¿Cuál es la justa medida del amor sensual?
¿Existe acaso una medida posible de ser tomada en cuenta al
momento de la entrega física? ¿Y es una entrega meramente
física las que nos convierte en el otro y el otro en uno? ¿En
qué medida nos compenetramos al “sentir” que hay otro
ser que nos reclama, que incentiva nuestros sentidos, que los exacerba
y los eleva a su máxima potencia? ¿Es medible, acaso,
el acto de tocar, de oler, de ver o de gustar en el acto de la consumación
misma? ¿No será que es dable suponer una prolongación
del sentido porque el sentido en sí mismo nos limita y por
ello se desvanece con el acto en sí? Si el amor, ese sentimiento
profundo y misterioso, que nos mueve a que la realidad amada en un
ser personalizado, alcance lo que uno supone su bien, o procura que
ese deseo se cumpla y por ello se goza como propio por el hecho de
saberlo en el otro cumplido; si es el amor una capacidad empática,
si se correlaciona con el o los sentidos del otro; si es, a su vez,
una retroalimentación de las carencias y una suplencia de ellas
en la interacción mutua, pero por sobre todo, una aceptación
de las limitaciones, imperfecciones y cualidades del ser que origina
y desencadena el misterio del amor, entonces el amor sensual es un
anticipo, una señal, una puerta que nos abre hacia las profundidades
de un amor más vasto y por vasto, de nuevo misterioso y por
misterioso, inconmensurable.
Es en este prenuncio del amor que se mueven, viven y se desarrollan
estas “Cosas al oído de Lulú.” Pero, a no equivocarse
con esta primera aproximación a un texto que, de por sí
es más de lo que insinúa, más de lo que sugiere,
más de lo que su propia evidencia nos parece. No podía
ser de otro modo: si es un anticipo del amor, si es una propuesta
en “clave” del ser íntimo femenino, el sólo hecho
de expresarla confiere un grado de sutil velo que oculta su motivación
esencial, su origen primigenio, ese espacio vedado al ojo masculino,
y al que sólo se puede imaginar, suponer también, pero
rara vez, o para ser más precisos, nunca, se llega a dilucidar.
He ahí el valor innegable de lo que la palabra poética
de “Estas Cosas al Oído…nos revela.
“Lulú no se casó con Tobi
-se casó con otro-
Ella se mira en el espejo
De un Narciso que le
Corta sus bucles
Y le entierra su muñeca
En el jardín.”
Es verdad: el sueño femenino yace agotado en la
sumisión del narcisismo varonil que cortó de golpe las
trenzas de una esperanza antigua, ya desvanecida. Pero, como en una
secuencia del destino inevitable por el sólo hecho de ser el
destino que le toca, Lulú se resiste, se turba, se venga y
consuma en la circunstancia el engaño de lo que pudo ser:
“Tobi
Ha llamado a Lulú
Ella queda presa de su voz
Oh, El destino,
Oh, La circunstancia
Pequeña Lulú
¿Qué vas a hacer Lulú
Colgando tu vestidito
En el motel?
La existencia del “ser femenino,” oscila, tantea en la oscuridad,
deteniendo en la pantalla las imágenes de una cinematografía
que enmudece: los actores paralizan la acción y asombrados
auscultan cómo en la penumbra del cine “Lulú”
comparte su secreto con ellos:
“Aquella oscuridad
Era el pretexto
De tocar las palabras
Con los dedos
En señal de silencio
Una mano/reaparecía/ en las butacas
Dispuestas al delirio,
Turbadas
Sin decir nada,
Partían al abismo
Agitando pañuelos
Sin decir adiós.
Es “Lulú,” la que clama en el desierto de la insensibilidad
general y proclama como escudo la vigencia de su mundo desconocido,
ignorado, pero personal, único y en ocasiones, casi excluyente.
¿Por qué se ampara en los vestigios de las cosas ocultas?
¿Por qué subyace en su feminidad el miedo de las evidencias?
Ella dice al oído del lector las verdades que vive, que sueña
o que imagina. ¿Por qué nos llama para hacernos cómplices
del cuerpo del delito? ¿No hay en esa invocación un
deseo de romper las ataduras del convencionalismo, de las censuras
implícitas, de los miedos atávicos que han hecho del
“ser femenino” una insinuación más que una certeza,
una castración más que una liberación?
Pero, hay también en esa invocación, en esa mezcla de
temores y anhelos, de ansiedades y deseos próximos a estallar,
algo más profundo todavía que las palabras: una suerte
de llamado que transforma el clamor en persuasión y esperanza:
“Mírame de noche, adivinando
si muevo los dedos,
Si sonrío, o si cierro los ojos cuando amo
Hay una tibieza que me asoma
Una dulzura de agua entre mis piernas
El corazón en los ojos y en mi lengua
Toda mi boca, todos mis dedos
Se me asoman,
Ven a habitarme
Con tus ojos
Tu boca
Tu lengua,
Entra en mi río
Navégame de agua, de luz sobre el océano
Atraviesa mi orilla
Húndete en el fondo de mi río,
En el fondo soy buena.”
Por sobre la constatación de los mundos estructurados –que
nunca coinciden, obviamente, con la desestructuración del ser
personal - el mundo femenino de Lulú nos invita a transitar
por un vasto universo de sensaciones más que de ideas, de aproximaciones
más que de certidumbres, de sensualidades más que de
abstracciones, de placeres súbitos y por lo mismo incontenibles,
más que de elucubraciones.
Este es un libro que singulariza el “sentir” y “el ser”
femenino haciendo de las mujeres una sola criatura: una criatura que
sensualiza el ardor de las palabras y que las hace, paradójicamente,
navegables. Es un texto que transforma el sentido y lo proyecta, que
lo moldea y lo expulsa, que intenta reunir sus partes secretas y hacerlas
levemente perceptibles al ojo y, especialmente, al oído humano.
Es, en suma, un libro donde se adivina la sustancia que lo constituye:
el alma humana como sustrato de un erotismo artísticamente
provocativo y sugerente.