Lejos
del cielo
Jorge
Marchant Lazcano
Sólo
yo entiendo lo lejos que está
el cielo de nosotros; pero conozco
cómo
acortar las veredas.
Pedro Páramo
Juan Rulfo
La Catrina venía sentada en el mismo vagón del tren subterráneo.
Se subió detrás mío en Jackson Heights. Aunque traté
de que no me reconociera, aquello resultó imposible porque hasta sentí
que me miraba más de la cuenta. Pensé en que seguiría de
largo, pero pareció perseguirme por los túneles del subway, haciendo
las mismas combinaciones, de tren en tren, hasta salir
finalmente a la calle en Columbus Circle, cerca de la iglesia del Apóstol
San Pablo, en la ciudad de Nueva York.
Se preguntarán qué
anda haciendo la Catrina fastidiando a mexicanos en la ciudad del Norte, aunque,
al fin y al cabo, ella no es más que el esqueleto de una señora
elegante, con gran sombrero, y como tal tiene todo el derecho a recorrer estas
calles. Ya lo decía el maestro Posada: la muerte es democrática,
ya que, a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, todos acabaremos siendo
calavera. La Catrina pareció finalmente perderme de vista y pensé
en que sólo era mi miedo lo que la había llamado. La ciudad bullía
opulenta, aunque sobrepuesta a ella –o, mejor dicho, debajo de ella– crecía
otra población fantasma formada por ilegales como yo.
Les parecerá
extraño que tome el tren subterráneo y cruce el East River tan sólo
para venir a comer a la ciudad. Pero el servicio en Momentum es gratis y no lo
voy a desaprovechar. Al fin y al cabo soy un paria desde que salí de Ciudad
de México, y apenas he terminado lavando platos en el pequeño merendero
colombiano de Jackson Heights, donde sirven ajíaco, cerdo agridulce, muslitos
de pollo sabanero, puchero bogotano y sancocho de pescado. No está mal,
me digo, observando al maestro de cocina que habla con su acento casi de español.
Pero qué hay de mi caldillo durangueño, de mis nopalitos con chipotle,
de mis tamales y enchiladas. A mí me quedaban resabrosos en la fonda de
Insurgentes.
Como todos los miércoles por la tarde, estoy nuevamente
bajando las escaleras al subterráneo de la iglesia del Apóstol San
Pablo. A veces, en momentos como éste, suelo preguntarme qué estaba
haciendo la semana pasada a esta misma hora. E invariablemente me respondo que
nada ha cambiado desde entonces. Todo aquí tiene un aire ajeno, aunque
llevo muchos meses en la misma situación. Los miércoles en este
subterráneo católico, los lunes en el atrio de alguna iglesia presbiteriana
cerca de casa, en Queens, los jueves evangélicos en Harlem. Almuerzos y
meriendas que se multiplican como por una suerte de encantamiento religioso, aunque
a veces pienso si no sería mejor que nos dieran unas calaveras de dulce,
esas que tienen el nombre del difunto escritas en la frente. No sería más
que adelantarse al Día de los Muertos.
Esta es la vida, me digo,
que tal vez ni siquiera he elegido, desde la madrugada en que tomé la decisión
de cruzar la frontera. Entonces, sin dinero en los bolsillos, como mi condición
médica decía irrecuperable a corto plazo, y quizás por eso
mismo, porque creía que la Catrina no me alcanzaría en los Estados
Unidos de América, cerré los ojos y me eché a correr por
el desierto.
–¿Desea pantry, Crescencio? –me preguntó la
señora encargada de chequear la identidad de los comensales.
No,
no quería víveres. ¿Qué podía hacer con aquellas
latas de conserva o aquellos paquetes de arroz si no tenía donde cocinarlos?
Algún día, me digo a mí mismo, cuando disponga de chiles
poblanos, jitomates, cebollas y ajos. Entonces sí voy a querer víveres.
Fue en Los Ángeles donde un paisano me comentó que todo sería
más fácil en Nueva York. Me dio incluso el nombre del hospital en
donde podría recibir atención aunque fuera un ilegal. Las cosas
salieron relativamente bien. La asistente social del mismo hospital me derivó
a una casa de acogida en donde se resolvió la cuestión del alojamiento.
Me senté a una de las mesas en el enorme salón desprovisto de muebles,
a la espera del momento en que sirvieran la comida, aunque apenas fueran las cinco
y media de la tarde. Y entonces la vi nuevamente. La Catrina había entrado
al subterráneo de la iglesia del Apóstol San Pablo. Se había
sacado el sombrero y se acomodaba unas mechas rubias encima de la calavera.
–Parece
que es la Catrina –me comentó el hombre que estaba sentado a mi lado. Lo
miré. Volví a mirar a la Catrina.
–¿Es mexicano? –le
pregunté.
–Como usted. Para servirlo –dijo el hombre.
–¿Qué
hace ella aquí? –volví a preguntar, sin indicarla para que no fuera
a reconocerme.
–No nos está esperando a nosotros, no se equivoque.
–¿Y a quién, entonces? –le pregunté sorprendido.
–A
él –me respondió. E indicó hacia los jóvenes voluntarios
que disponían los hornillos sobre los cuales serían depositadas
las grandes fuentes de comida para que permaneciera caliente. Pero mi paisano
no indicaba a los muchachos con redecillas en el pelo rubio, sino a un hombre
negro que estaba más atrás, en la cocina, con el sombrero de un
cocinero sobre su enorme cabeza.
–Shawn Thorne –dijo el mexicano.
No
es común que los comensales nos dirijamos la palabra. Habitualmente uno
desconoce la identidad de quien come al lado, las cabezas gachas, con cierta desconfianza
del compañero de mesa, como temeroso de revelar algo o, lo que puede ser
peor, de que alguien nos cuente una confidencia innecesaria. Pero aquel mexicano
–como yo– había visto a la Catrina agazapada en el comedor, y parecía
conocer su secreto, o lo que la vinculaba con el cocinero negro.
Vino entonces
el llamado de atención para que recibiéramos las instrucciones de
siempre, los lugares habilitados para el mes, los posibles feriados. La misma
mujer de siempre hizo luego una reflexión en inglés que una vez
más no comprendí, aunque sabía que se trataba de una oración,
porque algunos hombres bajaban la mirada y entonces flotaba en el aire la sensación
de encontrarnos en la nave de la iglesia misma, un piso más arriba. La
Catrina no está entendiendo nada porque tampoco habla inglés, me
dije. La oración de la gringa la deja imperturbable.
Despachamos
con avidez el trozo de pollo guisado con brócolis y una porción
de puré rústico. Entonces, volví a mirar a la Catrina, que
no se movía de su lugar.
–Cuénteme de él –le dije
a mi compañero, e indiqué al cocinero negro.
Shawn Thorne
estaba en la cima de su carrera como chef –y me llamó la atención
que mi compañero conociera la palabra– cuando decidió hacer un cambio
radical en su vida, contó el mexicano. A sus treinta años, tras
una infancia pobre en el Harlem, cuando en la zona norte de Manhattan había
aún más negros que hispanos, Shawn Thorne había logrado llegar
a uno de los restaurantes más elegantes de Nueva York, bajo las órdenes
de otro gran cocinero internacional. Tal vez para no olvidar sus orígenes,
el cocinero negro decidió convertirse en uno de esos voluntarios que servían
la comida en la iglesia del Apóstol San Pablo. Aquellos clientes enfermos
de sida no tenían necesidad de pagar la cuenta porque, de hecho, no había
cuenta que cubrir en el subterráneo de la iglesia del Apóstol San
Pablo.
Hasta esta tarde, como la mayoría de mis compañeros,
yo pensaba que estas buenas personas de Momentum nos estaban, de alguna forma,
salvando la vida. No tenía idea que nosotros se la habíamos salvado
a Shawn Thorne.
Salí del local y me instalé a esperar en
la vereda del frente a que el cocinero hiciera lo suyo. Se había puesto
a llover y todo el mundo se movía con velocidad, especialmente los otros
enfermos que comían a mi lado, los cuales se perdieron en dirección
a la estación del subway. Al poco rato salió también Shawn
Thorne. Detrás de él salió la Catrina, quien nuevamente,
y con mayor razón al notar la lluvia neoyorquina, se había encasquetado
el sombrero. El cocinero caminó con paso firme hacia la estación,
mientras la Catrina lo seguía con cierta dificultad, y más atrás,
yo los perseguía a ambos. Ya sabía el resto de la historia. El verano
del 2001, él era el chef del más elegante, del más costoso,
del más alto restaurante del mundo. Estaba en la cima de la torre 1 en
el World Trade Center y en la cima de su vida. Pero en su interior estaba lejos
del cielo.
Tuve el temor de que la Catrina alcanzaría esa tarde
a Shawn Thorne en medio del tumulto de las seis y media de la tarde en la estación
de Columbus Circle. Me dije: qué puedo hacer yo por este hombre después
de lo que él hizo por nosotros. Unas semanas antes del ataque a las torres,
el cocinero negro preparó sus últimos platos de cuarenta dólares
–o más– en la cima del mundo y tomó la decisión de bajar
a la tierra a hacerse cargo de la cocina de Momentum Aids Project. Trabajaba,
me contó mi compañero mexicano, de 60 a 70 horas semanales, y estaba
cansado. Él decía que su decisión de dejar el alto restaurante
fue para ayudar a otros hermanos de su misma ciudad, pero en definitiva esa decisión
lo había mantenido con vida. Algo que la Catrina no parecía comprender.
Ese 11 de septiembre, Shawn Thorne estaba visitando a su hija y a su madre en
la ciudad de Charlotte, en Carolina del Norte, cuando vio por la tele el ataque.
Al mismo tiempo supo que en ese mismo instante, sus 73 antiguos compañeros
de trabajo estaban comenzando el día en lo alto de la torre.
Era
la hora en que yo también tenía que tomar una decisión. La
Catrina no dejaría en paz al cocinero negro y lo perseguiría majadera
hasta verse satisfecha. Tal vez si yo llamaba su atención. Pero ella parecía
no haberme visto nunca, aunque viniera conmigo en el mismo vagón desde
Jackson Heights. Me acordé de lo que dicen de nosotros, que los mexicanos
nos burlamos de la muerte, que jugamos con ella, que vivimos con ella.
–¡Quién
quiere servirse unos napalitos con chipotle! –grité a todo pulmón,
detrás de ella. Todo el mundo me miró pero no todos entendieron
mis palabras, salvo los innumerables mexicanos en el andén y, por cierto,
la elegante Catrina, que de elegante en realidad no tenía nada, y se le
hizo agua la boca ante mi oferta.
Fue en ese breve segundo que Shawn Thorne
subió al vagón de su tren, y éste cerró las puertas.
La Catrina, finalmente, me había visto. Ya veré cómo me las
arreglo con esta hija de la chingada, me dije, y me puse a caminar por los pasillos
en busca de mi combinación para regresar a Jackson Heights. La Catrina
me seguía imperturbable sin perderme de vista.
Jorge
Marchant Lazcano es escritor, dramaturgo y guionista
de exitosas teleseries, como “Bellas y audaces” y “Loca piel”. Como escritor ha
publicado “La Beatriz Ovalle”, “La joven de blanco” y, el año pasado, “Sangre
como la mía”, que aborda la homosexualidad y el sida.