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Juan Luis Martínez: adiós a la poesía

Carla Cordua

 



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Ninguna frase, ninguna coma
ningún texto, ningún autor
ningún delito, ningún rencor
ninguna, ninguna canción de amor.
J.L.M.

 

1

Un poeta que prefiere expresarse en prosa [1], prefiere componer lo que llama una 'novela' que, por otra parte, no es una narración sino consiste de trozos a primera vista inconexos de diversa índole que reproducen, al menos en la forma, la autonomía y autosuficiencia de los poemas de que suelen constar las colecciones líricas, ¿qué relación establece en esta obra suya con la poesía? Esta es una pregunta casi inevitable a propósito de La nueva novela, un libro desconcertante como pocos, que el poeta Juan Luis Martínez publica en 1977.

Resulta normal para la poesía, que lo que la obra dice del poeta y éste de la poesía sea lo mismo que toca y conmueve al lector. Pues el poema terminado, comprendido y apreciado exhibe, en cuanto conjunto, a lo lírico como tal. Allí, en el caso de cada poema, se determinan unos a otros el poeta, la poesía, el sentido de la obra y la experiencia del receptor. De esta constelación múltiple patrocinada por la obra poética depende el carácter único de la ocasión en que lo lírico se produce a cabalidad y también su efectividad, en rigor irrepetible. Por lo general la relación del poeta con la poesía y con los receptores de ésta, no constituye para el lector lírico no profesional un enigma digno de cuestionarse, pues el poema ofrece todo lo que la ocasión precisa. En el caso del libro de Martínez, sin embargo, por el desconcierto que no puede dejar de experimentar, su lector se verá asaltado por preguntas y enigmas sin solución. El poeta ha preparado deliberadamente este resultado anómalo. ¿Qué hacer si deseamos entender, participar, a pesar de todos los obstáculos?

Para contar con un modelo que arroje luz sobre los procedimientos de este poeta, demos por descontado, al menos por esta vez, que los poetas consiguen decir lo que sienten y quieren decir y que los lectores reciben bien sus palabras y responden adecuadamente a lo expresado en el poema. De modo que el poema logra reunir al poeta y al lector mediante su sentido, su sonoridad, su ritmo y su belleza. Allí, en este encuentro, florecerán conjuntamente de una manera memorable todos estos elementos y muchos otros. Lo que acontece de esta manera es algo complejo y muy diverso, según la ocasión, la cosa y las personas de que se trata en cada caso. Tal complejidad puede ser objeto de reflexión y análisis, pero la unidad lírica tiene que haberse producido ya para que pueda surgir el interés en sus componentes y en sus posibles sentidos.

La unidad compleja de lo lírico como acontecimiento singular digno de rememorarse depende de varios factores, uno de los cuales siempre ha parecido ser el principal entre todos. Son la emoción profunda y el sentimiento bien dicho: ellos sueldan todos los ingredientes del acontecimiento real de lo lírico, no importa cuan diversos y distantes, cuan improbables compañeros entre sí sean el poema, el poeta y el embrujado receptor. La emoción como tal es contagiosa: reímos con los que ríen y sentimos ganas de llorar si alguien llora delante de nosotros con suficiente convicción. Pero la poesía toca muchas cuerdas y no depende nunca sólo de la emoción. El sentimiento vivamente expresado también tiene un efecto asociador. Hasta los más solitarios, envueltos sentimentalmente en sí mismos, experimentan, al leer el poema que los integra al acontecimiento lírico, tendencias gregarias que no se conocían y de las que tal vez renieguen más tarde.

¿Cómo entender, entonces, que un poeta proceda a bloquear varios de los caminos por los que fluirían hacia el centro unitario los componentes que hacen posible lo lírico? Un poeta puede fundar momentos poéticos sin proponérselo expresamente; puede entender que la poesía es otra cosa que esta conjunción feliz y transitoria que presupongo aquí. Pero, ¿puede querer impedir que ocurra su encuentro con otro que entraría, gracias a su poema, en comunión con lo que el autor ofreció a la luz del día? Esta función de impedimentos desempeñan, en efecto, algunas de las páginas y de los materiales de La nueva novela: la oscuridad de muchas alusiones y referencias a otros autores, otras obras; las asociaciones de ideas demasiado personales, puramente subjetivas en el sentido negativo del término, al punto que resultan arbitrarias, forzadas e indescifrables, abundan en el libro de Juan Luis Martínez. También son obstáculos ciertas ingeniosidades más bien fáciles, atrevimientos propios de escolares, repeticiones que han perdido ya su poder de sugerencia.

Sin embargo, es tanta la libertad de la poesía que, aunque parezca un contrasentido, el poeta puede querer obstruir su encuentro posible con el lector en la inteligencia de ciertos significados e incluso, en el extremo, rehusar hacerse cómplice con otros en la creencia de que hay tal cosa como significados, sentidos, cosas que importan más que otras cosas cualesquiera. Esto ocurre de hecho, me parece, en la obra de Juan Luis Martínez. El autor se vale de varios procedimientos para mantener a raya al lector, para evitar la comunidad lírica con él, para no ofrecer 'poemas' que hagan posibles los momentos extáticos que aficionan al receptor a la manera del poeta y a sus composiciones. ¿Cuáles son estas técnicas de distanciamiento y desunión?

En sus primeras secciones, La nueva novela propone tareas para que el lector, convertido en aprendiz, las lleve a cabo. El autor le formula preguntas, lo llama a ejercitarse mentalmente, lo desafía con acertijos lógicos. En general lo mantiene ocupado y, como las tareas resultan ser irrealizables y las preguntas, imposibles de contestar, lo desconcierta. Nada de intimidades ni almas al unísono aquí. Más bien juegos y entretenimientos varios, generalmente dirigidos a la inteligencia, paradojas y adivinanzas, charadas irónicas y parodias más o menos trasparentes en su indescifrabilidad fundamental. Con estas ofrendas, Juan Luis Martínez comienza por reducirse a sí mismo a la condición de "'sujeto cero' que se hace presente en su desaparición", como dicen, acertadamente Lihn y Lastra [2]; pone distancias, evita la expresión contagiosa y genera un ambiente despersonalizado. Así impide, desde el comienzo, el efecto lírico y mantiene esta suspensión a lo largo de casi todo el libro. "Cantando al revés los pájaros desencantan el canto hasta caer en el silencio:.." (LNN,126) [3].

Los pocos versos que ofrece La nueva novela son citas de una línea, poemas en alemán sin traducción, estrofas ingenuas o de un prosaísmo aplastante. La oscuridad última de los elementos del libro, la impenetrabilidad de las intenciones del autor tanto como el humor corrosivo de muchas de sus páginas, mantienen al lector al margen de toda participación simpática posible. En particular, los instrumentos típicos de la crítica y la negación expresa y algo perversa de las previsibles expectativas emocionales y sentimentales del lector lo envían exitosamente al desierto lírico. Lo que los juegos que inventa Juan Luis Martínez en esta obra podrían tener de gozosos está siendo continuamente congelado por la parodia, la burla, la triquiñuela. Hay una sola y gloriosa excepción a la manera predominante del libro que hemos descrito como la producción de una anestesia lírica que anula el impulso poético mediante juegos de negación y hace naufragar las esperanzas del lector que se deja provocar por los guiños líricos que el poeta ofrece y desbarata casi inmediatamente. La excepción que interrumpe el bloqueo lírico es el poema 'La desaparición de una familia' (LNN, 137) en las páginas finales del libro.

Martínez conoce perfectamente el efecto cautivante de esta hermosa composición, cuya presencia es preparada con cuidado por una siembra de señas sugerentes que la preceden sin dejarse descifrar hasta que nos encontramos en persona al poema que ellas anuncian. Mencionaré sólo dos de estas anticipaciones, pues lo que importa en este contexto es el poema mismo en el que Martínez declara su desesperación de todo, también de la poesía, y no tanto sus anuncios incompletos en medio del desierto lírico previo organizado por el poeta. La fotografía de la portada del libro ya anuncia el desastre que expresa líricamente el poema. Representa una rodadura, cerro abajo, de varias casas; la misma imagen se repite (LNN, 120) en la obra frente a una página que lleva igual título que el poema, "Desaparición de una familia". Bajo este título anticipatorio hay tres citas que se refieren de diversos modos a la precariedad de las casas: que ya han dejado de existir antes de ser destruidas; que no nos albergan ni cuando morimos y cuya edificación, se dice, precede inmediatamente a la muerte. Otro de los anuncios de la catástrofe definitiva hacia la que avanza todo el libro está ligado a la casa que Martínez asocia con su propia familia en un poema dedicado a sus padres (LNN, 90; cf. 121). Ésta también desaparece antes de existir, está en el pasado y carece de futuro, se encuentra vacía y con las ventanas abiertas como un hueco anónimo en un tiempo sin dirección.

En el bello y terrible poema en el que desembocan los anuncios funestos sobre casas y familias que desaparecen encontramos una narración de la manera como las casas se tragan a sus habitantes. Aunque uno de ellos, el padre, advierte a los demás que han de tomar precauciones para protegerse de la casa de las desapariciones, todas las advertencias resultan vanas. Hay una necesidad implacable que domina la situación. Las estrofas repiten las advertencias y las fatalidades se repiten sin falta. Desaparecen la niña de cinco años, extraviándose "entre el comedor y la cocina"; el hijo de diez años, "entre la sala de baño y el cuarto de juguetes"; los gatos desaparecen "en el living" y el perro "en el séptimo peldaño de la escalera". Desaparece también el mismo padre que solía recomendar prudencia a los demás. Antes de perderse se dice a sí mismo:

Ahora que el tiempo se ha muerto
y el espacio agoniza en la cama de mi mujer,
desearía decir a los próximos que vienen,
que en esta casa miserable
nunca hubo ruta ni señal alguna
y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza.

Aunque narrativa, esta poesía es intensamente lírica y da rienda suelta a las emociones y sentimientos del que ha aprendido a desconfiar hasta de su propia casa. Ésta es descrita prosaicamente: comedor y cocina, sala de baño y cuarto de juguetes, living, como la clase media chilena llama a la sala, y escalera. Todo con un vocabulario que no cambia ni siquiera cuando el padre ya sabe que estos son todos nombres de abismos que se tragan al fin a la familia completa. "Nunca hubo ruta ni señal alguna", confiesa, pero todavía le habla a alguien que puede comprender a pesar de que, le dice a su interlocutor lírico, "de esta vida... he perdido toda esperanza". Tal vez la gravedad de lo que Martínez declara líricamente al fin justifique la demora y los obstáculos que pone en el camino. En cualquier caso, es obvio que sabe que nada suele comenzar con la sola desesperación.

II

La escritura como un arpón en la espalda

pero no basta
nunca bastó.
J.L.M.

En La nueva novela el poeta anunciaba en prosa y en verso el fin de la poesía y su propia imposibilidad de seguirla haciendo debido al naufragio de todos los sentidos en el mundo de la segunda mitad del siglo XX. La declaración de Martínez en aquel libro es extremadamente dramática, no está hecha de modo liviano sino, por el contrario, con la gravedad debida a una catástrofe universal e irremediable. "Destruyéndose palabra por palabra en la palabra. Yéndose cortada por el alambre cortado. Yéndose de sí misma hacia el vacío de sí misma" [4]. La próxima publicación de Juan Luis Martínez lleva el título La poesía chilena (1978) [5] y está dedicada a la muerte de este aspecto glorioso de la actividad nacional. "Aquello que estaba ya no está más o está en otro lugar, boqueando / su canción de muerte (y aquello que se ha quedado se ha quedado / boqueando también su propia canción de muerte)" [6].

La poesía chilena ya no es un libro, sino cierto objeto físico en una caja de cartón. El artefacto conserva, sin embargo, algunos rasgos librescos pero ninguno de ellos son ni palabras ni poemas. Implacablemente consecuente y lúcido, el autor sabe que precisamente un rito funerario dedicado a la muerte de la poesía no podría consistir de palabras. ¿De qué, entonces? Lo que hay de legible en el objeto, además de la frase en la tapa de la caja y de la portada del artefacto, son cinco certificados de defunción, con sus datos manuscritos, estampillas y timbres correspondientes y pegados sobre formularios titulados Ficha de lectura. Entre los formularios vacíos pero preparados para contener otros certificados de defunción, muchas banderas chilenas en papel de seda de las que, antes de la epifanía de los plásticos, se vendían para las llamadas 'fíestas patrias'. Es un conjunto de aspecto muy oficial en el sentido de los registros de las oficinas públicas chilenas, grises, embanderadas y desoladoras, todo a la vez. Se trata, pues, en efecto, de la muerte, pero no dicha, ni poética ni prosaicamente, sino sólo certificada y timbrada oficialmente.

Los cinco certificados de defunción han sido tramitados y obtenidos realmente y cumplen con todas las exigencias de la ley. Esta condición suya de certificados auténticos es uno de los aspectos más terribles del artefacto. La poesía está tan ausente, o tan muerta, como si nunca hubiese existido; la hemos perdido al punto de que no nos queda de ella más que lo que se puede tramitar en oficinas públicas. Los documentos certifican el deceso de Gabriela Mistral, de Pablo Neruda, de Vicente Huidobro, de Pablo de Rokha y del padre de Juan Luis Martínez. Detrás de los certificados, los nombres, escritos a mano, de obras de los poetas muertos: Los sonetos de la muerte, Sólo la muerte, Poesía funeraria, Coronación de la muerte.

¿Por qué es necesario certificar la muerte del padre de Juan Luis Martínez? La tapa de la caja y la portada del artefacto dicen: "Desde el fondo del pecho: Existe la prohibición de cruzar una línea que sólo es imaginaria (la última posibilidad de franquear ese límite se concretaría mediante la violencia). Ya en ese límite, mi padre muerto me entrega estos papeles". En el certificado de defunción del padre llama la atención el nombre del abuelo, que, tal como el poeta, se llamaba Juan Martínez. Tal vez el poeta se siente tentado de anunciar de alguna manera su propia muerte; pero como sería un contrasentido ceder a la tentación, ya que no nos es dado hablar ni siquiera de nuestra muerte después de morir, se hace representar entre los poetas chilenos por sus difuntos antepasados. Estos detalles, aunque sugerentes, son, en último término, oscuros y difíciles de entender al cabo. En contraste con ellos, el abandono de la palabra y su sustitución por cosas físicas incorporadas a las publicaciones, me parecen más claros y elocuentes. Pues las cosas materiales no son, en principio, simbólicas a menos que hayan sido incorporadas a costumbres e instituciones que las tratan como representativas de lo invisible. Si, además, aparecen en su nuda materialidad debido a que se encuentran fuera de contexto y no sabemos qué hacen allí, constituyen obstáculos casi invencibles para la comprensión del discurso que las incluye sin explicarlas.

En efecto, ya en La nueva novela hay espacios que, en vez de reproducir poemas o declaraciones verbales del poeta, lucen objetos físicos pegados a las páginas del libro. No sólo fotografías, que son todavía, mal que mal, elementos gráficos no tan ajenos a la palabra, sino cosas tridimensionales cuya presencia allí frustra todas las expectativas normales del lector. Desde luego porque, al no poderse leer, consiguen destituir al lector de su propia condición. ¿Cómo leer el anzuelo cazado detrás de un pedazo de plástico en la Nueva Novela (p. 75)? El lector busca claves en el contexto para alcanzar el sentido del anzuelo físico. Pero el autor sabía de antemano que sería eso, precisamente, lo que se le ocurriría al lector hacer primero que nada y por eso ya ha tomado todas las precauciones que hacían falta para que no encontrara signo o clave alguna. ¡Déjalo vivir al sinsentido!, podría haber pensado, u otra cosa. Tal vez quiso ofrecer una ambigüedad surrealista, pero con la condición de que este propósito no dejara una señal inequívoca de su intención en el texto.

Cuando inicia las acciones rituales que acompañan a la muerte de la poesía chilena, Juan Luis Martínez da un paso más allá del anzuelo. Pues ya no se trata de interrumpir la escritura con una cosa muda e indescifrable sino de evitar la palabra del todo, de abandonar la esfera de los símbolos, del significado. Recordemos que lo único que nos informa que la segunda publicación de Martínez tiene en vista la muerte de la poesía chilena es el título de la caja y del artefacto que contiene. Tal muerte no es mencionada en ningún otro lugar; sólo se ofrecen pruebas del deceso de algunos principales poetas chilenos, lo cual es, en cualquier caso, muy otra cosa que la muerte o inexistencia de la poesía, de la que todavía se habla, en prosa y en verso, en La nueva novela. La poesía chilena trae, en cambio, una bolsita plástica con tierra "del Valle Central de Chile", dice su etiqueta. Que la tierra tiene que ver con los muertos se entiende por sí mismo. Aquí ya no se juega a la ambigüedad surrealista. Pero no es nada obvio que la muerte de la poesía, en cambio, tenga algo que ver con la tierra. Ella depende más del silencio del poeta, de su opinión firme y proclamada que las palabras no quieren decir nada, que la literatura es sólo una apariencia hueca, como dice La nueva novela. ¿Es la tierra un símbolo general de la muerte? ¿Un último símbolo que el poeta usa para abolir todos los símbolos y su pretensión de tener significados? No, definitivamente.

La manera como Martínez se retira de la poesía y la declara inexistente y absurda se inspira en una estética que explica lo lírico como una actividad espiritual que se vale de símbolos doblemente separados de la realidad por la elección de la palabra, en primer lugar, y por la elaboración a que el poeta somete a las palabras ordinarias, en segundo. Esta manera de pensar explicaría que Martínez elija precisamente cosas físicas como sustitutos de las palabras, en lugar de otros símbolos, cuando quiere divorciarse definitivamente de la poesía y anunciar el fin de los tiempos en que todavía existía. Pues ya el lenguaje ordinario posee carácter simbólico; no copia lo que designa sino que lo representa, y consigue referirse a las cosas precisamente porque éstas son algo diverso de él. Si es así en general, tanto más lejos de la presencia obtusa de cosas estarían las palabras poéticas, el poema urdido con ellas y su preciosa arquitectura inventada por la fantasía. El anzuelo y la bolsita de tierra, los certificados de defunción y la cajita que los contiene, son los adioses definitivos de Juan Luis Martínez.

 

 

* * *

NOTAS

[1] Me refiero al único libro, propiamente tal, publicado en vida por el poeta chileno Juan Luis Martínez, La nueva novela (1977). Las citas del libro en el texto lo designan como LNN seguido de la página.
[2] Enrique Lihn/Pedro Lastra, Señales de ruta de Juan Luis Martínez, Santiago, Ediciones Archivo, 1987, p. 7.
[3] Véase la sección "La literatura", nota 5: "Observaciones sobre el lenguaje de los pájaros".
[4] Juan Luis Martínez, Un texto de nadie, citado en Descontexto, 4, 2002, p. 7.
[5] Juan Luis Martínez, La poesía chilena, Ediciones Archivo, Santiago, 1978.
[6] Juan Luis Martínez, Un texto de nadie. La cita pertenece a un poema inédito sin fecha cuyo conocimiento debo a la gentileza de Mateo Goycolea.



 

 


 

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Juan Luis Martínez: adiós a la poesía.
Por Carla Cordua