LA HOMOSEXUALIDAD COMO ALGO DESEABLE
Por
Jorge Marchant Lazcano
(Texto de presentación de
la novela "Sangre como la mía")
La ficción de mi nueva novela, "Sangre como la mía"
comienza en 1951. Pero la historia que, de alguna forma la sustenta,
comienza muchísimo antes. En rigor, en 1869, cuando un señor
natural de Hungría inventa un nuevo término científico:
"homosexual". Las prácticas sexuales entre fulanos
del mismo sexo, se tornan entonces en síntomas de una nueva
afección. El homosexual es un enfermo que la ciencia estudia
con enorme pesar. De cualquier forma, aquella nueva categoría
histórica y social permite a esos seres vivir en la realidad.
Antes de eso, los homosexuales vivían en la irrealidad. ¡Eran
invisibles!
Rimbaud y Wilde, Gide y Proust, Thomas Mann, Forster, García
Lorca y Cernuda, y hasta nuestro propio Augusto d'Halmar, crecen en
este mundo con el rótulo secreto. Vivirán en medio de
la represión y el oscuramiento. Ya sabemos lo que le pasó
a Wilde. Por su parte, en las primeras traducciones francesas de Walt
Whitman, la voz del poeta se dirigía a un falso destinatario
femenino. Proust debió transformar a Alberto en Albertina.
Jean Cocteau publicará su Libro Blanco sin incluír
su propio nombre como autor, y E. M. Forster no será capaz
de publicar en vida su "Maurice". Autores de tal magnitud
constituyen la primera avanzada de lo que más tarde se llamará
cultura gay, una literatura creada sobre el doble juego de la culpa
y la justificación. Serán capaces de tejer una red de
alusiones. Oscurecerán el significado de sus textos, cuando
parezca adecuado, para escapar de la censura.
Exactamente cien años después, el mundo civilizado ve
con asombro la liberación de las costumbres. Pero aquel pasado
inmediato no estaba del todo cerrado. Las nuevas novelas oscilan entre
el goce de las libertades adquiridas y la constante reivindicación.
Si por una parte esta nueva literatura ya no necesita burlar al oficialismo,
hereda la necesidad de afirmar una identidad. Por eso, la mayor parte
de ellas tiene el olor de la deportación y el asesinato en
los campos de concentración, y la memoria de innumerables persecusiones.
Caben tantos escritores en estas imprescindibles listas. Desde la
marginalidad negra de James Baldwin en "El cuarto de Giovani"
a la estética del vicio de Genet en "Diario del ladrón".
Las Confesiones de una máscara de Mishima, provenientes
del Oriente, y las voces femeninas de Marguerite Yourcenar, Djuna
Barnes y Carson McCullers. Más cerca nuestro, Rita Hayworth,
las Boquitas Pintadas y el beso de la mujer araña
de Manuel Puig, el sombrío Lugar sin Límites
de José Donoso, la intensa sexualidad novelística de
Mauricio Wacquez.
Luego vienen los más jóvenes. Los años 80 y
el sida en "La línea de la belleza" de Alan Hollinghurst,
las vivencias urbanas de nuestro tiempo vistas por David Leavitt,
las crónicas despiadadas y exuberantes de Pedro Lemebel y los
mundos enrarecidos de Bellatin y Vallejo.
Pero también están los escritores que testimoniaron
el declive de sus vidas, la inminencia de la muerte anticipada. Harold
Brodkey y Hervé Guibert. Porque hace 25 años apareció
una nueva forma de amenaza que cambió el rumbo de las cosas.
25 años de desilusiones y enormes errores en la conducta humana.
Solemos pensar que dejamos atrás al Sida pero este año
matará a tres millones de personas en el mundo. Lo siento si
perturbo a alguien. Ya sabemos que Africa es tierra de huérfanos
por una cruel y vergonzosa negligencia. Nadie fue tan inmoral como
los moralizadores religiosos quienes veían esta plaga como
una revancha de la naturaleza. En verdad, la enfermedad engrandece
a quienes la padecen y a quienes están cerca de un enfermo.
Hay que ser muy valiente para enfrentar el sufrimiento y el aislamiento,
porque tal como lo dice Susan Sontag, "no se trata de un mal
misterioso que ataca al azar. En la mayor parte de los casos, tener
sida es ponerse en evidencia como miembro de algún "grupo
de riesgo" de una comunidad de parias. La enfermedad hace brotar
una identidad que podría haber permanecido oculta para los
vecinos, los compañeros de trabajo, la familia, los amigos."
Lo he reiterado en estos días. Para un escritor homosexual
es un verdadero deber moral escribir sobre este flagelo, como un escritor
judío debería escribir sobre el Holocausto. Es nuestro
propio "nunca más". Así lo han entendido perfectamente
algunos talentosos escritores anglosajones, y desde mi modesta posición
latinoamericana, me sumo a la tarea.
Hace 20 años atrás no habría podido escribir
esta novela. Habría quedado incompleta. Yo estaba incompleto.
El capítulo final lo vivió toda mi generación
y hoy quiero compartirlo con todos ustedes. Un escritor medianamente
sensato intenta escribir para todo el mundo, y no necesariamente a
tontas y a locas. Es un verdadero desafío hacerse visibles
y para ello, en algún momento contamos con las imágenes
que nos entregaban las películas. Esas películas referenciales
de esta novela. Quizás no sabíamos por qué nos
gustaban tanto James Dean y Montgomery Clift, o Elizabeth Taylor y
Marilyn Monroe. Crecimos separados de nuestros iguales, disimulando,
obligados a desempeñar un rol que nos quedaba mal, y en esos
rostros resplandecientes en la gran pantalla, encontramos nuestros
propios rostros, nuestros propios sentimientos, nuestras propias emociones.
Hoy la cortina se vuelve a descorrer aunque la homofobia prosigue
solapada. Una encuesta realizada recientemente por la Universidad
de Chile, arroja que el 50 por ciento de los habitantes de Santiago
estima que "los médicos deberían investigar más
las causas de la homosexualidad para evitar que sigan naciendo."
Por ello, la homosexualidad sólo debe pensarse, tal como lo
dijo Michel Foucault, "no como forma de deseo, sino como algo
deseable. Debemos encarnizarnos en llegar a ser homosexuales y no
en descubrir que ya lo somos."