El periodismo, en su condición
de crónica, testimonio, prosa memorialística, forma
parte de los orígenes de la literatura moderna; es más,
constituye una de las vertientes de la modernidad literaria. De ahí
que el periodismo, se señala en estas páginas, más
que una ciencia o una técnica, es un arte ligado a la literatura,
cuyo ejercicio no puede controlarse y reglamentarse en la misma forma
en que se controla el ejercicio de profesiones tales como la medicina
o la ingeniería. Además —se subraya—, es una opción
literaria que se relaciona con la libertad de expresión y,
en general, con las libertades individuales. En este último
aspecto, observa el autor, el periodismo adquiere su forma moderna
en el siglo XVIII, durante el auge de la Ilustración, del racionalismo
y de la ideología liberal. Las repúblicas latinoamericanas,
y Chile en forma muy particular, recogieron estas nociones desde los
primeros años de la Independencia. El periodismo ilustrado,
civilizado, crítico, en la prosa de personajes como Andrés
Bello, Lastarria, Pérez Rosales, Vicuña Mackenna, y
en la de exiliados en Chile como Sarmiento y Alberdi, imprime desde
aquella época un carácter original a toda nuestra literatura.
 De vez en cuando conviene mirar las cosas literarias
desde la óptica del periodismo. El periodismo está ligado
a los orígenes de la literatura moderna. Constituye una de
sus vertientes, una de sus opciones. Desde la opción del periodismo
entra en la escritura la visión crítica el registro
de los sucesos y su comentario, el uso, y el uso inventivo, pero no
abusivo, de la memoria. El primer escritor
de esta especie: Montaigne. El primero en nuestro idioma: Baltazar
Gracián. Los primeros en nuestro Nuevo Mundo: los cronistas
de Indias.
"Quiero que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria,
sin contención ni artificio: porque soy yo mismo el que me
pinto", escribía Montaigne en la célebre advertencia
al lector de sus ensayos completos, y agregaba: "De este modo,
lector, soy yo mismo la materia de mi libro: no es razón para
que emplees tus ocios en un tema tan frivolo y tan vano...".
Se trata, claro está, de una modestia irónica. Generaciones
de lectores, durante siglos, han empleado sus ocios en lecturas de
aquella especie. ¿Por qué? Porque la escritura del yo
es la del testigo, la del observador directo, la del que dice, "sin
contención ni artificio", esto es, sin autocensurarse
y sin dorar la píldora: yo estuve en tal parte y vi tales y
cuales cosas con mis propios ojos, cosas que me inspiraron tales y
cuales reflexiones.
La idea de que el periodismo sea una profesión controlada,
sometida en su ejercicio a reglamentos y a títulos, como la
medicina, la psiquiatría, la odontología, es un error
grave, y es un error en el que ha incurrido, me parece, el nuevo proyecto
de Ley de Prensa. Un médico sin estudios no pasa de ser un
curandero. Un psicólogo sin suficiente preparación y
que abre una consulta es un sujeto peligroso, capaz de causar estragos
entre sus pacientes. Supongo que Hipócrates, heredero de una
ciencia rudimentaria, que no se distanciaba todavía de la magia,
carecía de título, pero después de él
apareció la figura del médico profesional en la historia
de Occidente. La medicina se convirtió en una ciencia y una
técnica bien acotadas. El periodismo, por el contrario, está
mucho más cerca del arte, es una de las formas de la expresión
literaria. Y es una forma moderna estrechamente conectada con los
orígenes de la modernidad, vale decir, con el espíritu
crítico y con la consagración de las libertades individuales.
Se puede estudiar, por consiguiente, para ejercer mejor el periodismo,
pero no se puede limitar su libre ejercicio con el pretexto de los
estudios. Hacerlo es tan disparatado como obligar a los novelistas
o a los poetas a pasar por talleres literarios. Los talleres, por
lo demás, son lugares de práctica, no de formación
académica. Mejor dicho, son lugares donde la formación
se obtiene a través de la práctica y del enfrentamiento
con los lectores.
No sólo veo una relación evidente entre
el periodismo y la modernidad literaria y política. También
veo que la tradición chilena, al asimilar después de
la Independencia, desde los primeros tiempos republicanos, elementos
esenciales de la modernidad europea, registra de inmediato un brote
notable de escrituras testimoniales, de crónicas, de memorialismo.
El estilo ilustrado, civilizado, crítico, de un Jovellanos,
un Leandro Fernández de Moratín, un José María
Blanco White, se desarrolla con vigor en los nuevos países
independientes y sobre todo en Chile, que durante décadas aparecería
como el único "capaz de ser República hablando
en español", como diría el general José
de San Martín en una carta enviada desde su exilio en Europa.
Blanco White mantiene una intensa correspondencia con Lastarria, citada
a menudo por éste en sus Recuerdos literarios. Moratín
es el maestro en París del joven Vicente Pérez Rosales,
quien nos entregaría su testimonio muchísimos años
más tarde en un extraordinario capítulo de sus Recuerdos
del pasado, sobre el liceo español y sobre los exiliados
de la época de Fernando VII, los "afrancesados".
Andrés Bello hace la crítica de los nuevos libros europeos
y de las nuevas ideas en los periódicos de su época.
Los exiliados argentinos, encabezados por Sarmiento y Alberdi, se
unen pronto a esa gran corriente del periodismo y del ensayo chileno
del siglo XIX. Cuando los antiguos profesores de literatura decían
que Chile carecía de imaginación, que sólo era
un "país de historiadores", demostraban su nula sensibilidad
frente a una prosa tan imaginativa, tan chispeante, tan dinámica,
como la de un Pérez Rosales, un Vicuña Mackenna, un
Jotabeche. Hay que buscar en esos autores, en esos personajes tan
inclasificables, a caballo entre la literatura, la historia, la política,
los rasgos más originales del pasado cultural chileno. Ese
periodismo de las ideas y de la sensibilidad, que escapa por definición
a todo control académico, reglamentario, es uno de los orígenes
sólidos de nuestra literatura de hoy. De esa fuente brota el
memorialismo burlón de Edwards Bello o de González Vera,
la visión crítica de Gabriela Mistral, de Vicente Huidobro,
de Nicanor Parra o Enrique Lihn. Es una tradición que podemos
y que debemos reivindicar ahora. La desaparición del marxismo
como ideología dominante y la revalorización de los
pensamientos críticos y liberales anteriores hacen más
difícil y oportuno este trabajo de recuperación cultural.
Pérez Rosales o Vicuña Mackenna, que hasta hace poco,
en períodos de fiebre ideológica y de polarización
aguda, eran mirados como antepasados remotos, históricos, reducidos
a la condición de textos escolares o de nombres de calles,
se han transformado de nuevo en contemporáneos nuestros. Lo
mismo ha sucedido con Blanco White, el cura escapado de los conventos
de Sevilla y convertido a la filosofía crítica inglesa,
o con Leandro Fernández de Moratín, que ahora conocemos
en la intimidad discretamente libertina en sus diarios y en el retrato
amable, socarrón, sonriente, que nos dejó nuestro gran memorialista
y periodista del siglo XIX.
Un buen ejemplo es el de Machado de Assis en el Brasil de fines del
XIX. Si el periodismo, en su acepción más amplia, forma parte de los
orígenes de la literatura chilena, también juega un papel decisivo
en la formación de Machado de Assis, ampliamente reconocido en su
tierra como el padre y el maestro de la literatura brasileña moderna.
El adolescente Machado, hijo de un pintor de paredes mulato, criado
en las "favelas" del Río de Janeiro de mediados del XIX, autodidacta
puro, se presentó un buen día en la tertulia de una librería y entregó
un artículo de su propia creación. Alguien, uno de los miembros de
esa reunión amable y culta, sin pedirle, claro está, título alguno,
entregó ese texto a un periódico y el muchacho encontró a los pocos
días un trabajo doble: articulista de ese diario y aprendiz de tipógrafo.
Era el comienzo de una larga historia, una historia que no se detuvo
en Machado, que siguió hasta Guimaraes Rosa, Drummond de Andrade y
tantos otros. Machado de Assis, que llegó a ser con el tiempo uno
de los más grandes novelistas y cuentistas de la lengua portuguesa,
nunca abandonó el ejercicio semanal de la crónica de periódico, tradición
que los narradores y los poetas brasileños posteriores recogieron
y continuaron. Machado fue incluso periodista parlamentario: una de
las obras maestras de la literatura de su país es una larga crónica
suya de este género, "O velho Senado" (El viejo Senado).
La inserción del periodismo en la comente central de la creación literaria
es un fenómeno que se ha dado en todas las literaturas modernas: en
la inglesa, la rusa, la francesa, la italiana. Balzac, que era un
nostálgico del viejo orden, hizo una sátira terrible el periodismo
en el ciclo novelesco de Las ilusiones perdidas, pero hablaba
sin duda de los abusos de la prensa, de las deformaciones de la profesión,
que ya se presentaban con rasgos bastante semejantes a los de hoy.
Pero él escribió en las revistas y periódicos de su tiempo, así como
Baudelaire, Guy de Maupassant, Emile Zola y tantos otros. Jean Paul
Sartre, Albert Camus, Ernest Hemingway, George Orwell fueron escritores
periodistas en tiempos muy recientes.
Ahora bien, aunque a menudo lo olvidemos, esa vertiente de la escritura
periodística y testimonial es más fuerte, más decisiva, en el mundo
nuestro. En las dos orillas del idioma, probablemente. La familiaridad
con la escritura en la prensa de la generación española del 98 era
una manifestación peninsular de actitudes asimiladas hacía tiempo
en América Latina. Unamuno conocía a la perfección el ensayismo periodístico
de Sarmiento, de Barros Arana, de Rodó. Pío Baroja, en sus memorias,
retrata hasta la saciedad, con humor y con ironía, a una rica galería
de escritores periodistas de España y América que pululaban por el
París y el Madrid de comienzos de siglo. Todavía escuché algunas de
las historias barojianas en el París de comienzos de la década
de los sesenta. No sé si aquellos escritores del 98 alcanzaron
a conocer el trabajo de los mexicanos José Vasconcelos o Alfonso
Reyes, pero no hay duda de que su prosa reflexiva, culta, intransigente,
les habría interesado. Habría que preguntarse también
si la originalidad de Borges, que en alguna medida consiste en moverse
siempre en terrenos limítrofes o en tierras de nadie, entre
el ensayo y la ficción, no deriva de esos ensayistas y cronistas
anteriores. La relación entre el mexicano Reyes, atento a las
literaturas clásicas, a Goethe, a Shakespeare, y sensible a
la vez a su región del Anáhuac, y el bonaerense universal
Borges, no es tan arbitraria como podría parecer a primera
vista.
La relación de los escritores latinoamericanos actuales —Vargas
Llosa, García Márquez, Bryce Echeñique, Cabrera
Infante, Severo Sarduy, Cristina Peri Rossi— con el periodismo literario
merece un estudio detenido. Es un punto de encuentro con la literatura
contemporánea de España. Son escrituras que confluyen
en espacios periodísticos de Madrid, Barcelona, Buenos Aires,
Bogotá, México. Nosotros, en Chile, como siempre, estamos
un poco ausentes, un poco despistados. Y ahora, según me cuentan,
para rematar las cosas, les vamos a exigir colegiatura y títulos
académicos. ¿O estoy mal informado?