La
doble censura
Epílogo
para la edición alemana de Persona non grata (2006)
Jorge Edwards
Letras Libres N°25
- Abril 2006
Por primera vez aparece en alemán
Persona non grata; a esta nueva edición, Jorge Edwards
añade el siguiente texto a manera de epílogo, en donde
narra las peripecias de su libro, injustamente descalificado por tirios
y troyanos, y las dificultades que entrañaba para un autor
tomar distancias con el dictador de Cuba.
Este libro fue publicado en Barcelona a fines de diciembre de 1973,
tres meses y pocos días después del golpe de Estado
de los militares chilenos contra el gobierno de Salvador Allende.
No era un buen momento, sin duda, para criticar a Fidel Castro, y
menos para que lo hiciera un escritor de Chile. Había que concentrar
toda la artillería en el ataque al general Pinochet y su dictadura.
Pero la verdad es que tampoco había otro momento. El texto
mío era un producto de la crisis de aquellos años, de
la confluencia de factores contradictorios que contribuyeron a la
destrucción de la democracia chilena, más bien atípica
dentro del conjunto general de América
Latina. Y era, más que nada, un producto de mi experiencia
personal, directa, intransferible, de representante diplomático
del gobierno de Salvador Allende en la Cuba de Fidel Castro. El poeta
Pablo Neruda, con quien había trabajado durante los dos primeros
años del allendismo en la embajada en Francia, él como
embajador, yo en calidad de ministro consejero, me aconsejó
que escribiera mi testimonio sin omitir detalles, pero que no lo publicara
antes de que llegara el momento oportuno. Él se haría
cargo de indicarme ese momento. En su condición de viejo militante
comunista, el poeta sabía de qué hablaba: sabía
lo que era la oportunidad y lo que era la necesidad. Por mi parte,
pensé que si esperaba la llegada de ese momento, y sobre todo
si esperaba a que Neruda me lo señalara, tendría que
esperar sentado, o morir a la espera. Ahora me parece que en este
punto no me equivoqué. De acuerdo con un antiguo dicho español,
a la oportunidad la pintan calva. Calva, podríamos agregar,
y además jorobada, artrítica, legañosa.
Después de la aparición del libro, los amigos de izquierda,
es decir, casi todo el mundo literario de entonces, solían
acercarse, tocarme el hombro y decirme: “Lo que has contado es la
pura verdad, todos lo sabemos, pero no era el momento de contarlo”.
Algunos me escribieron largas cartas privadas, para dejar constancia
de su opinión, incluso para felicitarme, pero fueron pocos
los que se atrevieron a hacer mi defensa en público. Uno de
esos pocos fue Octavio Paz. En ese mismo grupo reducido estuvieron
Mario Vargas Llosa, José Donoso y, por razones obvias, Guillermo
Cabrera Infante, uno de los primeros intelectuales cubanos del exilio.
Dos colegas y amigos que eran partidarios entusiastas del castrismo,
Gabriel García Márquez y Julio Cortázar, tuvieron
reacciones opuestas. Mi amistad con García Márquez se
basaba en parte en nuestra afición común a la música.
Solíamos escuchar en aquellos días, no sé por
qué motivo, obras de cámara de Gabriel Fauré
y sonatinas de Richard Strauss. Cuando salió el libro, dejamos
de hablar durante un tiempo de política y en cambio hablamos
mucho de sonatinas. Ahora solemos encontrarnos en diferentes lugares
del mundo, cada tres o cuatro años, y Gabriel García
Márquez llegó al extremo de contarme una vez, con sentido
del humor, una explosión malhumorada de Fidel Castro a causa
de su lectura de este libro. Creo que Julio Cortázar era más
inocente en cuestiones políticas, de opiniones más simples
ymás frontales. Nunca nos volvimos a ver, a pesar de frecuentes
encuentros anteriores en París y en La Habana. Después
supe que Cortázar había dicho lo siguiente: “Sigo siendo
amigo de Jorge Edwards, pero después de la publicación
de este libro prefiero no verlo”. Era, para decir lo menos, una extraña
manera de seguir siendo amigo.
No faltó, por el otro lado, y nunca faltaba, el intelectual
o seudo-intelectual que me acusara de haber recibido cheques de la
CIA norteamericana por escribir el libro. Uno de ellos, un poetastro
peruano, me visitaba con frecuencia en 1970, año en que fui
consejero de la embajada de mi país en Lima,y debo añadir
que bebía mi whisky con bastante entusiasmo y escasa medida.
Escribió uno de los textos más cursis del dossier de
prensa de Persona non grata. “¿Cuánto habrá
pagado la CIA por este ramillete?” se preguntaba, supuestamente intrigado.
Hace un par de años, en una presentación mía
en el Perú, advertí con sorpresa que el poeta en cuestión,
más viejo y más gordo, formaba en una cola para obtener
una dedicatoria mía en mi último libro. Cuando llegó
su turno, le dije con claridad, en voz alta: “A ti no te firmo nada,
y ya sabes por qué”. El pobre hombre se dio media vuelta, sin
decir una palabra, y emprendió la retirada. Pensé para
mis adentros que si me pedía una firma, era señal evidente
de que Fidel estaba de capa caída.
En sus primeras ediciones, el libro se publicaba siempre seguido de
un “Epílogo parisino”. Era una primera reflexión mía
desde Cataluña sobre los terribles crímenes del pinochetismo
que empezaba a divulgar la prensa internacional. En general, las cosas
que conté ahí ya son muy sabidas. En todo caso, a causa
de aquel epílogo que Pinochet, me imagino, estalinista al revés,
debe de haber considerado, él también, perfectamente
inoportuno, el gobierno militar no tuvo más remedio que censurar
Persona non grata. De manera que esta obra coleccionó
las censuras más diversas y contrarias: de Pinochet, de Fidel
Castro, de las editoriales estatales del Este, de la izquierda intelectual
de Occidente, sin excluir, desde luego, la “izquierda caviar”, la
gauche divine. Podría contar muchas historias a este
respecto, pero me limito aquí a una sola. Cuando llegué
a Milán en 1974, invitado por Bompiani, la editorial de la
traducción italiana, mi amigo Enrico Filipini, director literario
de la casa, me dijo que había recibido un llamado por teléfono
de los comunistas de Pavía. Estaban organizando un homenaje
a Neruda en el Teatro Municipal de la ciudad y deseaban un conferencista
conocedor del tema y en lo posible chileno. Al bueno de Filipini le
pareció que yo, viejo amigo del poeta, colaborador suyo en
la embajada del gobierno de Salvador Allende en París, era
la persona más indicada. En un primer momento, los militantes
de Pavía aceptaron mi nombre, encantados, pero después
se dieron el trabajo de leer mi libro. Entonces llamaron de nuevo
y le explicaron a Filipini, consternados, que habían comprobado
que el homenaje, lamentablemente, coincidía con el aniversario
de San Francisco de Asís y que por este motivo, de acuerdo
con una tradición secular, no podrían utilizar el teatro
de la ciudad ni otros lugares públicos. Nunca habíamos
pensado, Filipini y yo, en la relación entre José Stalin,
el padrecito de los pueblos, y el pobrecillo de Asís, pero
por lo visto dicha relación existía. Fuimos recibidos
en Pavía en una pequeña escuela, en una sala para unas
treinta personas, y me tocó hablar de Pablo Neruda frente a
una doble o triple fila de robustas matronas y esforzados militantes
locales. Hice un retrato humano y literario y conté algunas
historias graciosas del poeta, las cuales fueron escuchadas con estólida
seriedad, sin que en las caras de la asistencia se moviera un solo
músculo. Al terminar el acto, dos o tres militantes jóvenes
nos llevaron a un lugar que parecía un cabaret, espacio adecuado,
supongo, para invitar a burgueses frívolos y borrachines, que
contaban historias improbables, quizá calumniosas, de un Pablo
Neruda que bebía whisky y que se disfrazaba en las fiestas.
De todas las censuras del libro, creo que fue la más original.
¡A nadie se le había ocurrido todavía invocar
las reglas de la orden franciscana para aplicar un veto político!
En mis primeros días en París, poco después de
mi salida de La Habana, es decir, antes de comenzar la escritura,
Pablo Neruda me contó que Salvador Allende le había
escrito una carta muy dura, pidiendo sanciones administrativas en
mi contra, y que él se opuso en forma terminante. “No te la
quise mostrar”, agregó, “para que no te pusieras nervioso”.
Después de eso tuve que viajar a Santiago por razones personales,
a mediados de 1971, y el ministro de Relaciones Exteriores de la Unidad
Popular, Clodomiro Almeyda, intelectual de la izquierda socialista,
pero poco simpatizante de Fidel Castro y su gobierno, me invitó
a almorzar en el Ministerio. “Cuénteme lo que le pasó
en Cuba”, me pidió al sentarnos a la mesa. Le conté
en veinte minutos lo que después narré en este libro
en alrededor de trescientas páginas. Al final del relato, Almeyda
me dijo que se había imaginado algo así. “La única
discusión seria que he tenido con el presidente Allende desde
que estoy en este cargo”, añadió, “ha sido por causa
suya. Él quería aplicarle un castigo, y le contesté
que no podía tomar medidas contra un funcionario chileno, alguien
que siempre había obtenido las más altas calificaciones
en su carrera, sobre la única base de la versión cubana
de los hechos, sin haber escuchado la versión suya. “Ahora
–terminó el ministro–, voy a volver a conversar con el presidente
y le voy a decir que usted cuenta con toda mi confianza”. Me parece
que así lo hizo, y creo que Salvador Allende prefirió
doblar la página de una vez por todas.
Después de ese interludio santiaguino y de esa conversación
con Clodomiro Almeyda, regresé a mi cargo en París junto
a Pablo Neruda. El poeta padecía entonces de un cáncer
avanzado en la próstata y asumía con enorme y penosa
dificultad sus tareas en la embajada. Mi actividad, por eso mismo,
era variada, complicada, incesante. Iba desde participar en las renegociaciones
de la deuda externa de Chile con los acreedores reunidos en el llamado
Club de París, recibir a delegaciones militares y parlamentarias,
participar y hacer de orador en actos políticos o culturales,
hasta vigilar que se despacharan las invitaciones a las recepciones
oficiales, que los asientos estuvieran asignados de acuerdo con el
protocolo, que hubiera flores en los floreros de la residencia de
la Motte-Picquet. En los primeros días de la renegociación
de la deuda, los funcionarios del ministerio de finanzas francés
estaban asombrados. “Un poète et un romancier!” exclamaban,
un poeta y un novelista. Después llegaron los expertos enviados
desde Chile, y todavía no sé, en atención a las
circunstancias excepcionales, imprevisibles, que se presentaban a
cada rato, si renegociaron la deuda mejor que Neruda y yo. Entretanto,
en todas las madrugadas de fines de 1971 y de comienzos de 1972, en
un quinto piso del barrio de Passy, con vistaa la torre Eiffel semioculta
por la niebla o por la nieve, avanzaba en el primer borrador de este
libro, el que escribía con tinta en un cuaderno de dibujo de
gran formato. Un corresponsal de Prensa Latina, la agencia de noticias
cubana, me invitaba con sospechosa frecuencia a tomar una copa y trataba
de tirarme la lengua. Pero desde mi infancia en una casa burguesa,
frente a un padre que miraba con malos ojos mis precoces inclinaciones
literarias, tengo una sólida experiencia en esto de ser escritor
clandestino. Pablo Neruda me pidió una vez que le pasara el
manuscrito a fin de subrayar con un lápiz rojo, así
dijo, las partes que convenía omitir. Tuve miedo de que rayara
en rojo todo el libro, de que el texto desapareciera de una sola plumada
roja, y nunca se lo pasé. En mayo de 1973, cuando Neruda, gravemente
enfermo, ya se hallaba de regreso en Chile, hice contrato con el editor
barcelonés Carlos Barral. Pensaba, con la mayor ingenuidad
de este mundo, pedir un permiso de la diplomacia chilena y publicarlo
en España. Pero los acontecimientos se precipitaron. Se produjo
el golpe de Estado del once de septiembre de 1973, y yo, que ya gozaba
de los primeros días de mi permiso en el pueblo catalán
de Calafell, retuve mi manuscrito y le agregué las páginas
de aquel “Epílogo parisino” acerca del golpe militar de mi
país. En octubre de ese mismo año fui expulsado del
servicio diplomático chileno por la junta militar: me encontré,
en la práctica, como exiliado en España y, por primera
vez en mi vida, escritor a tiempo completo.
Ya he hablado de las curiosas censuras que se me aplicaron desde los
sectores más diversos. He dejado para el final, en este epílogo
para lectores alemanes, la de la entonces dividida República
Federal de Alemania. Es una situación que explica, por lo menos
en parte, que Persona non grata salga aquí con más
de treinta años de retraso. No pretendo entrar en detalles
y confieso que la minucia acusatoria me molesta, pero me parece interesante
recordar ahora que una gran editorial alemana mandó una comunicación
urgente a mi agente literario, Carmen Balcells, para que no les enviara
el libro “porque ya sabían de qué se trataba”. En otras
palabras, ni siquiera consideraban conveniente ponerlo en lectura:
podía presentarse por ahí algún lector desprevenido,
tolerante, que desconociera la consigna. Una segunda editorial, también
muy conocida, dijo que su informante de lengua española había
quedado entusiasmado con el texto y pedía especial permiso
para no devolver el ejemplar que había leído. A pesar
de eso, la editorial en cuestión, prudente, cautelosa, prefería
abstenerse de adquirir los derechos en alemán. Hubo otros rechazos
menos explícitos y al final mi agente, quizá impresionada
por la fuerza de éstos, prefirió no insistir.
El libro sale ahora en medio de una proliferación de gobiernos
populistas en América Latina. Es una nueva ola de izquierdismo
continental y parece que la vieja figura emblemática de Fidel
Castro adquiere una vigencia renovada. Ahora bien, si uno examina
cada caso con atención, llega a la conclusión de que
ni la política de Hugo Chávez en Venezuela, ni la de
Ignacio Lula da Silva en el Brasil, ni la de Kirchner en Argentina,
ni la que anuncian en estos días de enero de 2006 Evo Morales
en Bolivia y Michelle Bachelet en mi país, tienen nada verdadero
en común con la ideología pura y dura del castrismo.
Ninguno pretende expropiar la totalidad de los medios de producción.
Nadie habla de dictadura del proletariado. Todos, en cambio, se declaran
respetuosos de los equilibrios macroeconómicos. Evo Morales,
por ejemplo, durante su gira europea, ha dicho a sus interlocutores
que protegerá las inversiones extranjeras y que su único
afán consiste en asegurar que la explotación de los
recursos naturales de su país vaya en beneficio del pueblo
boliviano. Ricardo Lagos y su ya elegida sucesora podrían decir
exactamente lo mismo, quizá sin la misma aura y la misma retórica
populista. Pero se da una paradoja sorprendente: Chile, que se desarrolla
más que ningún otro país de América Latina,
que consigue reducir la pobreza con mayor eficacia que todos sus vecinos,
y que lo hace en condiciones de impecable estabilidad democrática,
no es hasta ahora un modelo invocado y celebrado por la nueva ola
de izquierda que asoma en la región.
Los grandes símbolos, al menos por ahora, son otros que los
chilenos o van por otro lado. La nueva izquierda continental rinde
homenaje a la anacrónica revolución cubana, que ya forma
parte de la historia, que pasó a la historia, y a la vez se
cuida mucho de no imitarla. Los primeros pasos de Lula en el
gobierno del Brasil, hace pocos años, fueron prudentes, y los
de Evo Morales en Bolivia también prometen serlo. Por eso fueron
atacados desde sus respectivos flancos extremos, mientras Fidel Castro
guardaba un significativo silencio. Uno diría que la revolución
quedó en calidad de símbolo, de emblema, de mascarón
de proa, mientras que su vigencia ideológica desapareció.
Esto no impide que algunos periodistas, poetas, intelectuales cubanos
de primera fila, paguen en la cárcel culpas políticas
que ya no son culpas en ninguna otra parte del mundo, mientras nosotros,
la gente del Occidente desarrollado o en desarrollo, nos olvidamos
de ellos en forma vergonzosa. A mí no me importa demasiado
que los políticos de cualquier pelaje le hagan homenajes a
Fidel y que viajen con frecuencia a abrazarlo en su pequeño
vaticano, emparentado, como habrán visto ustedes en este libro,
con las narraciones de Franz Kafka, más que con las páginas
filosóficas de Carlos Marx, pero pido que luchemos para que
las cárceles políticas cubanas, que son una vergüenza
de nuestra época, sean definitivamente abiertas. En esto no
voy a cambiar. Porque la escritura de este libro obedeció a
dos motivos centrales. No quise por ningún motivo, en primer
lugar, que la joven revolución pacífica de Salvador
Allende, que me había enviado a la isla como primer representante
diplomático, siguiera los rumbos que pude conocer de cerca,
sin que nadie me contara cuentos, de la revolución cubana.
En una oportunidad, ante mi asombro, en los días de abril de
1971 en que yo había llegado de La Habana a París, Pablo
Neruda, que venía de vuelta de un pasado de comunismo estalinista,
le dijo al embajador de Cuba que a él no le gustaba el “policial-socialismo”.
Después se comentó en círculos oficiales cubanos
y de la izquierda intelectual francesa que Neruda estaba sometido
a malas influencias. Me imaginé que yo, según esos comentarios,
era el eje de aquellas influencias nocivas y me sentí orgulloso
de serlo. La segunda razón de mi escritura fue una solidaridad
profunda, un sentimiento de amistad que me conmovió y me transformó,
con escritores cubanos que estaban arrinconados, hostilizados o que
ya habían tenido que salir al exilio: gente como José
Lezama Lima, Heberto Padilla, Virgilio Piñera, Guillermo Cabrera
Infante, entre muchos otros. Nunca me arrepentiré de haber
quebrado una lanza por ellos. Y nunca, hasta el día de mi muerte,
dejaré de quebrarla.
Costa central de Chile, enero de 2006