PEDRO ANTONIO GONZALEZ: EN MEMORIA.
Por
Juan Mihovilovich
(El mundo personal de Pedro Antonio González (1863-1903) se incubó
en los parajes de Coipué y de Gualleco para regresar hoy al sitio de su
gestación como un hermoso movimiento circular, cíclico y eterno)
¿Qué hace que a cien años de la partida de un hombre nos
concentremos junto a su memoria? ¿Qué causa el hecho de este encuentro?
¿La vida singular de un hombre singular? ¿Nuestra
débil o firme convicción de sabernos o creernos seres mortales?
¿Nuestra sed personal de intuir la eternidad, donde este fugaz paso terrenal
es sólo un hito, un referente, una experiencia, una escuela, en suma?
¿Qué provoca que ensalcemos la existencia de un poeta, de un artista
pleno, lúcido y atormentado? ¿Será que este individuo especial
nos señala una puerta posible de abrir, una puerta que prevé otros
mundos, que insinúa otras realidades a partir de un dolor existencial exclusivo,
pero no excluyente?
Si la vida es un continuo donde la fugacidad de lo
físico, de la investidura corporal, de la materialidad misma, cumple la
finalidad de conocer, sufrir y amar la maravilla de vivir y de vivirnos, un poeta
como Pedro Antonio González, es o surge, como un eslabón
imprescindible para preguntarnos, para interrogarnos sobre las cuestiones siempre
fundamentales que hacen de la existencia algo más que un nacer y un morir.
Y esas preguntas -sencilla paradoja más que extraña- son las mismas
que hace cien años y las respuestas, seguramente, serán similares
o cercanas, aunque levemente mediatizadas por la historia de un presente atónito.
Porque, el recurrir de la modernidad cruel y devastadora hace que miremos la realidad
de hoy inmersos en una disyuntiva ineludible: si optamos por la velocidad inconsciente
que nos aleja cada día del arte de pensar y de sentir para transformarnos
en consumidores de imágenes, de vidas ajenas, de una ficción que
pretende incorporarnos a una civilización del número y la estadística,
del anonimato, de la pérdida definitiva de la identidad humana; o sí,
por el contrario, al borde mismo de una decadencia general seremos todavía
capaces de recuperar un paraíso, no perdido, sino apenas extraviado.
Quizás por ello -o en parte por ello- sea imperativo recurrir a lo esencial
como posibilidad todavía rescatable y lo esencial sigue siendo el arte
y dentro de él, la poesía.
Si hace más de cien años
el poeta nos invitaba a que "Amemos las cosas -que son una parte que se
une a nosotros- que somos un punto. Un punto que mira la ciencia y el arte como
algo divino que integra un conjunto," si vislumbraba el cosmos en su
inconmensurabilidad y sufría desde su aparente incapacidad natural para
comprender esa grandeza infinita, era porque -tal vez- nos llamaba a compartir
sus dudas y temores, pero sobre todo, para que nos sensibilizáramos con
la insinuación de sus certezas y nos esperanzáramos con sus intuiciones.
El mundo de hoy como el de ayer sigue siendo -a pesar de todo- el vasto mundo
del espacio inmediato, del lugar donde estamos, amamos, reímos, lloramos
o soñamos. El mundo personal del vate cureptano, se incubó en los
parajes de Coipué y de Gualleco para regresar hoy al sitio de su gestación
como un hermoso movimiento circular, cíclico y eterno.
Entonces
se puede asumir que descubrir un monolito en su nombre no es el gesto frío
de la piedra: es un símbolo, una creación viva que retorna, como
la parábola del hijo pródigo, haciéndonos creer que había
partido para perderse y sólo se trataba de un viaje pasajero, de una despedida
circunstancial, ahora transformada en una centenaria energía que nos revitaliza.
Por eso la memoria ausente del pequeño pueblo de Curepto reasume la maravillosa
individualidad de González como la recuperación de su memoria personal,
pero también propia y universal, porque después de todo personalidades
como la suya suelen darse de tarde en tarde e insertarnos hoy en su memoria es
-en definitiva- recuperar su ausencia y la de un mundo que clama más que
nunca por la poesía.
Juan
Mihovilovich
escritor