Autor de
Miltin, Diez, Ayer, Un año y la monumental novela Umbral, aparte
de las célebres Notas de Arte publicadas en el diario La Nación,
Alvaro Yáñez murió hace 40 años, un 13
de abril de 1964, y lo hizo escribiendo como Juan Emar, que significa
algo así como ‘estoy harto’, o ‘no quiero más’, o ‘me
tienen podrido’. Extractadas y editadas, se proponen aquí algunas
hipótesis para darle toda la razón a su magnífico
seudónimo.
A principios de 1923, después de una estadía de cuatro
años en París, Álvaro Yáñez
regresó a Chile metamorfoseado en Juan Emar, nombre
derivado de una suerte de fonética a la letra de la expresión
francesa J’ en ai marre, “estoy harto”, y que puede por homofonía
entenderse también como Jean (j’ en) Emar (ai marre). En efecto,
Juan Emar fue el seudónimo con el
que Yáñez firmó sus artículos y columnas
en el diario La Nación, principal soporte que utilizó
para el despliegue de sus ideas.
Este seudónimo ha suscitado un interesante intercambio de
opiniones, que bien podría llevarse al plano epistemológico.
Para Braulio Arenas, Juan Emar no estaba aburrido del mundo sino en
el mundo, y sólo buscaba matar el tiempo. Para Eduardo Anguita
se trataba de un intenso extrañamiento reconocido como una
“manifestación del desdoblamiento propio del espíritu,
que viviendo en este mundo, no es de este mundo y registra, con impávido
rostro, el movimiento de la vida”. Y, por último, la investigadora
Soledad Traverso plantea que “el origen del hastío en Emar
es justamente vivir en un mundo basado en la falsedad, en el cual
no puede creer y que rechaza y, del cual, sin embargo, no puede escapar”.
Entonces, hastío y aburrimiento, desdoblamiento o rechazo estarían
en la base del cambio de nombre.
El ‘estar harto’ surgió del exhaustivo examen de conciencia
que Emar realizó durante sus años en París. Este
punto resulta capital para comprender su visión de mundo y
las relaciones que estableció posteriormente con el arte, los
artistas y sus contemporáneos. El vínculo que asumieron
con los movimientos estéticos de principios del siglo pasado
aquellos artistas que tuvieron la posibilidad de viajar a Europa,
contrastaba fuertemente con la percepción dominante en el país.
Emar utilizó las páginas de las Notas de Arte para denunciar
“el aburrimiento permanente” en el que vivían los chilenos,
estableciendo sin tapujos las diferencias que lo separaban de sus
connacionales. Es así como en Pilogramas expuso sus puntos
de vista respecto a la creación, enfrentándolos a las
creencias en boga. Inició su artículo con una sentencia:
“Toda buena obra de arte huele a un color local. Se la puede ubicar
en el tiempo y también en el espacio”. Con ello estableció
una primera diferencia: la obra que encuentra sus materiales “en la
tierra y en la vida”, y aquella que los encuentra “en las nubes”,
dándole una sensación de universalidad y de abstracción
que la transforma, finalmente, en un “pastiche”.
Emar reconoció que hay quienes comprenden la necesidad del
color local, pero lo ponen como ‘punto de partida’, planteándose
el hacer obras nacionales, obras de arte chileno. “Y para solucionar
este problema básico del arte, aconsejan, en literatura, describir
rodeos y a los personajes hacerlos hablar en tono de guasos; en pintura,
pintar mantas, chupallas y espuelas...”. Pero, ‘el color local’ no
reside en los detalles pintorescos, sino en el conjunto de la obra
por la manera especial de haber sido sentida y realizada. De allí
que ese ‘punto de partida’ sólo conduce al pintoresquismo,
por tratarse de una idea y de un procedimiento preconcebidos. Esos
serían los dos polos del error en la creación: arte
nacional o arte universal. Para Emar se trataría, más
bien, de “extraer materiales sólidos, verdaderos, de la tierra
y de la vida y poder construir con una disciplina estética
seria...”
En sus obras, Emar no pretendió describir objetos ni situaciones
que el lector pudiera reconocer, ya que “el placer estético
(¿?) de la gente se reduce a volver a encontrar un objeto conocido”.
Por el contrario, toda su obra buscó desnudar el “deseo endémico”
de realidad de la crítica oficialista y del público
burgués. Para ello, interrogó al lenguaje poniendo en
evidencia sus carencias ante la imposibilidad de comunicar una realidad
cuyo conocimiento no es de orden intelectual o histórico. De
allí que sus textos, como escritura, narrarán evidentemente
alguna historia, pero sólo enunciando la imposibilidad de la
narración, y evitarán, por lo tanto, toda historia:
nombrarán desrealizando el acto de nombrar, humillarán
y descalificarán la realidad y su lógica del conocimiento,
desenmascarando sus artificios de representación.
Es aquí donde toma cuerpo la firma de Juan Emar como J’en
ai marre. El cuestionamiento que expresa el manuscrito Cavilaciones,
puede leerse como un intento de su autor por comprender la realidad
más allá del “proyecto previo”, al decir de Hans-Georg
Gadamer, con el que hasta ese momento lo había hecho. En efecto,
Emar examina las creencias y los hechos más cotidianos y comunes:
“A mí, como a los demás, se me dijo la fecha de mi nacimiento,
se me enseñó el sitio donde él había tenido
lugar, mi madre me dijo ser ella mi madre, mi padre ser él
mi padre, y todo esto, me fue explicado en un fugaz momento de ocio,
y mencionado como las cosas ya tan sabidas que es casi pecado otorgarles
más tiempo que el que merecen. Yo acepté y di vuelta
la hoja”. De esta manera, el autor nos refiere lo aprendido en su
primera socialización, aquella que se cumple en el contexto
familiar. Posteriormente, “se me fue explicando cuanto llegaba a mis
sentidos. ‘Esta es una casa –me dijeron- aquello un árbol y
una casa es tal cosa y un árbol tal otra’. Pronto lo supe casi
todo y sobre lo que aún ignoraba se me advirtió que
con el mismo sistema podría también clasificarlo si
mi curiosidad a ello me llevaba”. El aplicado alumno aceptó
lo que se le decía y consideró como real aquello que
sus sentidos percibían. Y volvió a dar vuelta la hoja:
“Acepté también y por un instante la vida y el mundo
me parecieron claros, límpidos, exentos de toda tiniebla, de
toda onda que pudiese venir a perturbar mi sueño”.
Así, el joven Álvaro Yáñez supo cómo
había venido al mundo y qué era todo aquello que le
rodeaba -el nombre de cada cosa-, conoció sus deberes y sus
necesidades, y que al final de la vida lo esperaba la muerte... Pero,
al despertar de su profundo sueño, se encontró en una
habitación desconocida, sin poder precisar el sitio que estaba
ocupando sobre la Tierra. Ello ocurrió al sentirse aguijoneado
por la duda o la curiosidad, “los dos resortes temibles que pueden
desviar al hombre del camino común y pacífico de todos”.
Ya no pudo aceptar lo que aprendió tan pasivamente, puesto
que “hace ya largos años me ha parecido que esta aceptación
en ‘bloc’ de nuestro ser y nuestro mundo es hecha totalmente ‘a priori’,
diría una cosa convencional que se ha inventado con no poca
astucia para evitar que la curiosidad malsana y roedora haga más
víctimas de las que hace, deslizándose en la mente de
los hombres”. De esta manera, lo que puso en duda era la existencia
de todo lo aprehendido, examinando los hábitos y los prejuicios
del pensar: “Pero dudar sólo es posible cuando se empieza a
suponer la posibilidad de que todo lo que tenemos, no diré
por modales, sino por fijo, estable, inamovible, pudiese acaso ser
considerado bajo otro punto de vista”.
Este fue el origen de j’en ai marre en Juan Emar: ni más ni
menos que un cambio paradigmático respecto a la realidad de
lo real. Es, precisamente, a partir del nuevo lugar que se construyó
para habitar y observar el mundo que Emar estableció no sólo
el carácter y condición de sus relaciones con sus contemporáneos
sino, también, su estética del arte y de la vida.
De esta manera, Juan Emar es más que un mote que suplanta
un nombre propio: es una manera particular de percibir el mundo y,
en este caso, de describirlo. Ni hastío ni desdoblamiento ni
rechazo. Sencillamente cuestionamiento, duda, re-invención
de lo real. Fue, precisamente, esta capacidad de re-invención
la que hace que la obra de Emar tenga ese ‘color local’ que mencionaba
en sus Notas de Arte.
En el prólogo de Braulio Arenas a la primera edición
de Umbral, leemos que, mientras “los demás (escasos) lectores
de aquel entonces insistían, cuál más cuál
menos, acerca del desarraigo y el cosmopolitismo del autor, yo consideraba
estas producciones (Ayer, Un año, Miltín 1934 y Diez)
como reveladoras de una manera americana de conocer y explicar la
realidad...”. Y concluye diciendo que “era todo un sector oscuro del
alma americana el que estaba titilando en el enigma de las páginas”
de esos libros. ¿Se refería Arenas a un código
común, histórico, geográfico y cultural, que
hace de los textos de Emar un territorio reconocible para los chilenos?
Sin duda, es en Umbral donde esta relación adquiere connotaciones
más relevantes y concretas. Basta para ello ubicar en el mapa
de Chile los nombres de los personajes que pueblan la gran obra, así
como la referencia a numerosas ciudades y localidades del país,
donde transcurren las acciones de la novela, para referirla a nuestro
territorio. Sin duda, no hay casualidad en los nombres de los personajes
de Juan Emar. Ellos están repartidos a lo largo de todo Chile,
como si fuesen habitantes de un mismo suelo, como si tuviesen una
misma raíz: Lorenzo Angol, Desiderio Longotoma, Baldomero Lonquimay,
Rosendo Paine, Florencio Naltagua, Albania Codahue, Martina Vichuquén,
Teodosia Huelén, y un largo etcétera. Igualmente existen
en los libros publicados en la década del treinta, las referencias
a calles y lugares que participan de los códigos culturales
y, asimismo, una posibilidad de ser de la realidad que solamente se
reconoce como latinoamericana. Como lo señalara Pedro Lastra,
las “múltiples direcciones de lo imaginario (en los textos
de Emar) expresan una conciencia que vive plenamente la literatura
como actividad instauradora, y anticipan aspectos singulares de lo
que años después empezaría a denominarse lo real
maravilloso”.
De esta manera, la narrativa emariana accedió treinta años
antes a lo que hoy se conoce mundialmente como realismo fantástico
y que, por su cercanía temporal con los movimientos de vanguardia
europeos, fue asumida como surrealista. Posiblemente los textos de
Juan Emar no son lo uno ni lo otro en estado puro. De lo que no cabe
duda es que constituyeron una posibilidad para la narrativa latinoamericana
que fue tachada, prohibida porque silenciada y, finalmente, considerada
ilícita en su época.