Escribir, escribir…sencillamente…¿escribir?
Por Juan Mihovilovich
(escritor)
Bien, bien, ¿Cómo lo resuelvo? He estado divagando
y he llegado a la conclusión no demasiado concluyente que el
arte de escribir es personal y que aunque sujeto a las vicisitudes
del mundo exterior tiene como misión ser expresión del
mundo personal, sólo que no es tan exclusivo, siéndolo.
Nada
nuevo, podrá decirse, pero cuando se deambula sin mayor sentido
por las habitaciones alargando el tiempo como un elástico que
siempre lo deja a uno sumido en el comienzo de lo anterior, concluir,
aunque sea a medias, es ya una conclusión. Pues bien, no sé
cómo resolverlo, si es que hay algo que deba resolverse o que
deba acotarse. El viejo dilema de ser uno mismo tropieza con la exigencia
de lo que quieren los demás que uno sea, si es que algo quieren.
No tiene mucho sentido elucubrar sobre ello, pero si de sinsentido
se trata ya el sólo hecho de imaginarse uno escribiendo como
sujeto premunido de sensaciones, intuiciones y generalidades, resulta
casi antojadizo, por no decir, inocuo. Sin embargo, de eso se trata,
aunque no se trate precisamente de eso. Escribir es un acto de amor,
pensé. Pero luego me reinterrogué, ¿de amor por
quién? Por los demás, por uno mismo, por esta velada
sensación (de nuevo sensaciones) de querer ser uno en los otros
y que los otros sean parte de uno. No obstante, qué se pretende
o pretendemos o pretendo al escribir. No hay momento más insignificante
que estar ensimismado en la grandeza de la soledad. Ella, la soledad
de escribir, es un ataque perentorio de las inquietudes más
viscerales y suelen ser colocadas en mitad del corazón para
que el sacudón de las vísceras sea lo suficientemente
fuerte que los destinatarios la perciban, aunque sea de reojo. No
es posible colocar una equidistante distancia entre quien leerá
y quien hace que los demás lean. El margen está dado
por el hilo conductor que nadie maneja, pero que surge desde el instante
mismo en que el sujeto escribidor coloca sobre las hojas su tiempo,
su espacio y, lo fundamental, sus perversas invenciones de lo que
supone no existe. Pero, cruel paradoja, sintiéndose un mísero
cronista de su época cree que inventa mundos a partir de una
sutil sublimación de un espíritu indomable, pero ¿será
esa su misión? ¿Será creer que inventa y que
desmitifica cuando el mundo se nos viene encima con su aterciopelado
derroche de sangre sin ninguna esperanza? La vida, querido escribidor,
no es la vida que se supone; la vida es lo que tenemos y ella es suficiente
para atragantarnos más allá de nuestros sueños.
Cierto: imaginamos que el mundo de las posibilidades existe, que vislumbrar
los amaneceres no es una entelequia simplemente, que por sobre la
misérrima esperanza de los desesperanzados el cielo desentrañará
un día su misterio y nos dejara atónitos de luz, de
sonidos inaudibles, de esperas concretadas en llegada, en fin, en
el encuentro final de lo remoto y lo inmediato. Claro, será
un día innegable, elaborado en la imaginación de quien
escribe acurrucado en el desván de la historia, asumiendo que
las libélulas serán un día seres alados, que
la oruga desentrañará irremediablemente su secreto y
partirá por los aires recorriendo el vestido maravilloso de
un día de vida como si fuera la vida de todos los días
resumida. Aclarará la mañana próxima la oscuridad
de este presente y tocarán campanas de fuego incandescente
los futuros al alcance de una mano invisible. Llegarán las
estaciones del año a consumirse en una sola mirada y entonces
quienes decidieron un día escribir alcanzarán a rozar
con la mirada las nubes que obstruyen la calidez del regazo primigenio.
Nada será posible y todo lo será. Podrá escribirse
sobre la resurrección de sí mismo amparado en la muerte
de los demás y de la propia muerte. No existirán compensaciones
equivalentes: no habrá duda y escribir será un acto
de fe, de fe en las señeras estaciones consumidas en un día,
en los espacios anárquicos reunidos en un desorden aparente
y valdrá la pena haber escrito antes sobre lo que ya no será
necesario después. Escribir y escribir. He ahí el misterio
del ser: escribo para que sepas que escribo y no hay en mis razones
más razones diluidas que las tuyas. Naturalmente no lo sabes
ni es necesario que lo sepas. Lo imprescindible no contribuye a hacernos
sino prescindibles, porque lo imprescindible está latente en
la respiración, en la sangre y sobre todo, en la aspiración
de lo que un día seremos: escritor y “escribido” frutos de
una raíz común que se deshace con cada palabra, con
cada gesto, con cada pensamiento materializado. Oh, ¡paradoja
de las paradojas! ¿Qué sentido tiene escribir sobre
lo que se hace innecesario, sobre lo que no es imprescindible, sobre
lo que no es tormentoso e inevitable? Ríen los peces y no son
de colores, son los peces abismales, los que suelen esconderse de
la luz allá en las insondables profundidades del espíritu
misterioso premunido de una suavidad etérea, tan tenue y sofocante
que la luz es una invención de la memoria transitoriamente
atrofiada. Ríen los peces transformados en emociones y son
ellos los que giran bajo la presión de un mar de sentimientos
infinitos que jamás conocerán, a menos, claro está,
que salgan a la superficie y mueran por el esfuerzo y resuciten sobre
ella, pero siendo ahora otros, otros peces, otros seres ahora coloridos.
Escribir que el mundo deviene en tristeza y alegría, que hay
un llanto para cada ojo y un ojo para ver el llanto. Escribir que
Dios nos ha exigido ser ninguna cosa y creemos escribir cuando todo
ya ha sido escrito. Escribir, cuando suponemos que diremos algo que
no se ha dicho o supondremos algo que nadie supuso. Escribir cuando
creemos inventar lo ya inventado o imaginar lo inimaginable que ha
sido ya fruto de la propia imaginación. Venid a ver el acto
de escribir cuando no escribimos y quedarán tan confundidos
como quien simula escribir lo nuevo, la novedad de la mismidad, la
sensación de lo desconocido, la parodia infinita de lo que
todos ya hemos escrito.