La
bolsa
Jorge
Etcheverry
Hace poco
me llama un poeta centroamericano (que no queremos nombrar). Quiere que le ayude
a organizar el lanzamiento de su libro. Cuéntate una nueva. La gente sabe
que puede contar conmigo. Mi trabajo solidario y por la literatura hispánica,
sin recompensa alguna, ya se ha hecho proverbial. En otras décadas fue
la lucha por la justicia social, como tantos otros que cruzaron
espadas con una entidad infinitamente superior a sus fuerzas, de ahí nuestra
presencia aquí y en la quebrada del ají. Las noticias que llegan
desde mi país ya no me tocan mucho. Son como esas cartas de amor, descoloridas,
manoseadas, que uno nunca envió a esa amada desdeñosa de nuestra
adolescencia, que quizás ni supo que existíamos. Pero basta de cháchara.
Acojo con agrado la tarea de ayudar a un compañero que hace unas décadas
bregaba en el ojo del huracán combatiendo a los mismos molinos de viento.
Meto en la bolsa scotch, tijeras, hojas en blanco, el permiso para poder servir
vino tinto y del otro, un sacacorchos. Para que vean que los latinos no siempre
improvisamos. Y ese libro que ando leyendo siempre. Esa bolsa es de cuero repujado.
La compré en Chile en la feria artesanal del Santa Lucía, a los
pies de ese cerro ahogado por los edificios del centro de Santiago. Es muy chévere,
como dicen los venezolanos. Bueno, la llevo colgada del hombro y camino al lanzamiento
pensando en lo que voy a decir en la presentación, algo general y a la
vez concreto, no muy pedante, sin muchos clichés políticos. En estos
tiempos de antiterrorismo paranoico, nunca se sabe quién va a llegar a
los recitales. La cosa sale más o menos bien, se sirve vino y en menos
de una hora de conversa y de ponerle estoy alegre, digamos, y no sólo yo,
los otros latinos, unos gringos que se toman sus tragos. En fin, me regalan una
botella de tinto, el único que tomo, me la tenía guardada el poeta,
le gustó la presentación que le hice. Se la doy a mi ayudante, un
muchacho idealista pero más bien simple que siempre me ayuda en estas circunstancias.
Me salto los pormenores de las horas pasadas en un bar para terminar la noche.
Al día siguiente me doy cuenta que no tengo la bolsa. Lo único que
realmente lamento es mi ejemplar del Quijote, compañero de estas décadas
de exilio. Llamo al local donde fue la presentación, al bar donde nos fuimos
a tomar, le mando un mensaje electrónico a la persona que me llevó
de vuelta a casa. Si alguna vez esa bolsa aparece llena de explosivos, documentos
o drogas, en cualquier aeropuerto, en allanamientos, en posesión de terceros,
etc., quiero dejar constancia de los acontecimientos. Pero será en vano.
Los que quieren apretarme las clavijas, traerme cortito, silenciarme la sin hueso
tienen medios menos notorios y más efectivos para asesinar mi imagen.