la de su creador, como su lenguaje, le han pasado por el lado. Uno también podría leer los diálogos cómicos de Shakespeare en mediocres traducciones al español y quedarse sin entender nada. Pero hay un elemento único de la personalidad de Sancho que Nabokov, al no conocerla en la versión original, pierde sin remisión. Sancho no es un rústico cualquiera: es un personaje que evoluciona, que comienza de una manera en la novela y que al final de la segunda parte ya es otro. La novela
no sería moderna, precisamente, contemporánea nuestra, sin esta evolución.
En párrafos culminantes del Quijote de 1615, Sancho Panza ha adquirido una
sabiduría socarrona que antes no tenía. Un ejemplo evidente es su versión
del vuelo de Clavileño, en la que sin duda se ríe de sus burladores, gente
mejor educada, pero de visión más burda, menos sutil que la suya.
Mi impresión actual de relectura, y lo digo sin pretensiones críticas o
teóricas, es exactamente inversa a la de Unamuno y la de Nabokov, y eso
tiene algunas consecuencias. Ellos son quijotistas y no toman demasiado
en serio a Cervantes, cosa que les impide comprender bien, sobre todo en
el caso de Nabokov, la relación entre el escudero y el caballero, relación
dialógica, para emplear un término de Mijail Bajtin (pero pido disculpas
por esta intromisión de la teoría literaria). Mi conclusión, en cambio,
coloca en el centro, en el eje del texto, a su propio creador. Mi lectura
de hoy, en otras palabras, me lleva a pensar que el Quijote es una obra
mucho más autobiográfica de lo que me imaginaba hasta aquí. El Quijote y
Sancho son antípodas, figuras contrastadas, posibilidades opuestas y
extremas, pero también facetas, proyecciones parciales del espíritu de su
creador. En la experiencia humana de Cervantes hubo un Quijote, quizá
muchos Quijotes, y hubo también, y más de una vez, un Sancho Panza. El
Cervantes quijotesco, por ejemplo, aparece en la mañana de la batalla de
Lepanto, en sus intentos de huida del cautiverio de Argel, en muchos
lugares y momentos, así como el Cervantes sanchopancesco es el que
conseguía sobrevivir en el mismo Argel, en Valladolid, en Andalucía,
en todas partes. En su reciente recolección de ensayos cervantinos (Para
leer a Cervantes, El Acantilado, Barcelona, 2003, p. 44), Martín De
Riquer cita las palabras del alférez Gabriel de Castañeda en una
información formal de 1578, es decir, de la época en que el escritor
se encontraba cautivo. Castañeda, testigo directo de los hechos, cuenta
que Cervantes estaba enfermo y con fiebre el día de la batalla de Lepanto
y que su capitán le pidió que no pelease y se retirase bajo la cubierta.
"Y entonces vio este testigo", dice la declaración, "que el dicho Miguel
de Cervantes respondió al dicho capitán [...] muy enojado [...] más vale
pelear en servicio de Dios y de su Majestad, y morir por ellos, que
bajarme so cubierta". Agrega Castañeda que Cervantes le pidió a su capitán
que "le pusiese en parte y lugar que fuese más peligroso y que allí estaría
o moriría peleando, como dicho tenía." En una circunstancia así, en
víspera de una gran batalla contra infieles, el Caballero de la Triste
Figura no habría respondido de otra manera.
Se podría estudiar al mismo tiempo la identificación de Cervantes con
la sabiduría popular de Sancho Panza. El que nos da las mejores pistas
en esta materia todavía es Américo Castro en su estudio clásico, aparecido
por primera vez en España en 1925, El pensamiento de Cervantes,
ensayo cuyo título equivale ya a un desmentido. En el capítulo IV, en los
apartados dedicados a los refranes y a la lengua vulgar, Américo Castro
nos muestra que la idea renacentista de la naturaleza, asimilada a fondo
por Cervantes, lo hacía sentirse más cerca de la sabiduría y hasta del
lenguaje del escudero, a pesar de su fascinación frente a la
espiritualidad enloquecida, desarraigada, desequilibrada, del caballero.
Se podría aventurar, entonces, que Cervantes, gran narrador de peripecias,
como lo demuestra a cada rato en las novelas ejemplares, en el
Persiles, en largas páginas del Quijote, hizo a la vez una literatura
del yo, como la hizo a conciencia su casi contemporáneo Michel de
Montaigne. "Ainsi, lecteur, je suis moy-mesmes la matiere de mon livre",
escribió Montaigne en la advertencia al lector de sus ensayos reunidos.
Mi nueva lectura me induce a creer que Cervantes pudo declarar lo mismo,
con la salvedad de que el escenario que proyectaba su imaginación de
novelista era quizá más rico, más exterior a él mismo, a pesar de todo,
y más variado. Podríamos ver, entonces, a Cervantes, el español, como una
síntesis de dos franceses un poco anteriores a él: la introspección fina,
lúcida, única, de Montaigne, unida a la fantasía desbordante y de raíz
popular, carnavalesca, para citar de nuevo al ruso Mijail Bajtin
(más lúcido en estas materias que su compatriota Nabokov), de François
Rabelais.
Comprendo que estas propuestas, estas impresiones de lectura y relectura,
nos pueden llevar a círculos demasiado enrarecidos, como ocurre durante el
vuelo y el no vuelo de Clavileño, narrado por Sancho con un sentido de
broma que la filosofía de Vladimir Nabokov no alcanzó a comprender.
Siempre me llamó la atención en el mundo del Quijote y en el de las
novelas ejemplares, y ahora me impresiona doblemente, la proliferación
ficticia de poetas, escritores, escribidores, licenciados, bachilleres.
Unamuno, escritor ensayista y poeta, en casi permanente conflicto con la
escritura narrativa, los descarta en forma ostentosa. Por eso despacha
el capítulo VI, el del "donoso y grande escrutinio" de los libros, de una
plumada, como si fuera un error o una debilidad del novelista, ya que
"trata de libros y no de vida". Pero la autoconfesión de Cervantes en el
Quijote y en casi toda su obra, escritor que leía hasta los papeles que
encontraba tirados en las calles, no podía excluir sus opiniones
literarias: la vida de los libros estaba en el origen de toda su aventura
humana, como le sucede a su personaje, como también le sucedía, por
ejemplo, al licenciado Vidriera. Me voy a permitir, por lo tanto, otra
propuesta, que se puede tomar también como una conjetura y hasta como un
juego. Si Cervantes es un escritor esencialmente libresco, como era su
contemporáneo un poco mayor, Michel de Montaigne, también podemos verlo
desde la perspectiva de algunos latinoamericanos atípicos, esencialmente
apegados, en cualquier caso, a la letra impresa: la del brasileño de la
segunda mitad del siglo XIX Joaquin Maria Machado de Assis, por ejemplo,
quien escribía, según su propia confesión, con la pluma de la broma y la
tinta de la melancolía, o la del argentino Jorge Luis Borges, que tenía
tendencia a mirar el mundo bajo la forma de una biblioteca. No tengo tiempo
de comentar aquí el constante uso lúdico que hace Machado de Assis del
Quijote, incluso en su forma física de libro, ya que coloca de repente
una edición en una repisa, encima de un aparador, como testigo mudo de
las acciones secretas de sus personajes. Pero me voy a permitir un pequeño
ejercicio de literatura comparada, lo cual nos permitiría sospechar que la
identidad cervantina, plasmada en una lengua lejana y a la vez próxima,
es parte de la identidad nuestra, una referencia y un marco perfectamente
vigentes. Toda la obra de Cervantes, y en especial el Quijote, está llena,
como ya dije, de lectores, escritores y variados escribidores. Son
literatos extravagantes, suavemente obsesivos, agobiados por fijaciones
mentales y propósitos absurdos, y tendemos a suponer que todo esto encierra
una crítica del quehacer literario como tal, una autocrítica irónica, una
forma de desengaño. El escritor confesional, el autor de autobiografías
parciales, tiende y siempre ha tendido a poblar sus textos de ficción con
otros escritores. Son representaciones sesgadas, bromas, autorretratos
burlescos. Lo hace con frecuencia Marcel Proust en la Recherche, lo
hace Jorge Luis Borges en sus cuentos y en sus historias, lo hacen muchos
otros. Yo diría que James Joyce, Italo Svevo, Italo Calvino, entre muchos
otros, pertenecen a esta familia literaria. Sus obras son sistemas de
espejos deliberadamente deformados y donde la deformación sirve para
acentuar la fuerza de la metáfora. Si se quiere, la del retrato tramposo,
incompleto. Son definiciones de sí mismo que proceden por un método de
reducción al absurdo. Cervantes es Don Quijote en alguna de sus actitudes
vitales, pero sobre todo en el gran hecho de la lectura, que le ha
derretido el seso no menos a él que a su personaje. Y la sugerencia de
que la vocación literaria, el destino del escritor, tiene en su origen una
locura de lector, no anda lejos. Algo parecido se puede sostener de los
curiosos lectores-escritores de Jorge Luis Borges. Uno de ellos,
precisamente, Pierre Menard, escribe de nuevo el Quijote en el extremo de
un proceso de lectura apasionada, delirante, y no es casual que un
personaje lector, inventado a su vez por un lector escritor, repita la
historia de otro personaje trastornado por el acto de leer. La relación de
Pierre Menard con el Quijote y su creador, y con el Quijote y su antípoda,
Sancho Panza, es obvia. Pero si se lee el episodio de la Cueva de
Montesinos, en los capítulos XXII y XXIII del segundo Quijote, y si se lo
lee, sobre todo, después de una relectura atenta de "El Aleph", las
coincidencias, los juegos de espejo, los parentescos mentales resultan
sorprendentes.
El personaje que, después del episodio de las bodas de Camacho, se ofrece
para guiar al caballero y a su escudero hasta la cueva de Montesinos,
lugar legendario, objeto de rumores contradictorios en la región, recinto
oscuro y mágico, el primo del licenciado pueblerino que habíamos conocido
en las frustradas y después cambiadas y felices bodas, es uno de los tantos
escribidores disparatados de la literatura cervantina. Pertenece y
antecede con la mayor propiedad a la estirpe intelectual de un Pierre
Menard o de un Carlos Argentino Daneri. Menard ha escrito numerosos
textos literarios ociosos, enumerados por el narrador en su tono
semiserio. Carlos Argentino se propone "versificar toda la redondez del
planeta". Cuando lo encontramos, en el año 1941, ya ha despachado algunas
hectáreas del estado de Queensland, un gasómetro cercano a Veracruz,
un establecimiento de baños turcos del sur de Inglaterra, junto a otros
lugares no menos heterogéneos. Parece que la tendencia enumerativa y la
radical y burlesca inutilidad de las enumeraciones son propias de los
escritores de la familia cervantina y borgeana. La coincidencia demuestra
el significado decisivo del humor en esas escrituras. En el capítulo
XXII de la segunda parte nos enteramos de que el primo, el que sirve de
guía a Don Quijote, se define a sí mismo como humanista de profesión,
hombre dedicado a "componer libros para dar a la estampa". Enumera con
fruición, con poco disimulado orgullo, sus obras, y ellas contienen a
la vez copiosas enumeraciones. Uno de estos libros suyos lleva por título
El de las libreas y describe 703 libreas "con sus colores, motes
y cifras". El otro es una paráfrasis de Ovidio y el inefable primo y
guía se propone darle el nombre de Metamorfóseos. El tercero de
los libros de su pluma que menciona es Suplemento a Virgilio Polidoro
. Cuenta que ahí se propuso explicar quién fue el primero que tuvo
catarro en el mundo y quién tomó "las primeras unciones para curarse del
morbo gálico". Esto del morbo gálico suena a enfermedad venérea y
un historiador de la medicina me confirma que se trata de la sífilis.
Don Quijote escucha todo esto con santa paciencia, con lo cual el texto
nos indica que se trata de otro loco, y Sancho, en cambio, encarnación de
la sensatez burlona, se dedica a tomarle el pelo al primo y especula sobre
quién sería el primer hombre que se rascó en la cabeza. Este Sancho de
aquí, como el del final del vuelo de Clavileño, está muy lejos de ser un
simplón. Representa, por el contrario, una forma de sabiduría que no se
manifiesta con gravedad, que no se toma en serio, que opera a través del
humor de raíz popular, con una sensatez gruesa y sólida. En buenas
cuentas, concluye Sancho, si Adán tuvo cabeza y cabellos, debe de haber
sido el primero en rascarse, así como Lucifer, que fue expulsado del cielo
y cayó dando vueltas hasta los abismos, debe de haber sido el primero en
voltearse.
El primo pertenece a la categoría muy difundida del escritor vanidoso,
como Carlos Argentino, perseguidor y gestor de pequeñas glorias literarias.
Y Borges, el de la maravillosa interpelación a Beatriz Elena Viterbo, el
de "soy yo, soy Borges", vale decir, el Borges personaje de Borges, esta
invención autobiográfica y a la vez plenamente ficticia, este otro escritor
dentro de la escritura, desempeña, como se verá, un papel equidistante
entre Cervantes y su caballero. ¿Por qué? Porque baja, como el caballero,
no a una cueva oscura, pero sí al sótano de un caserón viejo de la calle
Garay, y porque ve, ahí, después de haber experimentado cierto malestar,
después de haber bebido un coñac de mala clase, situación comparable a la
del caballero golpeado por los cuervos y los grajos que salieron volando
de la cueva, una parte del universo, parte que es representación del
universo entero y a la vez cosa mental, espacio metafísico, abstracto,
ajeno al principio de identidad y al de contradicción. "Vi el populoso
mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada
telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era
Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en
un espejo..."
Por su belleza, por su magia, por su vuelo poético, la visión es digna del
Borges inventado por Borges, del Borges como metáfora. Así como la visión
de don Quijote en la oscuridad de la cueva es digna del Cervantes que se
proyectaba en el Caballero de la Triste Figura, que se contaba a sí mismo,
a la manera de Montaigne, y que al hacerlo se inventaba. Es, en buenas
cuentas, en el texto del siglo XVII, una exaltada enumeración de elementos
que salen de la profundidad, de la fantasía de la Edad Media, fantasía
ingenua, infantil, y a la vez abigarrada, astuta, cargada de sabiduría,
y en el del siglo XX, en ese improbable sótano de la calle Garay, una
lista de aspectos simultáneos del universo, fragmentos llenos de
imposibilidad: visiones metafísicas convertidas, precisamente, en ramas
de la literatura fantástica. Retroceden en ambos episodios, en el de la
cueva y el del Aleph, silenciados, descartados del primer plano, el
escribidor de las libreas y el de las hectáreas, los gasógenos, los
establecimientos de baños turcos. Las enumeraciones inferiores, absurdas,
ceden el paso a letanías poéticas: al gran misterio universal ("vi tigres,
émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay
en la tierra, vi un astrolabio persa..."). Estábamos en los terrenos de
una literatura inferior, de caricatura, y hemos pasado a estadios
superiores, a cumbres, ni más ni menos, de la lengua. El caballero, sentado
en la profundidad, se queda dormido y al cabo de un rato despierta. Es
la versión suya, sin testigos posibles, pero nos pide, nos insta a que le
creamos. Se abren grandes puertas de un palacio transparente y un venerable
anciano de luengas barbas, Montesinos, avanza y le dice a don Quijote de
la Mancha que lo estaban esperando hacía muchos años. Esa larga espera ya
nos coloca en un tiempo soñado. La visión quijotesca es nostálgica, propia
de un presente inferior al pasado, sentimiento que domina con sutileza,
con ironía, entre líneas, en la totalidad del libro y sobre todo en la
segunda parte. Para mí, en esta culminación de la segunda parte, el Quijote
ya es un libro de nostalgia, de inadaptación. La contemplación extasiada
de la Edad Media en sus expresiones más irreales, en su mitología, entra
en conflicto con el presente. Guadiana es un escudero convertido en río,
que cada cierto trecho se hunde debajo de la tierra y que después reaparece.
Todos están encantados por el viejo mago Merlín, y don Quijote, al descender
a esos recintos, participa del encantamiento. Sobre un sepulcro hay un
caballero muerto, Durandarte, pero su cuerpo, a pesar de los años que han
transcurrido, tiempo necesariamente indefinido, no es de mármol, de jaspe o
bronce, "como los suele haber en otros sepulcros", sino de carne y hueso.
La dueña Ruidera y sus hijas y sobrinas han sido convertidas en otras
tantas lagunas colocadas en la región de La Mancha, en las cercanías del
lugar no completamente preciso de donde venía el otro caballero, es decir,
el personaje nuestro, el de la Triste Figura. Después sabemos que Montesinos,
en cumplimiento de la última voluntad de Durandarte, le había sacado el
corazón y se lo había entregado a Belerma, la señora de sus pensamientos,
que no era inferior, a pesar de lo que le costaba admitirlo a don Quijote,
a Dulcinea del Toboso. Poco más adelante vemos desfilar a Belerma, vestida
de negro, con tocas blancas que llegan hasta la tierra, llevando un lienzo
con el corazón momificado de Durandarte. Estamos acostumbrados, por algún
motivo, a ver la literatura de nuestra lengua como literatura del realismo,
de la picaresca, de la vida popular en sus expresiones más elementales,
y ocurre que las páginas de más extremada y exaltada fantasía de toda la
narrativa europea se escribieron en la España de comienzos del siglo XVII,
la del primer barroco. El llamado realismo mágico procede directamente de
aquí, aunque después se lo hayamos atribuido, o se lo haya atribuido la
crítica europea y norteamericana, a un grupo de autores latinoamericanos
recientes. Y el autor moderno más emparentado con esta fantasía cervantina,
que hace de puente entre la Edad Media y la era del barroco, no es uno de
los cultivadores reconocidos del realismo mágico, no son las figuras
consabidas de un Alejo Carpentier o un Gabriel García Márquez, sino, y en
forma paradójica, ya que su mundo imaginario, por lo menos a primera vista,
tiene orígenes más cosmopolitas, más intelectuales, incluso más librescos,
Jorge Luis Borges.
La enumeración mágica del episodio de la cueva de Montesinos, narrada en
los capítulos XXII, XXIII y XXIV del segundo Quijote, tiene un contexto
histórico y literario preciso. Es una fantasía desatada, pero deriva de una
literatura concreta y que se entrelaza con el humor cervantino. Está
ligada con otra de las claves imaginarias de la segunda parte: el episodio
del vuelo del caballo de palo Clavileño en la mansión de los duques,
contado en el capítulo xli. Aquí Sancho Panza, con fruición, con regocijo,
cuenta lo que vio en los diferentes niveles del cielo durante este vuelo
inmóvil. Es una perfecta tomadura de pelo, una demostración clara de que el
Sancho de Vladimir Nabokov, ese "payaso generalizado", ha sido
lamentablemente mal entendido. Aquí se produce uno de los intercambios
más sutiles de toda la obra. Don Quijote se acerca a Sancho y le dice al
oído: "Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el
cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de
Montesinos. Y no os digo más".
Es un curioso pacto de credibilidad, y es, quizá, el pacto implícito,
en definitiva, en toda obra de ficción. Después de la fantástica
enumeración de lo que contempló en el Aleph, desfile no sólo de la Edad
Media sino del universo entero, desfile que no era ni podía ser desfile,
puesto que era simultáneo, el Borges del relato, el otro Borges, enfoca
el problema central de la ficción de una manera muy parecida. En la
culminación del cuento, en su "inefable centro", empieza, confiesa la
voz narrativa, "mi desesperación de escritor". Pero al final, después de
contarle al lector todo lo que ha visto, concibe una venganza que es
la más literaria de las venganzas. Don Quijote le propone a Sancho un pacto
de credibilidad. Se lo puede proponer porque Sancho es un alter ego,
otra voz, otra entelequia, pero la proyección de una misma persona.
Borges, en cambio, esto es, el otro Borges, le da un abrazo a Carlos
Argentino Daneri, le agradece su hospitalidad, le da un par de consejos
razonables y se va de la casa sin contarle nada, poniendo así en duda y
en solfa todos los supuestos del otro. Si la historia no se cuenta, no
existe, o sólo existe para nosotros, y no para el absurdo Carlos
Argentino.
Hablé de la frase de Machado de Assis, el brasileño: escribir con "a pena
da galhofa e a tinta da melancolia", la pluma de la broma y la tinta de
la melancolía. Es toda una declaración de principios: un signo y un síntoma.
La pluma de Cervantes y la de Borges, como la de Machado de Assis, como
la del inglés Laurence Sterne, como la de algunos otros, son similares,
parientes cercanas, y están empapadas en la misma tinta. Recurro, sin
embargo, a mi texto de las Memorias póstumas de Brás Cubas
(Instituto Nacional del Libro, Río de Janeiro, 1960), y me encuentro con
un detalle esencial y que se me había olvidado: la frase no forma parte del
prólogo del autor sino de la advertencia al lector escrita por el Brás
Cubas, el personaje. En buenas cuentas, habla un escritor o escribidor tan
ficticio como el de las libreas, como Pierre Menard, como Carlos Argentino
Daneri, y, para colmo, difunto. Es otra fantasía, otro juego, una broma
literaria al cuadrado. Podemos cerrar el texto con esta broma, e implorando
el perdón de las academias.-