Hace un par de semanas fui invitado a leer poesía a un desvencijado
liceo público, instancia en la que una distinguida profesora
me presentó como uno de los “veinte mejores poetas de la actualidad”,
no aclarando, eso sí, el lugar que ocupo dentro de su particular
escalafón lírico. La voz del
pueblo, representada en este caso por el infaltable chistoso de la
última fila, espetó “¡chis, pero todavía
no es top ten!”, dando por sentado con esa frase que yo colgaba del
último lugar en el ranking de su buenamoza y al parecer muy
bien informada maestra.
La situación terminó por convencerme de que, tanto
para la gente común como para cierto público ilustrado,
el poeta sólo es tal si voces vagamente autorizadas así
lo certifican, importando un bledo que el sujeto en cuestión
haya escrito algo digno de inscribirse dentro del género.
Lo cierto es que la anécdota
demuestra hasta qué punto la imagen y la valoración
pública de un escritor, especialmente de poesía, depende
de cuántas veces al mes aparezca en la prensa, de las causas
correctas o populares que defienda, de los peregrinos premios que
haya obtenido o de las rimbombantes frases para el bronce que sea
capaz de emitir, sin considerar los escándalos o las polémicas
en las que se haya visto envuelto. A nadie, por supuesto, se le ocurre
leer siquiera una estrofa del trabajo por el cual el susodicho es
llamado “poeta”; a lo más se le pide que regale a diestros
y siniestros sus libros y que explique, que explique melosamente y
hasta la saciedad, su oda, su elegía o su soneto y las espirituales
razones que lo motivan a escribir.
De vez en cuando, luego de una aleatoria encuesta, cierta prensa
suele también confeccionar el ranking de los mejores poetas
de la nación. En tal listado, los dos primeros inamovibles
lugares corresponden a Neruda y Mistral, más que nada en atención
al hecho de haber obtenido ambos sendos campeonatos mundiales en el
género. Vicente Huidobro, sin título en esta categoría,
pero al que se le reconocen inobjetables victorias morales tanto en
castellano como en francés, ostenta un decoroso tercer puesto.
El resto de los seleccionados suelen ocupar desde el quinto lugar
hacia atrás, ya que la cuarta posición está casi
definida a favor del nonagenario antipoeta en desmedro del sulfuroso
y pantagruélico De Rokha, hijo ilustre del Patio de los Callados
y quien, por lo mismo, tiene cero derecho a pataleo en esta antojadiza
distribución de parcelas en el Parnaso.
El ranking de poetas en un país al que le interesa cada vez
menos la poesía no puede ser sino una expresión más
de ignorancia, facilismo y vulgaridad. Quienes canonizan poetas a
través de estas y otras livianas modalidades se pasan por buena
parte a generaciones poéticas enteras, transformando de paso
a importantes autores en meros fetiches pop y relegando a eslogan
-Chile, país de poetas- la más compleja y delirante
producción cultural surgida alguna vez en este prosaico y aporreado
territorio.