"El rastreador de lenguajes" pone
en el tapete la discusión sobre la posibilidad de escribir
versos políticos hoy en día.
Existe una larga querella, y no sólo en la poesía chilena,
respecto de la cual este libro representa a la parte, a menudo, menos
escuchada. La querella se articula en torno a una pregunta: ¿es
posible todavía
una poesía política, en el único sentido que
le está permitido serlo, esto es, no como mero vehículo
verbal de una ideología partidista sino como confianza, crítica
y en ningún caso ciega, en su capacidad para hacer del lenguaje
un lugar fundante de una comunidad en clave universal? Acostumbrados
a la crisis y a la anatomía de la crisis, una pregunta semejante
podría parecer hoy impertinente, aunque no por ello ilegítima
y, para ser francos, tanto más difícil de rehuir cuanto
que parece inextirpable: la historia de la poesía moderna,
desde Hölderlin a Celan, pasando por Pound; desde Huidobro a
Lihn, pasando por Neruda, no parece ser, de hecho, otra cosa que la
historia de la polémica en torno a ella, una larga querella
sobre su posibilidad o su aporía.
La poesía de José María Memet es, siempre lo
ha sido, una poesía eminentemente política y la de éste,
su último libro, no lo es menos. Su inquietud fundamental,
se diría, consiste en saber cómo, en una sociedad desmembrada
o carente de principios universales legitimantes, como no sean los
del poder, el dinero o el progreso material individual, "el lado
erróneo de la existencia", la muchedumbre puede llegar
a convertirse en pueblo. En relación a esa inquietud, el título
del libro no da lugar a equívocos: la poesía no entrega
fórmulas, equivale más bien a una pausa reflexiva, a
un trabajo de rastreo, ejercido en la convicción de que el
lenguaje será siempre el lugar donde la vida colectiva puede
corregirse y reapasionarse: "(...) Pareciera que la función
vital de la boca:/ - su tarea en el arte de comer un desvarío-
/ se hubiera acostumbrado al habla,/ pues el lenguaje nos crea y nos
define/ como humanos. En estas disquisiciones,/ la mente cual semilla
huye a la aventura". Equivale también a un acto de resistencia,
pues mientras ello no acontezca, puede enseñar al solitario,
como dice, al menos a no pisar el polvo sino a levantarlo.
De dicción franca, a la vez autorreflexiva e interpelativa,
El rastreador de lenguajes (La Calabaza del Diablo, Santiago, 2004.
Precio de referencia, $5.500) es un libro fuerte, y su fortaleza,
más allá de su inobjetable manejo del vocabulario, las
imágenes y los ritmos, reside sobre todo, creemos, en la originalidad
de su inconfundible tono: ni porfiadamente escéptico ni ingenuamente
crédulo, el suyo es más bien un tono ambiguo, semejante
al que podría resultar de un hombre que sintiera el peso de
las revoluciones fracasadas y, a la vez, se sintiera "el abuelo"
de una revolución que se aproxima. Querer fundarla en el amor,
la poesía y el pensamiento, no es, por cierto, un deseo nuevo,
aunque sí el testimonio de una mente corregida y, sobre todo,
de una voz hoy por hoy intempestiva. Entre la ingenuidad mesiánica
de Neruda y la férrea desconfianza de Lihn, José Maria
Memet, en efecto, parece haber dado con un nuevo tono, inaudito hasta
ahora y sólo audible, entre el bullicio de la muchedumbre,
para un pueblo todavía inexistente.