El
contagio de la locura
Novela
de Juan Mihovilovich
Lom Ediciones 2006
Por
Mario Verdugo Arellano
Ya que estamos
aquí, en este sitio, convendría partir diciendo que no. Convendría
partir, ya que estamos precisamente situados, por nombrar lo que la novela de
Mihovilovich llegará sin duda a fastidiar, a frustrar, inclusive a violentar.
No hay en esta novela -para decepción de nuestra mitología localista-
compromisos éticos de rescate ni exaltaciones ponderativas de lo propio.
No es otro texto sobre la arcadia maulina. No es otro de esos relatos que suspiran
por el idilio de una comunidad verdadera, de un espacio arquetípico o de
un tiempo genuino en el que florecen las filiaciones y los parentescos, bajo el
predominio de una voluntad natural que apacigua a los individuos y los protege
de las pulsiones externas. Queda hecha la advertencia: que nadie espere entonces
una nueva versión del Maule ansiolítico, esa pildorita verde en
la que se encapsulan los estímulos del potrero, ese pellet narcótico
que nos recetan para sobrellevar los trabajos y los días en nuestras jaulas
de roedores criollos.
El contagio de la locura se engarza, más
bien, en una serie de representaciones que hacen de la periferia territorial una
especie de vertedero donde se acumulan los escombros del sentido y las fecas de
la modernidad. Tan exagerado como suena. Es una representación omniabarcadora
y -según nos afecte- también injusta y mentirosa, pero de cualquier
manera persistente en el canon de la literatura chilena, por no decir latinoamericana,
por no decir occidental. En este espacio de poco y nada valen las memorias de
Talca o de Curepto, los cultivos endémicos de Colín o de Cumpeo,
las denominaciones de origen o las manchas de nacimiento, las fotos de familia
que tanto nos gustaría fueran únicas e inalienables. Es aquel gran
espacio degradado -a veces incoloro, a veces gris- cuyo nombre es "provincia".
La novela de Mihovilovich es, entre otras cosas, una novela sobre la provincia.
Con el perdón de nuestros estómagos provincianos, quisiera
ilustrar brevemente la gravedad del asunto. Creo que bastará con unos cuantos
ejemplos, algunos de la vieja escuela, algunos contemporáneos. Podrá
verse -no para nuestro consuelo, ojalá- que los condenados son muchos,
y que el juicio, revestido de realismo, suele tornarse sádico.
Raúl Silva Castro ponderaba, hacia fines de los años '20, la última
novela publicada por el autor linarense Januario Espinosa, destacando "su
sangre fría para permanecer largas horas al borde del pozo nauseabundo,
de la provincia donde se pudren los deseos". "El panorama -escribía
Castro, pontífice de la época- es turbio. Los seres que allí
se mueven tienen pasiones menudas, pequeños impulsos, costumbres rutinarias.
Pertenecen a la vasta humanidad de los mediocres y de los sometidos. Malos hábitos
han enrojecido sus narices, nicotinizado sus dedos, cariado sus dientes, raleado
su pelo. (...) La atmósfera seguramente causará náuseas.
Plebeyez grosera. Filosofía que da risa, lástima, ira". En
abril del '35, el propio Januario publicaba El pueblo chico en la novela chilena,
ensayo donde repudiaba aquel "lugar común" que compara "cada
población pequeña" con una "olla de grillos, tal vez un
saco de alacranes (...) una ampliación del conventillo, con sus altercados,
su chismografía, su malevolencia: un teatro en que se exhibe la naturaleza
humana en toda su podredumbre". El prólogo a una antología
poética publicada en Concepción en 1989 llamaba a atender una visión
que se organiza en torno a motivos convertidos en "íconos históricos:
calles periféricas, bares miserables, lugares de recreo infectos",
y que visualiza a la provincia como "ámbito residual, habitado por
un desecho humano incapaz de romper la dependencia perversa que lo liga al centro
del poder político, económico y cultural, siempre detentado, en
las mismas representaciones, por Santiago". En fecha más reciente,
una compilación de textos críticos sobre narrativa chilena mencionaba
el recurso más o menos constante a "un espacio marginado del mundo",
"ciudad triste y desgraciada", compelida a ser "espectadora de
la historia" y "mero reflejo de la metrópoli", "la
parte más abandonada de la carretera Panamericana", "aldea anterior
a toda urbe, cuyo paupérrimo esquema social se recorta sobre un fondo bucólico",
lugar cuyas características más significativas son "la privación
de vínculos profundos, la extrañeza de lo ausente, el sometimiento
a un destino implacable".
Invito a los lectores -como ejercicio
sadomaso- a leer o releer textos chilenos desde esta perspectiva, y a llevar la
contabilidad de los cameos o de los protagónicos encargados a funcionarios
"de provincia", escritores "de provincia", profesores "de
provincia", presentadores "de provincia". Sugiero concentrarse,
por ejemplo, en el San Antonio de Marcelo Mellado, donde el patrimonio toma la
forma de un coprolito, es decir, de un monumento o de una reliquia hechos
de caca; o en el Valparaíso de Alvaro Bisama, condensado en la imagen de
un edificio en ruinas, rebosante de "restos de ropa, desperdicios varios,
orina, propaganda política, envases de yogurt, tetrabriks de vino, cadáveres
de animales y posiblemente sangre humana". Invito a pesquisar qué
demonios decía Bolaño del Cauquenes que habitó durante su
juventud, o qué pestes hablaban algunos de los más sacrosantos escritores
talquinos cuando se referían a Talca o, más bien, cuando daban cuenta
de un Talca que ya no era Talca sino un pedazo más de esa vastedad indiferenciada
o posaurática que llamamos "provincia".
Por cierto que
Mihovilovich -para tranquilidad de nuestros estómagos- no replica cabalmente
este escenario tan mugriento, este chiquero en el que se nos dice una y otra vez
estaríamos revolcándonos. El dato es que, echando un vistazo a su
obra anterior y a la recepción crítica que tal corpus ha tenido,
sí podemos comprobar una incorporación de la espacialidad provinciana
tanto en la forma como en el fondo, tanto en el nivel temático como en
el estructural. Mihovilovich ha recorrido con sus relatos una porción del
Chile-país-de-rincones que publicitara Latorre (Yumbel, Punta Arenas, acaso
Curepto), pero no para alumbrar dichosos rasgos identitarios hasta entonces oscurecidos
por el centralismo, sino antes que todo para producir cierto efecto de exacerbación:
país de rincones, claro, pero de rincones que se vuelven cárceles,
manicomios o cuando menos antros o sucuchos.
El autor ha conseguido publicar
casi todos sus libros en editoriales santiaguinas. De ahí, tal vez, que
no sea escasa su recepción por parte de la crítica de medios, no
muy dada a frecuentar -la verdad sea dicha- aquella literatura producida en o
desde las regiones, aquella literatura a menudo torturada por el amateurismo de
unas autoediciones impresentables. ¿Qué se ha escrito sobre Mihovilovich
en las páginas literarias de los medios del país? Primero: se ha
escrito atinadamente, aunque con algo de majadería -creo yo- que sus textos
iniciales fueron construidos bajo la presencia tutelar de la novelística
del boom, un tanto a la zaga del panorama modélico, pleno de maravillas
o de trucos mágicos, abierto por un García Márquez y en menor
medida por un Fuentes, un Rulfo o un Cortázar. Se ha escrito que su prosa
revela un trabajo más o menos particular sobre el lenguaje, una poeticidad
no desprovista de arrebatos líricos. Y también se ha escrito -al
desgaire, creo yo- que debe ser incluido con todo derecho en la oferta fotogénica
de la nueva narrativa chilena. La lista de sus lectores es bastante ilustre: Skármeta,
Pía Barros, Jaime Quezada, Mario Rodríguez, Hernán Poblete
Varas, Andrés Gallardo, Díaz Eterovic, Mariano Aguirre, el mismísimo
cura Valente. Los veredictos de esta suprema corte literaria no han sido siempre
favorables, pero en general puede decirse que tampoco han resultado lapidarios.
Lo que sí suscita consenso es la comparecencia del mentado reflujo "de
provincias". El Yumbel descrito en La última condena, de 1983,
asoma como síntesis mítica (algo así como un remake sureño
de Macondo o de Comala, y hasta de Santa María) y al mismo tiempo como
territorio que atraviesa un proceso de menoscabo capaz de impregnar a sus habitantes
y subsumirlos. Y Punta Arenas, escenario de El ventanal de la desolación,
de 1989, despunta a su vez como el espacio agobiante donde se perpetúa
la monotonía y el aherrojamiento refractarios a cualquier expectativa de
originalidad; geografía plomiza, paisaje que atrapa y momifica, cerrazón
que se resuelve en una suerte de "realismo patético", cuyo carácter
ubicuo aflige además a la propia circunstancia bio-bibliográfica
del autor, a su vocación escritural que ha debido desplegarse a contrapelo
de "un medio que despedaza propósitos y arrastra a claudicaciones
lentas y paulatinas". Como si se dejara contagiar por el virus anodino que
constituye el objeto privilegiado de su atención -y esto ya lo propuse
alguna vez a propósito de Restos mortales, del 2004, aunque también
podría aplicarse, con algunas reservas, a El clasificador, del '92-,
el hablante de Mihovilovich tiende a reproducir con su estilo -y de ahí
el citado entrelazamiento de forma y fondo, así como la trayectoria desde
la magia hacia el patetismo- aquella lengua burocratizada que campea en un mundo-kárdex,
optando con ello por la alternativa de una escritura que en su escape del efectismo
llega en ocasiones a eliminar todo efecto que no sea el desvelamiento de una trastienda
pedestre: el cielo gris del clima organizacional con su papeleo monocorde: un
Chile post-dictadura y proclive a las corruptelas en el que los protagonistas
son escribientes aspiracionales, cagatintas apernados, oficinas deprimentes cuya
exigua vitalidad se reduce al borroneo de un memorándum.
Voy a
proseguir -sobre la base del mapa o del plano que he querido mostrar- con unas
notas algo fragmentarias acerca de El contagio de la locura.
UNO
El
texto puede ser leído en una primera instancia como una pesadilla, un poco
el reverso -o acaso la sobredosis- del mundo maravilloso que el autor desarrollara
en sus obras iniciales a partir de la ejemplaridad garciamarqueana. En el imperio
del tedio, o en el tedio inoculado por el imperio, la pesadilla aparece (Baudelaire)
como un oasis de horror: una pesadilla, en cualquier caso, comunicada de forma
vicaria por un narrador cuya vocería, eso sí, se mantiene invariablemente
dentro de los patrones de la cordura. Se trata de un mal sueño que sigue
a grandes rasgos la descripción semiológica -en el sentido médico-
sugerida por el doctor Ernest Hartmann en su estudio algo cándido de 1988.
Acostumbran experimentar pesadillas, de acuerdo a Hartmann, las personas con límites
delgados y permeables, las que confunden el sueño con la realidad, lo humano
y lo animal, lo familiar y lo extraño, las dimensiones físicas,
los lindes del territorio y las fronteras del yo. Sujetos que se sueñan
perseguidos por monstruos, pandillas o patrullas nazis; sujetos en trance de convertirse
en perros y gatos, o de ser capturados, apuñalados y mutilados; sujetos
en los que se mixturan las imágenes del esquizo, el niño atormentado
y el yonqui lisérgico. Nuestro héroe novelesco, en esta oportunidad,
es un juez: un juez que pierde el juicio: un juez "de provincias" cuyo
entorno cotidiano se transforma en un bestiario compuesto por funcionarios dementes,
prófugos perversos y ancianas hediondas o deformes. A este juez el pueblo
de todos los días se le transfigura en un pueblo de zombis, esa "superestructura
mágica" (Fanon) que impone nuevas prohibiciones a los colonizados,
y ante la cual la postera defensa, como en la vieja película de George
Romero, consiste en enclaustrarse todavía más: cerrar puertas y
ventanas mientras desde afuera llegan unos alaridos y unos aleteos horrorosos.
DOS
Otra lectura, una lectura, si se quiere, contrastiva. El
contagio... es factible de poner en tensión con un título consagrado
por la historia de la literatura chilena: Un juez rural, obra de Pedro
Prado publicada en 1924. En ambas novelas, el personaje protagónico es
un juez que ha caído en la cuenta de la precariedad del sustento epistémico
o filosófico que legitima el impartir justicia. Ambos personajes se desempeñan
en sectores provincianos donde las marcas del deterioro son legión. Ambos
sufren un pleito personal, un drama de conciencia, un desmoronamiento que alcanza
su clímax en la contemplación especular. Pero hay divergencias notables
y -espero- iluminadoras. El juez de Prado, aun con todas las dudas de su humanismo
bonachón, se sostiene hasta el final en cierta posición preeminente:
en un promontorio desde el cual puede dar limosna a los pobres vecinos del campo
y del suburbio, o protestar por la estupidez del vulgo que interrumpe sus momentos
de beatitud en medio del valle o del litoral. Su crisis de identidad es transitoria.
Su cuota de poder no resulta excesivamente amenazada, esto es: nadie le desobedece.
Su desconfianza respecto al fundamento del aparato judicial vigente se soluciona
-en las cercanías de Sancho Panza o de Augusto Santelices, el poeta-juez
de Vichuquén- al acudir a una justicia más universalista, la del
sentido común o la de eso que no sin algún escepticismo denominaríamos
bondad o prudencia. Digamos que el juez de Pedro Prado se salva. Se salva como
más o menos todos entendemos que hay que salvarse; y al enfrentarse al
espejo, en la escena paroxística, finalmente se reencuentra. Para el juez
de Mihovilovich -que se entienda, el juez DE Mihovilovich, no el juez Juan Mihovilovich
de carne y hueso: por favor no mezclemos también los niveles, al menos
por ahora- la situación es muchísimo más peliaguda. Este
segundo juez, cuya peripecia estamos escrutando, es un sujeto escindido, quebrado,
descentrado y- voy a usar la palabrita a pesar el manoseo- posmoderno, vale decir:
ya no estamos ante aquel personaje de Prado que a la vuelta de su crisis recuperaba
el autocontrol y se reafirmaba como medida de todas las cosas, sino ante uno que
va intuyendo la mutabilidad de su contextura, la discontinuidad de sus percepciones,
su carácter ficcional, construido (por la ideología, por las relaciones
de poder) al extremo en que deja de reconocerse a sí mismo y de actuar
según su voluntad libre. Frente a tal disposición, es lógico
que los viejos límites -como en las pesadillas del doctor Hartmann- se
tornen difusos y a veces se subviertan por completo. En El contagio de la locura,
la vigilancia se trastorna y es ahora el juez quien resulta juzgado; las calles
de siempre parecen ajenas; los animales devienen hombres y los hombres animales;
el espejo ya no devuelve una imagen concordante ni es plausible buscar una concepción
superior de la justicia. Si antaño el juez rural podía seguir mirando
a los acusados desde arriba, el de Mihovilovich -aunque no siempre lo acepte-
ya vive entre ellos, en la misma periferia de ellos, soportando las penurias de
un "descenso igualitario", como señala con un tanto de grandilocuencia
aquel vendedor de libros con quien conforma la diminuta población de la
aldea letrada. Un descenso que con el correr de las páginas -monstruos
mediante- se irá configurando como un irreversible y angustioso descenso
a los infiernos.
TRES
Hay un término freudiano que aquí
valdría la pena invocar. Es el -se ruega disculpar el déficit idiomático-
"unheimlich", a menudo traducido a nuestra lengua como "lo siniestro".
El término es ambivalente y alude a la impresión de espanto que
pueden causar las cosas conocidas desde tiempo atrás. Siniestros son, por
poner algunos casos, la incertidumbre en torno a si algo está vivo o muerto,
el temor a perder los ojos o alguna otra parte del cuerpo, la sensación
de haber visitado ya un lugar, el regreso involuntario a un mismo sitio, un rostro
o una cifra que se repite sospechosamente. Creo que la mayoría alguna vez
hemos experimentado estas manifestaciones de lo siniestro. Su origen -nos dice
el doctor Freud, de seguro más lúcido que su colega Hartmann- se
vincula al retorno a la conciencia de contenidos que la represión había
ocultado: contenidos incluso hogareños o familiares, pero que la dinámica
represiva ha convertido en angustia. Como si su existencia provinciana fuera emergiendo
a cada rato como el peor de los déjà vu, el juez de El contagio
de la locura es, desde luego, asediado de manera constante por las figuras
de lo siniestro, por el contacto con personas y lugares en apariencia extraños
y sin embargo capaces de recordarle los rincones recónditos de su propia
personalidad. Contentémonos tan sólo con un par de ilustraciones.
Ejemplo uno: el librero ofrece a nuestro juez un ejemplar que lleva por título
nada menos que El contagio de la locura: puesta en abismo, entonces, presencia
del doble. Ejemplo dos: al inicio de la novela, el juez, instalado en el tribunal,
dicta condena contra un colibrí. Este colibrí -que para mayor abundamiento
ya había aparecido en un cuento anterior de Mihovilovich- se las arregla
para reaparecer de modo subrepticio y obsesivo durante la duermevela del protagonista,
quien, por supuesto, no consigue identificarlo. Colibrí pesadillesco y
empalagoso que, por lo demás, en su simbología menos sofisticada
-y así nos lo expresa Benjamín Subercaseaux- apunta al "despertar
de los espíritus del viaje": "una muestra del color del mundo"
en estas zonas polvorientas, grises, dejadas de la mano más tropicaloide
de Dios.
CUATRO
De modo que Juan Mihovilovich no nos convida
esta vez del Maule Ansiolítico sino de la Provincia Siniestra. Mal por
los maulinistas más ansiosos. Nos convida de una provincia no tan roñosa
como otras que reseñé, pero con suficientes escenas gore o descripciones
trash -no las voy a transcribir: seguro que nuestros estómagos ya tuvieron
lo justo- como para integrarse a la diacronía de estas representaciones
dominantes que conciben a la periferia territorial como el pudridero de la cultura.
Quedaron, sin duda, varios tópicos por visitar (qué papel juegan,
por ejemplo, o cómo se distorsionan las imágenes de la carretera
y de la cárcel en un pueblo chico), pero creo que ya podemos ir haciéndonos
la idea: con El contagio de la locura no vienen de yapa las pastillas tranquilizantes
de una identidad esencializada. El libro sí contiene, digo bien, "contiene"
-y con esto me despido- algunos viejos trucos que puede ser que no hayan perdido
totalmente su eficacia. El primero es el viejo truco de la inundación:
llueve y no para de llover, cae un diluvio, se ahogan todos, la provincia se destruye
y enseguida se regenera, germina un nuevo orden. El segundo es el viejo truco
de la metamorfosis, o si hacemos una carambola pseudo-deleuziana, del devenir-otro:
nos sustraemos de la deuda infinita, oponemos la vitalidad al juicio acuciante
y al bloqueo culpable, "nos hacemos animales o vegetales por literatura",
nos hacemos extranjeros en nuestra propia lengua, nos escapamos sin necesidad
de marcharnos a ninguna parte.
U. de Talca 7 de nov. 2006