Comentario
EL
CONTAGIO DE LA LOCURA
Autor:
Juan Mihovilovich
Novela: 190
páginas. Editorial Lom, noviembre de 2006
Eric
Eduardo Palma
Dr. en Derecho - Profesor Universidad de Chile
Juan Mihovilovich publicó hace tan sólo dos años Restos
Mortales, obra con la cual puso término a su voluntario éxodo
del mundo de las letras.
Ha regresado de su retiro para instalarse con
propiedad en su espacio literario, el de la provincia, el mundo rural, los hombres
sencillos, la vida cotidiana, la conciencia, el alma; y en menos de dos años
nos entrega un nuevo trabajo El Contagio de la Locura.
Creo que
en las Escuelas de Derecho es común encontrar en los primeros años
de la carrera aspirantes a poetas y escritores; algunos, los menos, perseveran,
otros, aún más minoritarios, obtienen reconocimiento nacional e
internacional. Mihovilovich, abogado, Juez de Letras, Garantía y Familia
en Curepto, pertenece a este selecto grupo y en la misma medida constituye un
ejemplo para estos jóvenes aspirantes.
El Contagio de la Locura
relata las reflexiones de un Juez en algún lugar del mundo no industrializado,
una ciudad o un pueblo pequeño, en que la naturaleza es prodiga en aguas
que corren y en un mar dispuesto a recibir esas aguas cualquiera sea su contenido.
Todo comienza con la aparente condena de un colibrí: un juez empapado absolutamente
en su papel de tasador de culpas, cree que baja su mallete para condenar a un
colibrí a una pena de cárcel.
El protagonista se representa
a cierta parte de la humanidad, aquella que es condenada de manera injusta, observándolo
en su tarea de juez. Repara en una reflexión íntima, solitaria,
alejada del público que lo observa en su tarea de sentenciador, que los
inocentes, a pesar de su condena, permanecen libres, tal como ocurrirá
con el colibrí, pues huyen a través de las ventanas de su encierro
para empaparse de la vida que espera afuera para ser vivida.
Sin embargo,
la toma de conciencia de la trascendencia de su resolución, el sopesar
que en cada fallo, en cada decisión suya, está en juego lo delicado
de la vida, la belleza del vivir, lleva al personaje a un estado de sensibilidad
extrema que le llevará a mirar toda su vida en una óptica que lo
acerca a la locura.
El exceso de sensibilidad, el exceso de conciencia que
atrapa su razón analítica, llevará al juez a centrar su atención
en el mundo físico, social, interno y trascendente que lo circunda. Y digo
bien, lo circunda, porque su propio ser emerge como una entidad distinta que le
permite enfrentar el daño físico (la pérdida de una mano,
un corte superficial en el cuello producto del ataque de una mujer) como si fuese
testigo del mismo y no actor principal: el juez no confiesa sino más bien
declara como tercero ante su propia causa.
La obra no persigue ser una reflexión
teórica sobre la autoridad, el poder o el castigo estatal y social, sin
embargo, la conciencia del efecto de su obrar que gana el juez, o más bien
que "pierde" al juez, permite que desde las primeras páginas
Mihovilovich presente la culpa personal como objeto de consumo social; la sentencia
como expiación colectiva.
El fallo se nos presenta entonces como
un acto que permite al conjunto de la población descansar de los propios
yerros que carga cada uno. Los habitantes del pueblo saben que por ahora no tienen
que dar cuenta de sus defectos: otro, un amigo, un vecino, un conocido, ha resultado
condenado, y eso libera, aunque ese otro sea, como el colibrí, inocente.
El
colibrí que huye ante el golpe del mallete opera como un haz de luz que
penetra la mente del juzgador. Permite que su conciencia opere como causa para
el surgimiento de la libertad.
La libertad, puesto que hay condenados inocentes,
no puede radicar en un puro actuar en el espacio abierto. La libertad es antes
que todo toma de conciencia, aunque ese acto pueda llegar a significar instalarse
en la locura como consecuencia del aumento sustantivo y sustancial de la capacidad
de percibir.
¿Pero puede acaso el que tiene autoridad gozar de la
libertad? ¿No debiera primero liberarse del yugo materno opresor? ¿No
debería acaso hacerse autónomo de las convenciones sociales que
carecen de sentido? ¿Tienen que respetarse todas las reglas de urbanidad
por el sólo hecho de que existan?
Hay todavía más.
La plena conciencia lleva al juez a preguntarse por la legitimidad de su actuar
como autoridad.
¿Puede la autoridad actuar como tal a pesar que se
percibe asimismo como una criatura débil de carácter, temerosa del
juicio social, temerosa de ceder a sus impulsos sexuales? ¿Acaso no es
relevante la calidad humana para ejercer el poder? No aquella que se mide de manera
mecánica en las calificaciones anuales del personal, sino aquella que no
se ve, que sólo está a disposición de la propia persona.
¿Puedo
yo ejercer como juez si no soy un buen tipo? ¿Acaso es necesario ser buena
persona para administrar el poder de sancionar a nombre de la sociedad? Mihovilovich
se mueve de lleno desde la anécdota al terreno de la moral, de la ética.
Al terreno de las preguntas universales que poco se formulan hoy día en
el seno de la opinión pública, pero que siempre han ocupado a los
que piensan sobre el poder y la autoridad.
El protagonista principal asaltado
por sus miedos, por sus dudas de cómo enfrentar mejor su cotidiano vivir,
termina reflexionando sobre el problema de la satisfacción con el propio
mundo interior.
Sus personajes tocan también el mundo de la política
y en este caso la crítica al poder democrático es también
lapidaria: no basta la legitimidad popular para ganar el derecho a mandar en una
sociedad. No hay poder legítimo sin crecimiento interior.
¿Y
qué pasa con los subordinados? ¿Tiene ellos la posibilidad de acceder
a la libertad? Mihovilovich nos presenta dos tipos sociales en el bajo pueblo.
Por
un lado los que rodean a la autoridad y actúan de manera sumisa, para éstos,
no hay posibilidad de alcanzar ni la plena conciencia ni la libertad. Por el otro,
los marginales, para éstos reserva el novelista un rol muy interesante.
A ellos corresponde en la sociedad que Mihovilovich imagina, el papel de enfrentar
al juez con sus propias contradicciones.
Algunos de estos marginales parecen
decirnos que en la renuncia al consumo y a las formas de vida tradicionales hay
un camino que no aturde a la libertad y a la conciencia del propio ser. Algunos
marginales son plenamente conscientes de qué significa la vida humana,
su dignidad y valor, alcanzan a percibir el sentido más profundo de la
libertad, sin embargo, no caen en el desvarío del juez.
La novela se
torna delirante en los pasajes en que los marginales van horadando las convicciones
del juzgador: criminales, vagabundos, van exhibiendo ante la población
a un juez plagado de defectos, dudas, inconsistencias, inconsecuencias.
A
veces marginales y gente del pueblo común y corriente llegan a poner en
cuestión la dignidad y autoridad del juez. Entonces Mihovilovich se pregunta
por una posible jerarquía entre ambas y si es posible que exista la una
sin la otra.
Los sucesos van desencadenándose de tal manera que ni
siquiera en su propia casa el juez encuentra descanso.
Sin embargo, si encuentra
en su librero una obra: El Contagio de la Locura, es decir, la misma obra
que el lector viene leyendo. Esta figura resulta del todo enajenante, porque provoca
el efecto de mezclar dos mundos que corrían en paralelo; por una parte,
el propio del libro y las aventuras y desventuras del juez, y por la otra, el
mundo del lector que no desea, dada la descripción del entorno y la realidad
interior del protagonista, mezclarse con dicho mundo: nunca es bueno vivir en
medio de la locura, mejor es observarla desde lejos y no arriesgar a contaminarse.
¿Leemos acaso el mismo libro que el juez atesora en su biblioteca? ¿Y
si este libro es la causa del desvarío del juez, no será mejor acaso
dejar de leerlo? ¿Cabe arriesgarse a la toma de conciencia y a la libertad,
que es lo que condujo al juez a su estado actual de turbación?
Mihovilovich
nos abre la posibilidad de un mundo distinto al nuestro en que no operan ciertas
limitaciones a nuestra voluntad, como el miedo, que esclaviza. El sentenciador
sabe que hay una realidad más allá de lo terrenal que se presenta
como sanadora y cuya existencia corre en el universo infinito de las formas celestiales.
Dios existe, parece decirnos, pero hay algo más que Dios.