El
Chile de Isabel Allende
Por
Jorge Edwards
Artes y Letras, Domingo 11 de mayo
de 2003
Tengo el recuerdo de antiguos
exiliados voluntarios, incorporados a menudo al gran mundo internacional, a lo
que ahora se llamaría jet-set, que caían en verdaderos accesos de
nostalgia y se reunían para recordar, para hablar del "país
de la ausencia", como dijo la poeta y premio Nobel Gabriela Mistral, para
comer guisos criollos, para alegrarse, reírse y lamentarse.
Veo
a una vieja chilena casada con un auténtico duque francés, instalada
en un castillo del siglo XVII, y que en el crepúsculo de su vida se disfrazaba
de araucana, de india mapuche, y lloraba de pena por su infancia desaparecida.
Viajo a París desde Madrid por un fin de semana y me encuentro con
los cafés y los restaurantes del nuevo exilio, formado ya en gran mayoría
por la segunda generación de los que escaparon de la dictadura militar.
Podrían haber aprendido muchas cosas y haber olvidado algunas, pero la
memoria de lo chileno, unida a la costumbre, es ahora y siempre ha sido terca,
obstinada. Paso por el frente de alguno de aquellos lugares y escucho cuecas,
tonadas, tangos de la vieja guardia. Me digo que no tenemos remedio. Aspiramos
todo el tiempo a irnos, somos incapaces de quedarnos tranquilos en nuestra provincia,
pero nunca terminamos de adaptarnos afuera.
Ensayo
y ficción
Isabel Allende dice que ganó un
país después del 11 de septiembre del 2001. Es decir, después
de la crisis provocada en Norteamérica por el ataque a las Torres Gemelas,
adquirió una solidaridad real con su país de adopción. No
dudo de este sentimiento. Es una reacción generosa, humana, explicable.
Pero Chile, el país inventado, es un espacio no resuelto de su sensibilidad,
una crisis interior permanente, una contradicción. La escritora ha sido
hija e hijastra de diplomáticos, se ha pasado la vida instalando y levantando
casas, haciendo y deshaciendo maletas. No es una forma de vida recomendable para
adquirir eso que ahora llaman una identidad segura. Pero se ve, a través
de las páginas de "Mi país inventado", que al fin consiguió
adaptarse y sobrevivir con una salud envidiable, con una mezcla de sensatez sólida,
de astucia, de imaginación. Además, ha agregado un título
a un género chileno por excelencia.
las explicaciones de Chile en
verso y en prosa florecieron desde los días de la conquista. Isabel Allende
cita "La Araucana" de Alonso de Ercilla, poeta y soldado del siglo XVI,
pero también podría citar las cartas de Pedro de Valdivia, el primero
de los conquistadores, o el "Arauco domado" de Pedro de Oña,
o la "Histórica Relación" del jesuita colonial Alonso
de Ovalle. Los siglos XIX y XX están llenos de obras de esta especie: ensayos
de explicación, reflexiones contradictorias, descripciones líricas.
En los años cuarenta del siglo pasado, en su época de plena madurez,
Pablo Neruda se propuso escribir un "Canto General de Chile". Después
amplió su proyecto inicial, lo desarrolló, y terminó por
publicarlo como "Canto General". Pero la tendencia a tratar de explicar,
sin llegar nunca a conclusiones más o menos definitivas, y a contar el
país es constante. Y es inevitablemente contradictoria y parcial. Porque
no hay un solo Chile y no hay, sobre todo, una sola forma de ser chileno. El ensayo
ingresa en un territorio que limita de un modo necesario y hasta se confunde con
la ficción. El país, en el libro de Isabel Allende, es una historia
de familia, y la literatura también. La identidad está sostenida
por recuerdos de infancia y adolescencia que son familiares: álbumes, estampas,
memorias de familia. Y es la escritura lo que introduce una coherencia en esos
recuerdos. De modo que la escritura, en definitiva, hace posible la construcción
de la memoria.
No sé si Isabel Allende es consciente siempre del
peligro de generalizar. Me da la impresión, más bien, de que generaliza
y sostiene verdades simples para mantener el ritmo del texto, para adelantar en
la escritura, para evitar la duda paralizadora. El libro es una mezcla de preguntas
sin respuesta, o con respuestas a medias, y de afirmaciones sueltas. Uno siente
a menudo que la autora, como sucede siempre con los exiliados forzados o voluntarios,
se ha quedado en una etapa anterior, ya desaparecida, salvo en la conciencia suya.
Dice, por ejemplo, que las mujeres no tienen las mismas oportunidades que los
hombres en lo que se refiere al poder político. Esto era valido hace treinta
años, pero ahora no me parece tan claro. Michelle Bachelet, ministro de
Defensa, y Soledad Alvear, ministro de Relaciones Exteriores, no bajan de los
dos o tres primeros lugares en las encuestas para la próxima elección
presidencial. Por lo demás, incluso en épocas pasadas se sostuvo
con buenos argumentos que Chile, a pesar de las apariencias, es un relativo matriarcado.
Hay toda una historia de mujeres fuertes détras o a un costado del poder.
Y de grandes personajes femeninos de gran dominio.
Algunas de las tesis
de Isabel Allende me hacen pensar en el Chile desaparecido de mi juventud y otras
en cambio, son enteramente actuales. Ella dice que todo llega con gran retraso,
pero a mí me parece, más bien, que en el Chile de la economía
neoliberal todo nos toca con una rapidez casi vertiginosa. Dentro de mis nostalgias
personales y que no propongo como ejemplo para nadie, suelo añorar el país
provinciano, remoto, donde uno conseguía el contacto con el mundo con gran
esfuerzo, donde tal revista que llegaba a la única librería francesa
de Santiago o tal autor en las vitrinas de la librería inglesa eran como
maná caído del cielo. La lectura que uno hacía en aquellos
años de un libro de Albert Camus o de William Faulkner era única,
en cierto modo mágica, y todavía tengo la sensación de absorber
las páginas como una esponja. Ahora estamos bombardeados por la información,
por las visitas de cantantes internacionales o de escritores célebres,
y el tiempo para escuchar música en forma concentrada, para leer libros
sin ser interrumpido, es una riqueza perdida.
Isabel Allende habla en forma
un tanto despectiva del llamado legalismo chileno. Sostiene que el general Pinochet
impulsó una Constitución política y organizó un plebiscito
sobre su propia continuación en el poder debido a esta obsesión
legalista. La verdad es que no es fácil entender, sobre todo desde fuera,
que un dictador haya sometido su autoridad a una prueba electoral y haya aceptado
después los resultados negativos. Pero el respeto estricto de la ley, algo
que se conoció en el pasado chileno como "religión del Estado",
fue una manera de los fundadores de la República de evitar la anarquía
que ya se manifestaba entre nosotros y que dominó en casi todo el resto
de la América española. Si nos permitió salir de una dictadura
en forma pacífica, por mediocre o limitada que haya sido la transición
siguiente, no está tan mal. Hay que celebrar este famoso legalismo criollo.
Produce burocracia, sin duda, y tiende a implantar un orden grisáceo, probablemente
aburrido, pero prefiero este orden a cualquier forma de violencia pintoresca y
sangrienta.
Timidez
y riqueza verbal
Algunas de las observaciones de "Mi país
inventado" son lúcidas, originales, y están expuestas con indudable
sentido del humor. Somos, como indica Isabel Allende, demasiado discretos, disimulados,
temerosos del qué dirán y del ridículo.
Estamos llenos
de secretos y de cadáveres adentro del armario, llenos de historias, familiares
o no familiares, inconfesables. A la vez, somos simplones, pobres, de recursos
escasos, y esto se da en lo material y en la imaginación. Isabel Allende
sostiene, por ejemplo, que tenemos muy poca imaginación gastronómica,
pero que usamos la creatividad en los nombres de los guisos: locos apañados,
queso de cabeza, suspiros de monja, etcétera. Es una observación
divertida y menos secundaria de lo que podría parecer a primera vista.
Nuestra timidez, nuestra falta de expresión, nuestro carácter opaco
en la vida diaria, son compensados por una riqueza verbal.
Isabel Allende
habla de nuestras conversaciones, nuestra afición a la chismografía
y al pelambre, nuestra risa. Yo salgo, regreso y me encuentro con esta atmósfera,
con este constante ejercicio del lenguaje, con este juego. He visto a caballeros
respetables de Santiago que sufren un ataque de risa y se caen de su silla al
suelo. Es probable, por otra parte, que la modernización de las costumbres
haya introducido elementos de compostura, de disimulo, de autocontrol mayores.
Recuerdo familias que se emborrachaban enteras, sin decirlo, sin confesarlo, quizá
sin darse cuenta, y que se ponían a bailar o se tiraban cojines y objetos
más contundentes por la cabeza. Creo que ya dejaron de existir, para desgracia
nuestra. Como dejaron de existir los grandes extravagantes del viejo paisaje santiaguino:
el Loco Tal, el Incandescente Cual, el Fantasma Fulano.
Me parece que nos
acercamos aquí a una de las claves de nuestro tema. Somos una sociedad
opaca, grisácea, cautelosa, pero tenemos una curiosa capacidad de verbalización.
Es por eso que somos un país de poetas y escritores: de obsesivos explicadores
y fabuladores. Me atrevo a sostener, además, que hay una notable ambivalencia
chilena. Somos melancólicos, tímidos, discretos, pero nunca falta
un doble eufórico escondido en nuestro armario personal.
El libro
de Isabel Allende tiene algo de ensayo y algo de relato autobiográfico.
Cuando intenta desarrollar verdades generales es discutible. Cuando resume a grandes
pinceladas la historia reciente no me convence del todo. Pero tiene indudable
interés cuando muestra la relación de la autora con ese pais suyo
en parte inventado, imaginario, de ficción; con la historia de su familia,
que también es memoria inventada, y con su vocación de narradora.
Uno descubre que la escritora, a lo largo de una vida errante, incierta, sin duda
difícil, adquirió una certeza, un territorio propio, un cable a
tierra, en el lenguaje narrativo. Es lo más sugerente para escritores o
no escritores, lo más instructivo de este libro. Es un texto arbitrario,
imaginativo, hasta caprichoso, pero que tiene el mérito de su arbitrariedad.
Producirá más de alguna noción equivocada y más de
algún desengaño, pero provocará curiosidad, y eso es el origen
de todo