LA MEJILLA POSTERIOR
 
          Perdón y castigo en la literatura comparada
        Por Joaquín Trujillo Silva
        En Revista Derecho y Humanidades. Nº 16, Vol. 1, 2010
        www.revistas.uchile.cl/index.php/RDH
          
          
        
         
 
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        È  morto! Or gli perdono
          Tosca
        Hay una extensa y fragmentaria narrativa de eventos retributivos en la  historia de las formas de conciencia moral. Como en ninguna otra cultura, la  griega y la hebraica, desarrollaron las células madres —si se me permite una  burda pero efectiva metáfora genetista— para un problema de cuya herencia somos  los principales afectados. Por supuesto, ambas genealogías nos conducen hacia  eslabones difíciles de rastrear que sin embargo, gracias al estudio del mundo  anterior al sincretismo, claramente sabemos distintos el uno del otro. Por una  parte, la Grecia  arcaica —la de los sucesos transmitidos por la épica homérica y aquellos  plasmados en la posterior obra de los tres trágicos— que en gran medida la  época clásica “comentó”, da cuenta ya de una serie inevitable de actos humanos  reñidos con las leyes de los dioses o, en su defecto, las de la rudimentaria  polis, actos que en su física y simbólica violencia se van sosteniendo los unos  a los otros. Por la otra parte, la historia sagrada de Israel es la de una  cadena que ha sabido eludir la avalancha del incontrolable ánimo de revancha  mediante el predominio estricto de la ley divina, y, cuando esa sujeción se vio  alterada, la condena expresa e hiperconciente de los profetas fiscalizadores;  los Jeremías o Nehemías, sin ir más lejos. El  predominio de la ley del talión era la renovación permanente de aquella cadena.  El cristianismo, un eslabón que quiere interrumpir su cadena misma.
          
          La diversa forma legal en esas culturas así y todo, las  aproximaba.  “Había en ambas partes —dice  Werner Jaeger refiriéndose a la del cristianismo primitivo y a la griega— un  intenso deseo de penetración mutua, sin tener en cuenta, por ahora, los reacios  a asimilarse que eran estos dos lenguajes, cada uno de los cuales tenía sus  diferentes maneras de sentir y de expresarse a sí mismos en forma metafórica”[1]. El pensamiento judío había colaborado antes  ya en esta aproximación, que ahora emprendía el cristianismo, mediante Filón de  Alejandría, “el prototipo de filósofo judío que ha absorbido toda la tradición  griega y hace uso de su rico vocabulario conceptual y de sus medios literarios  para probar su punto de vista no a los griegos sino a sus compatriotas judíos”[2].
          
          Nuestras metáforas acerca del castigo dependen históricamente en gran  medida de esta alianza.
          
          Lo que hasta aquí se ha dicho, ilustrémoslo de modo menos opaco.  Recordemos, a objeto de repasar el punto griego, la cadena de horrores en el  ejemplo tan escalofriante de la familia real micénica. Tántalo mata a su propio  hijo Pélope. Los dioses lo vengan, resucitándolo. A continuación, Pélope se  casa con la hija de Mírtilo, Hipodamía, y por razones nunca bien claras, mata a  su suegro; con lo cual se reactualiza el crimen que contra él cometió Tántalo,  su padre. Sin embargo, Mírtilo, antes de morir, maldice a Pélope, maldición que  pasa a los hijos de éste, Atreo y Tiestes. Y pasa del modo más escalofriante  que conocen los mitos griegos. Tiestes y Atreo rivalizan por el trono de  Miscenas. Cuando Atreo gana, expulsa a Tiestes y a los hijos de éste de la  ciudad, pero luego, para vengar el adulterio entre Tiestes y Aérope, su esposa,  Atreo invita a volver del exilio a Tiestes acompañado de sus hijos. Los hijos  adelantan al padre en el viaje, y cuando Tiestes por fin arriba, su hermano  Atreo lo está esperando con un gran banquete de carne exquisitamente asada. Una  vez Tiestes ha saciado su hambre, Atreo lo invita a contemplar las cabezas y  las manos de los seres que ahora está digiriendo: los propios hijos de Tiestes.  Él no quiere defecar la carne de toda su descendencia masculina, pero Atreo ni  siquiera le da el beneficio de la muerte a fin de evitar el desecho de una  forma peculiar de canibalismo. La cadena de horrores no suele detenerse. En  claro contraste, los grandes pecados de los israelitas no traspasan sus culpas  más allá de la tercera o cuarta generación. Israel conoce una clausura  histórico-familiar de todas las formas de penalidades. Clausura de la cual Dios  mismo es garante. La Grecia  arcaica ignora los beneficios de una teogonía racional como la judía, pero no  por mucho tiempo. Comprendámoslo continuando el recorrido en el ejemplo de la  genealogía real micénica: El famoso hijo de Atreo, Agamenón, a su regreso de  una larga participación en le guerra de Troya, será muerto en el baño de su  palacio a manos de su propia esposa Clitemnestra —bajo el argumento de que éste  había sacrificado con anterioridad a la hija común de ellos, Ifigenia— y el  amante de ésta, Egisto, quien a su vez era hijo de una relación incestuosa  entre su padre Tiestes y la hija de éste, Pelopia, por lo cual aquél era a la  vez primo y sobrino de su víctima. Antes de esto, y tal como los oráculos lo  habían predicho, Egisto había asesinado a Atreo, vengando así a sus  hermanos-tíos. Pero estos mismos oráculos, indican ahora que el asesinato de  Agamenón será vengado por el hijo de éste y Clitemnestra, Orestes, el cual es  salvado de la muerte que su propia madre quiere darle para evitar las  profecías, por su hermana Electra. Ella lo envía lejos de la ciudad. Una vez de  regreso en Micenas, y ya hecho un hombre, Orestes asistido por Electra da  muerte a su madre —quien pide piedad a gritos— y al amante Egisto, vengando así  a Agamenón. Esta cadena aún no se detiene. En el instante que Orestes y Electra  derraman la sangre materna y la del tío, surgen las bestiales euménides, las  furias, en los similares episodios latinos, entidades vengadoras de los  crímenes contra los miembros del hogar. Orestes huye durante años de estas  presencias, hasta que mediante un juicio en Atenas, Apolo emerge dando protección  a Orestes, con lo cual reposa finalmente el torrente del mal micénico.
        
        
 
          
            Orestes y Electra  matan a Egisto
        Hasta aquí he presentado a modo de introducción una apretadísima  síntesis de los argumentos de tragedias griegas como La orestíada, trilogía de Esquilo compuesta por Agamenón, Las coéforas y Las euménides; Electra, en las versiones de Sófocles  y Eurípides; y de tragedias latinas como Tiestes y Agamenón de Séneca, que aunque muy  posteriores a las anteriores siguen en gran medida las ya refinadas  concepciones trágicas de la era clásica percicleana.
          
          Veamos un ejemplo para el caso israelita, también al interior de una  crónica familiar. José, el hijo penúltimo de Jacob y Raquel, envidiado por sus  demás hermanos y medio hermanos a causa de sus sueños premonitorios de  superioridad y la predilección paterna de la que goza, es abandonado por ellos  al interior de una cisterna seca donde pretenden dejarlo morir. Rubén, uno de  los hermanos, persuade a los demás para que lo vendan a una caravana de  mercaderes ismaelitas (Génesis 37:21-27), quienes, a su vez, lo venderán como  esclavo, con posterioridad, a Potifar, funcionario egipcio (Génesis 37:28). La  mujer de este último lo acusa de intento de violación. José cae en una especie  de prisión (Salmos 105: 17-18). Como José interpreta los sueños, el faraón lo  trae a su corte (Génesis 41:1-36), donde José al ganarse la confianza del  faraón, será nombrado segundo gobernante de Egipto. Hasta allí llegarán los  hermanos de José para comprar trigo. No lo reconocen; José sí a ellos. En vez  de saciarse vengándose, José les perdona, y, es más, su perdón necesariamente  se expresa en la ayuda que a ellos les brinda. Definitivamente la historia de  José y sus hermanos no se asemeja al relato de la casa micénica en su grado de  truculencia. Thomas Mann, ofrece una explicación sugestiva; explicación que  está presente también en el paso de los dioses griegos arcaicos a los nuevos,  los dioses de la justicia, entre los cuales Apolo destaca. En Las historias de Jaacob, dice:
        
          Todos sentían  como si se les hubieran girado las entrañas y lo de abajo se les hubiera puesto  arriba, provocándoles intensas nauseas; y es que en las palabras y la persona  del moribundo había algo hondamente sórdido, de una antigüedad horripilante y  una santidad anterior a lo santo, algo que yacía debajo de todo el sedimento de  la civilización, en las honduras de su alma más evitadas, olvidadas y ajenas al  yo, y que la muerte de Yítsjak había hecho emerger en ellos, causándoles la más  viva repugnancia: el especto y la sordidez, surgidos de la noche de los  tiempos, de la bestia que era Dios, del carnero, Dios-antepasado del clan, del  que éste descendía y cuya divina sangre ancestral habían derramado y bebido en  remotos tiempos obscenos para renovar sus lazos de parentesco tribal con la  bestia divina; todo ello antes de que llegara Él, el Dios de la lejanía,  Elohim, el Dios de la cumbre lunar, que los había escogido a ellos, que había  cortado los lazos que los unían a su naturaleza primitiva, los había esposado  mediante el anillo de la circuncisión y había fundado un nuevo inicio divino en  el tiempo.[3] 
          
        
        
        
          
          Thomas Mann
        El  pensamiento judío, la concepción hebraica del mundo terrenal y extraterrenal  realizó un descubrimiento o invención —por ahora, entiéndase como se prefiera—  que nuestra época tiende a minusvalorar. Formuló la idea y a veces simple  noción de una deidad que por su unidad, su monontología, tendía a reagrupar  selectivamente los atributos mutuamente contradictorios del politeísmo —para  esta concepción— primitivo, pre-abrahámico, desde la epistemología de su  pueblo. Era un Dios que al desaparecer, al retirarse de la identificación  hiperestética (tan egipcia, diría Hegel)  de los ídolos con esa divinidad plural; al  colocarse más allá del sistema confuso de todas las cosas a partir de las  cuales la palabra “Mundo” es hoy predicada a expensas de ese vocablo latino,  hizo de sí –o hicieron de él— la invisible objetividad suprema; aquella que al  verlo todo, al presenciar todos los objetos físicos e ideales, constituía el  único juez de cuya plena justicia, de existir aquél, no podía dudarse. Y sin  embargo, el Dios-Juez que también legisla la existencia edénica de la primera  pareja, y la castiga al desobedecer, al actuar aquella cual si esa ley no  existiera, cual si él no estuviera observando; el Dios que graba la existencia  espuria de Caín, una vez éste ha matado a Abel, con una señal prohibitiva que  impide matarlo, es decir, realizar por una mano no divina la justicia que solo  la divinidad se reserva para un tiempo muy posterior; el Dios judío, que  sumerge su propia creación bajo el agua y sin embargo de entre toda ella extrae  quirúrgicamente aquello que merece y debe salvarse; que, asimismo, en Sodoma  sabe de un único “hombre justo”, Lot, y lo arranca de la destrucción,  simplemente advirtiéndosela; el Dios ejecutor cuyo ángel exterminador se pasea  por Egipto cegando la vida de todos sus primogénitos, ese Dios creador  (legislador), juez y ejecutor —conforme a nuestras distinciones políticas  modernas—, cuya esencia, desde la óptica moral de sus criaturas, es una  justicia absoluta, también aparece repleto de las contradicciones fuertemente  polémicas de la teogonía griega (aspecto que a ojos de Walt Whitman lo vuelve  incomprensible, como al Moisés de Rossini del Mosé in Egitto “Etterno, inmenso e incomprensibili Dio”), y  entonces se deja juzgar acaso heréticamente por sus hombres justos, por Job  quien sufre una justicia que sólo puede concebir injusta. Aquello es lo llamado  por Hölderlin Antitheos, es decir:  “in Gottes Sinne, wie gegen Gott sich verhält”[4] (quien ”se comporta en el sentido de Dios  como si obrara contra Dios”). El Dios-Juez al no impedir la beata acusación de  los justos según su ley, reactualiza existencialmente en ellos su calidad  teológico-genética de “semejantes” a él, que encontramos en el Génesis. Sin  embargo, no eludamos la lectura trágica de esta contrariedad. Hay un problema  subyacente a esta calidad antinómica judicial. Un Dios que juzga al hombre  justo; el hombre es justo porque “se siente” justo (los dioses hablan a través  del corazón, dirá Goethe en su Ifigenia,  parafraseado a San Pablo), se concibe a sí mismo actuando conforme a la ley que  es, tal como lo es él también, creación de Dios, en tanto Dios no parece dar  una pronta respuesta a la acusación, no parece dejarse juzgar por su propia  ley, bien porque Dios está siempre más allá de los márgenes de su ley (la  estructura legislativa de toda su creación), o bien porque Dios simplemente no  existe como entidad distinta de la estructura legislativa de la naturaleza  creada. Nótese que la vía para esta última opción pone a la justicia divina por  sobre el juez divino, como si el juez ideal y absoluto pudiera equivocarse en  la aplicación de la ley que es él mismo, es decir, piensa a Dios como semejante  al hombre y no al hombre como semejante a Dios. Ambas relaciones no son lo  mismo. Su flujo gramatical es diverso, aunque, concedámoslo, no su  significación aritmética. Es bien conocida la obsesión gramático-teológica de  las escrituras sagradas hebreas y su aparente indiferencia frente a la helénica  proto-metafísica de los significados. La revelación histórica de Dios no se  expresa mediante pensamientos, se expresa mediante palabras precisas, lo cual  es distinto en el caso del misticismo judío, de los profetas de un mundo  interior, psíquico.
          
          Pero volvamos. A esta famosa relación polémica ya enunciada se ha  intentado ofrecer una cantidad de respuestas y de contrapreguntas que lamentablemente  no conozco ni llegaré a conocer en su totalidad, y aun conociéndolas, no sería  éste el lugar oportuno para compendiarlas.
          
          La didáctica empleada para la formulación de la problemática antes  expuesta, nos permite demarcar una línea relativa a ambos focos, la del juicio  mutuo entre Dios, por un lado, y el hombre, por el otro. He aquí entonces  nuestra vía de análisis. En esa vía que es un mundo inter regnos, habita una tercera derivada, centro de nuestra  atención para los efectos de este ensayo: esa extraña normativa a través de la  cual ambos focos se observan mutuamente, juzgándose, y castigándose. El  Dios-Juez castiga al hombre en los casos enumerados como en tantos otros; el  hombre, en su calidad de crítico —diría Kant—, evalúa la juridicidad de los  fallos divinos, y, es más, de la propia ley divina: he aquí el origen del  derecho natural en su variante racional e ilustrada (la primordial cuestión  kantiana sobre la idoneidad del Juicio), y, con anterioridad a ello, el centro  neurálgico de ciertas corrientes teológicas medievales que rechazaron la  luminosa procedencia de aquellas escrituras a las cuales los cristianos llaman  —acaso nitzscheanamente— Antiguo Testamento. Sin ir más lejos, Kierkegaard está  aterrado porque su padre, durante una infancia de hambruna, ha maldecido al  propio Dios[5]. Aquella era la desesperada forma por la que  el padre de Kierkegaard quiso darle castigo a una presencia despiadada que no  explicaba sus fallos. Kant llega a decir que el sacrificio de Isaac (a su vez  brillantemente analizada por Kierkegaard en su Temor y temblor), exigido por Dios al padre de aquél, Abraham, solo  puede haber sido solicitado por un demonio[6]. Kant, como sabemos, socorre filosóficamente  a Dios reduciéndolo a una incogniscibilidad a partir de la cual sólo su forma  exterior legal puede ser predicada, ya desde la única y pura perspectiva humana  crítica. Así, el Juicio crítico no está dispuesto a reconocer una señal de  divinidad en una reclamación carente en lo absoluto de sentido.
          
          Desde aquí podemos entonces avizorar el plano hacia el cual he  procurado arrear las consecuencias del problema. A saber, el del castigo con-sentido y el del castigo sin sentido.
          
          En los subterráneos murales psiquiátricos de Dostoivesky, que nos son  tan conocidos, hallamos casos en estado más o menos puro de castigos con-sentido (factibles de leerse como  “consentidos” a Dios por parte del hombre, nótese, obsesión del manoseado  “masoquismo” dostoievskiano), castigos que adquieren la nitidez teológica  propia de la redención, incomparablemente tratada en Crimen y Castigo como en las novelas de otros rusos del s. XIX cual  es el caso de Nikolai Leskov. En las piezas teatrales —diálogos filosóficos  escenográficos, habría que decir— de Sartre o Camus tales como Muertos sin sepultura y Los justos, respectivamente —y solo por  nombrar un par—, hallamos magistrales figuraciones del castigo (¿divino?) sin sentido, y de ahí, a propósito de la  herencia kantiana, el de la radical imposibilidad ética de Dios, esgrimida por  vía de la filosofía existencial francesa.
          
          Ahora bien, al escudriñarse el concepto de castigo sin sentido, y  para dicho propósito se recurre a la noción clásica de castigo, aparece la inestabilidad —valiéndonos de la acepción química en su dimensión metafórica para esta  expresión— de una tal conjunción. La idea de castigo tiende a caer lejos  todavía de los riscos del sin sentido.  El castigo puede tener un  restringido, mezquino o aparente sentido según la perspectiva crítica acogida, pero difícilmente no tiene ni siquiera un  sentido de lógica positivista, que, como se sabe, es el sentido más  increíblemente insípido de todos. Hablar, por lo tanto, de un castigo sin-sentido, es sólo posible al interior  de un campo simbólico donde nada es factible de ser juzgado, y por tanto, la  palabra castigo suena a la  intromisión de un vocablo recién llegado.
          
          Incluso así, hay un campo crono-lógicamente posterior en donde aun el  castigo con-sentido no tiene sino sentido  en el ámbito pantanoso del perdón.  Frente a este último, pareciera que el castigo respondería a una reacción inmediatista al daño, a la agresión, todavía  demasiado contiguo a la venganza,  autotutela de la cual el retribucionismo clásicamente se ha esmerado por  apartarse. Ahora bien, ¿cómo habría el castigo de tener sentido en el campo del perdón si supuestamente  son campos apartados el uno del otro, cuya definición está conferida por su  oposición?
          
          Como se verá, el perdón, y la  germinación teológica de ese cataclismo ético en el pensamiento helénico-judío,  adquiere recién estabilidad con la  incorporación de la historia —el  discurso profundo acerca del acontecer humano-- a una teología que había  obtenido su espacio mínimo pero propio en la distancia juiciosa para con el  devenir “caído” del Mundo. Aquella teología que trataba a la historia como el  ámbito accidentado de una ontología rígida. Detengámonos por un momento en esta  relación entre historia y castigo, fundamental al efecto de  observar el papel del perdón. 
          
          El perdón, que aparece al  principio —con la renovación de la ley en Cristo— como una supresión, una  aniquilación del castigo, es decir,  de la retribución —que asimismo era  tenido por supresión de la mera autotutela—,  no tendría por qué ser comprendido como una mera donación de nuevo sentido, una relación desprovista de  persistente ligadura moral a la manera de una obligación civil o natural en  Derecho Civil. Conocemos por el famoso libro de Marcel Mauss Ensayo sobre el don, la estructura de la donación. En aquel contexto, el perdón no es un mero regalo[7]. El perdón es un contrato tácito que se establece entre Dios y el hombre, contrato en el  cual este último renuncia a su derecho terrenal a exigir secular castigo para  el agresor suyo, y Dios, por su parte, promete premiar aquella extraña forma de  renuncia con la salvación de aquél renunciante, en tanto, como Dios-Juez —no ya parte en esta relación específica—  reordenará el acontecer mediante un juicio postrero, el Juicio Final, donde el gran castigo reaparece suprimiendo para  siempre la cadena de la historia nacida del primer pecado y castigo original,  la posterior cadena de las agresiones mutuas, y por tanto, tornando  inimaginable la necesidad de establecer las relaciones humanas fundada en la  amenaza, en la promesa y en la realización del castigo para el caso concreto. Adquiere así nitidez la sentencia de  Schiller: “El Juicio Final es la Historia Universal”. En esta manera de presentar  el problema, resulta manifiesto que castigo y perdón de ninguna manera  corresponden a elementos de una dicotomía. Antes bien, se identificarían cuando  se los enfoca desde esta perspectiva estructuralista. Ya, entonces, puede  adelantarse la definición de historia  sagrada de tal historia. Ello  significa que el concepto de historia del que nos hemos valido en este  análisis, equivale a un concepto de historia de la humanidad dirigida por la  divinidad. Obviamente, en principio, no habría un Juicio Final, un gran castigo, en términos absolutos, de  no controlar Dios el libre albedrío final de la humanidad, aunque preserve lo  que una óptica ilustrada llamaría el libre albedrío individual.
         A partir de este punto, pero con una complejidad de la cual no he dado  cuenta, se desarrolló en la   Alemania de Hitler un debate iluminador en medio de un  tétrico entorno. Karl Barth, el prestigioso teólogo reformado contrario al  nacionalsocialismo, argumentó contra una tesis teológico-política eminentemente  de historia sagrada contemporánea. Ciertos teólogos protestantes filonazis  propusieron que Dios intervenía positivamente en la historia política del  Pueblo Alemán. Una idea, cómo se ve, en principio no muy distinta de la  propuesta por el obispo de Meaux Jacques Bénigne Bossuet en su Discurso sobre la historia universal, de 1681.   Llegaban a esta conclusión impulsados por la fascinación que les  provocaba el florecimiento económico y el rudo atletismo cultural que  experimentaba Alemania bajo Hitler pese a las singulares condiciones impuestas por  el Tratado de Versalles y en el contexto para ellos tan decadentista del  ordenamiento constitucional de Weimar. Barth tuvo que argumentar contra esta  tesis evitando cualquiera de las variantes a él contemporáneas del aterrador  spinozismo. El juicio postrero divino no equivalía, y es más, rechazaba la  tesis anteriormente descrita. En su ensayo A  través de ese espejo, en enigma, George Steiner explora las consecuencias  de dicho planteamiento de Barth[8]. A nosotros nos interesa porque nos presenta  una nueva posibilidad crítica: la de la responsabilidad histórica de la  divinidad, y de ser ella efectiva, el derecho compensatorio que al hombre  concerniría frente a Dios. En dicha posibilidad, Dios aparecería tal parte  parcialmente comprometida que quedaría inhabilitado como supremo juez. Retorna  a nosotros el problema del castigo sin  sentido. ¿Qué sentido tendría el veredicto culpable en dicho juicio donde  el hombre declara la inhabilidad de un juez que al mismo tiempo legisla? Y,  ¿podría allí el perdón renovar su  influencia jugando algún papel? En definitiva, ¿podría el hombre perdonar el  castigo sin sentido que históricamente la divinidad le inflige?, ¿puede,  entonces, el hombre perdonar a su Dios-Juez? Y si lo perdona, ¿no estaría  declarando su superioridad moral sobre aquél?, es decir, ¿generando una nueva  obligación, y con ello, una resurgente posibilidad de incumplimiento, de daño,  y por consiguiente de necesario juicio y entonces, castigo?
          
          Una antropología estructural, declararía la tautología profunda del  itinerario que hasta el final del párrafo anterior hemos trazado. Se trataría  otra vez del anteriormente anunciado problema inmanente de la obligación y la  deuda por ella generado y aplicado al aparentemente noble asunto de Abraham  frente a un único abismo donde se mueven las estrellas, frente a la promesa que  le ha hecho Dios; conocido origen de nuestro problema religioso occidental.
        
        
         T. S. Eliot
         ¿Y qué hay de quien al confesar persigue ser perdonado? En ese desacreditado procedimiento de higiene  espiritual, propio de los católicos, previo a la comunión, se busca una  absolución que supone, sin embargo, la superación personal de un pecado que  priva a la boca, a la escritura o a los gestos de su función comunicativa: el  orgullo. Un pecado que no deja confesar los pecados, y que, por lo tanto, no  puede ser confesado sin habérsele, al mismo tiempo, ya superado. En la famosa  pieza del nuevo teatro poético ingles[9], Murder  in the cathedral, obra de T. S. Eliot sobre el martirio del  arzobispo-canciller de Inglaterra Santo Tomás Beckett, se aparecen, a este  personaje, cuatro tentadores. Cada uno le recuerda los aspectos seductores de  la vida, aquellos que atan al hombre a ella apartándolo de las muchas veces  dolorosas y desagradables santas acciones que incluso pasan por la muerte.  Beckett sabe que va a morir si persiste en su debida oposición al Rey Enrique  IV. Uno de los tentadores le recuerda las sensualidades de la existencia  física, otro, su poderío político-religioso, también está el que le propone una  alianza con los mezquinos baronets (la SOFOFA del siglo XIII)[10]. Finalmente aparece un tentador imprevisto.  Este tentador —“inesperado” dice Eliot— no difiere en ninguna de las profundas  convicciones religiosas y ascéticas de Beckett. Esas mismas convicciones que  han despedido a los anteriores tentadores, que se han desecho de ellos ¿Cómo  ellas podrían significar una verdadera tentación? Beckett descubre que la mejor  versión de sí mismo es su último tentador, el peor de todos. Es el pecado del  orgullo que cree poder comprenderlo todo únicamente desde sí mismo. En tales  circunstancias, Dios es para Beckett una mera palabra con la cual él se escuda  de los demás, y a partir de la cual se siente autorizado para ejercer sobre  ellos un beato dominio espiritual. Porque, para T. S. Eliot, Dios está pidiendo  el abandono total, una desnudez expositiva que deje invisible al cuerpo mismo,  la confesión absoluta donde el perdón ni siquiera surge de la compensación a la  renuncia envuelta en aquella confesión, sino de lo que en teatro se llama deus ex machina, la intervención  imprevista, inconceptualizable, a instantes definitivamente absurda, de Dios  (típica, sin ir más lejos, de la entrada de Apolo al final de Las euménides de Esquilo). Tan gratuita  e inexplicable como la creación del Mundo.
          
          Pero la confesión y el perdón misericordioso de Dios que rehuye el  castigo,  no fueron exclusividad  cristiana. Las Escrituras Hebreas están repletas de ejemplos a este respecto.  En el Libro de los Números, Moisés  impide el castigo de Dios a los israelitas, confesando él mismo la traición de  aquellos que pretendían elegir un jefe para volver a Egipto luego de haber sido  liberados de la esclavitud, aunque no evita el castigo menor de los cuarenta  años (Números, 14-15); asimismo Salomón pide perdón a Dios en la consagración  del templo, en el Primer Libro de Reyes (I Reyes, 8:30); Edras reclama el perdón para los judíos expatriados al  confesar las culpas de aquellos (Edras: 9:13). Con todo, la ley talmúdica no  exigía el perdón en las relaciones privadas. 
        Ese  perdón teologal que libera del castigo, tan querido a Saulo de Tarso, unido al  requisito procedimental de la confesión dio lugar a largas polémicas  especialmente con ocasión de la reconfiguración del mundo grecolatino  inmediatamente posterior al Edicto de Milán (313 D.C.). La tardía persecución a  los cristianos renovada por parte del Emperador Decio, había no sólo producido  muchos mártires; había también llevado a abjurar —“apostatar” es el término  específico— a muchos otros cristianos. El apelativos de Lapsi (del singular latino lapsus:  caído) mediante el cual se hacía referencia al grupo indeseable de dichos  apóstatas, no fue tan sólo una acusación recurrente al interior de la Iglesia, dio origen al  interior también de ésta a un debate del cual participó, según la leyenda,  hasta el mismísimo Emperador Constantino. Basándose principalmente en párrafos  de los libros de Josué e Isaías (Josué 24:19-20 e Isaías 2:6-9) o aquel donde  el apóstol Pedro compara a quienes vuelven a su vida pecadora, con una cerda  que luego de bañada se hunde en el lodo (2 Pedro, 2:22) entre otros, el Obispo  Accesio insistía en que la   Iglesia no podía perdonar a aquél grupo. Tan sólo Dios en la  muerte de cada uno de ellos. La confesión, como refundación de la historia  moral de cada miembro de la comunidad religiosa, no podía ser administrada por  el sacerdote. Se cuenta que durante el concilio reunido al efecto, Constantino  intervino diciendo: “Accesio, pon una escalera y sube sólo al Cielo”. Estas  palabras que, telescópico, el Emperador podría haber dedicado al Wittgenstein  del Tractatus (de seguro, este último  se interpuso en el trayecto de esta metáfora para explicitar la pedante  conciencia de su encumbramiento lógico-filosófico), registran la relación  contradictoria no indisoluble entre orgullo y confesión, y, entonces, entre orgullo y perdón. Pero nuestra referencia a Wittgenstein no es antojadiza.  “Una confesión debe ser parte de la nueva vida”[11] , dice. Este aforismo  incluido en la selección de observaciones que armaran Georg Henrik von Wright y Heikki Nyman,  tiene la fuerza de una objeción propia de Epícteto. Una singular nota del 18 de  julio de 1916, adelanta la anterior elucubración epicteteana de 1931: “Para la  vida en el presente no hay muerte./.La muerte es una parte de la vida.”[12] La confesión es ya parte de la nueva vida, una vez ésta ha hecho su aparición  sensible. ¿Cómo, entonces, la antigua vida podrá realmente revelarse (y  rebelarse contra sí misma) sin la asistencia de ese don que es la vida nueva, la vita nuova de la cual había hablado  amorosa y teologalmente Dante según su teoría de la expresión del agente? Al  parecer, Wittgenstein nos está sugiriendo que el transito entre la antigua vida  pecadora y la nueva, en el cristianismo, está mediado por un giro trágico. No  es la sola voluntad del hombre la que allí ha operado; son las fuerzas de los  dioses otra vez. Pero ha sido necesario indagar en la gramática de este  aforismo para descubrirlo. Habría que reconsiderar aquí, una de las lecciones  del curso dado por Heidegger sobre La  fenomenología del espíritu de Hegel en el semestre del invierno de  1930-1931 en la   Universidad de Friburgo. “El saber  absoluto —dice, pedagógicamente, Heidegger— debe ser otro al inicio de la  experiencia que la conciencia hace consigo, experiencia que, más aún, no es  otra que el movimiento, la historia donde acontece el llegar-a-sí-mismo en  el devenir-se-otro”[13]. La  explicación que Heidegger hace de Hegel considera a la transformación de la  conciencia una condición de ser conciencia. Nos interesa que no se pasa de un  campo a otro por simple obra del moviendo, sino del segundo campo. Cuando nuestros pies se elevan, es porque una  montaña se ha elevado bajo nosotros.
          
La novedad, el secreto de confesión, vino a excluir a la comunidad cristiana del  espectáculo del perdón. Bogomilos, albigenses, cátaros, valdenses, y otras  sectas cristianas y pseudocristianas tardo medievales —reivincadas por Simone  Weil[14] e investigadas en el siglo XX por el  siniestro Otto Rahm[15]— acusaron la supuesta hipocresía de este  perdón secreto, y para evitarlo, incorporaron a sus sobrios rituales un sistema  de confesiones públicas al modo de la tendencia general en la iglesia  primitiva. La tan abierta exposición de los malos actos, en un contexto  extremadamente puritano, por parte de los grupos franceses redundaría en una  extraña sanidad en la convivencia pacífica de estos en el Mediodía, y en el  aprovechamiento publicitario de Simon de Montfort o el abad cisterciense  Arnarld Amalrich, los líderes de la tristemente célebre cruzada al interior de  Europa contra aquellos grupos predicada por el papa Inocencio III –según el  dialogante Daniel Rops, “el Papa más brillante de la Edad Media”[16]— mediante la cual finalmente se los aniquiló  casi por completo. Como se ve, una confesión total dio lugar a un total  castigo. No se confesaban al oído de un cura.
        
        
          
            Hannah Arendt
        El punto no es anecdótico. La dimensión  política del perdón está, según Hannah Arendt, en el centro del mensaje de  Jesús de Nazaret:
        
          En nuestro contexto es decisivo el hecho de que Jesús mantenga en  contra de los «escribas y los fariseos» no ser cierto que sólo Dios tiene el  poder de perdonar, y que este poder no deriva de Dios –como si Dios, no los  hombres, perdonara mediante el intercambio de los seres humanos--, sino que,  por el contrario, lo han de poner los hombres en su recíproca relación para que  Dios les perdone también[17].
            Pero hay, siguiendo con Arendt, un  fundamento lógico para esta dimensión del perdón: ”(…) nadie puede personarse  ni sentirse ligado por una promesa únicamente hecha ante sí mismo; el perdón y  la promesa realizados en soledad o aislamiento carecen de realidad y no tienen  otro significado que el de un papel desempeñado ante el yo de uno mismo”[18], en la consideración de Arendt según la cual  perdón y promesas en tanto facultades ”las dos van juntas, (…) una de ellas, el  perdonar, sirve para deshacer los actos del pasado (…); y la otra, al obligar  mediante promesas, sirve para en el océano de inseguridad, que es el futuro por  definición, islas de seguridad sin las que ni siquiera la continuidad, menos  aún la duración de cualquier clase, sería posible en las relaciones entre los  hombres”[19].
        
        En Fantine, el Obispo Myriel, retrato de  aquella antigua nobleza parlamentaria del Mediodía, aniquilada por la Revolución francesa,  especie de perfecto cátaro pero católico, se ha erigido en la representación  óptima del prelado cristiano aristocrático enemigo de los ricos —una clase a la  cual él ya no pertenece ni lo quiere— y defensor a ultranza de los miserables.  Este prelado que ha sido modelo para tantas reformulaciones de la  espiritualidad católica francesa, está detrás del eminente cura de Torcy, en Diario de un cura rural, quizás, junto a Bajo el sol de Satán, la novela más  impresionante de Georges Bernanos.
          
          Contra la inspirada meditación acerca del verdugo de Joseph De Maistre,  recogida en Las veladas de San  Petersburgo, y a favor del enfoque de Cesare Beccaria, Hugo anota la  siguiente reflexión sobre la supuestamente neutral maquinaria del castigo:
        
          El cadalso es  una visión. No es un tablado, no es una máquina, no es un mecanismo inerte  hecho de madera, de hierro y de cuerdas. Parece una especie de ser que tiene no  sabemos qué sombría iniciativa. Se diría que esa estructura ve, que esa máquina  oye, que ese mecanismo comprende, que ese hierro, esa madera y esas cuerdas  tienen voluntad. En el horrible ensueño en aquella esa visión sume al alma, el  cadalso aparece terrible y como si tuviese conciencia de lo que hace. El  cadalso es el cómplice del verdugo; devora, come carne, bebe sangre. El cadalso  es una especie de monstruo fabricado por el juez y el carpintero; un espectro  que parece vivir una especie de vida espantosa hecha con todas las muertes que  ha dado.[20] 
        
        El sacerdote había asistido a un saltimbanqui  condenado a muerte. Las reflexiones de Hugo a propósito de aquella supuesta  neutralidad moral, irán más allá y nos dan espacio a desdibujar la noción del  Dios-Juez a la que hemos puesto una atención desmedida. El pudor francés de  Hugo no le permitiría haber aceptado como reflexión enteramente propia, esta  anotación bossuetiana —digámoslo así— que él atribuye a su amada creación, el  piadoso obispo de Digne, Monseñor Charles-François-Bienvenu Myriel:
        
          ¡Oh, Tú!  ¿Quién eres?
            El  Eclesiastés te llama Todopoderoso; los macabeos te llaman Creador; la epístola  a los Efesios te llama Libertad; Baruch te llama Inmensidad; los Salmos te  llaman Sabiduría y Verdad; Juan te llama Luz; los Reyes te nombran Señor; el  Éxodo te llama Providencia; el Levítico, Santidad; Edras, Justicia; la Creación te llama Dios;  el hombre te llama Padre; pero Salomón te llama Misericordia, y éste es el más  bello de todos los nombres.[21] 
        
        “Misericordia  es el más bello de tus nombres”. El Obispo Myriel salvará a Jean Valjean, el  protagonista de Los miserables,  oyendo una confesión enteramente silenciosa. Perdonando sin necesitar de  arrepentimiento efectista, el obispo dirá a los policías que los candelabros  que Valjean le había hurtado, eran un regalo para aquél.
        
         
        Víctor Hugo
        Ahora bien, escapemos a este enfoque excesivamente teológico. En La condición humana —siempre la de  Hannah Arendt—, y específicamente en el apartado 33 “Irreversibilidad y poder  del perdón”, en ese magistral capítulo arriba ya citado que es “Acción”,  hallamos una kantiana y a su vez escolástica —si se me permite esta antojadiza  figura de dicción— teoría acerca de la relación entre las facultades del perdón y la promesa correspondientes a la “condición humana de la pluralidad”[22]. Arendt presenta la triada de vértices  incompatibles: perdón – castigo –  venganza; la cual presenta a la “venganza” como el origen de la cadena  griega a la cual nos hemos referido, mientras que el “castigo” y el “perdón”  serían, en definitiva, ambos formas “que intentan finalizar algo que sin  interferencia proseguiría inacabablemente”[23]. Lo aquí muy interesante —y lo específico del  perdón, y ahora además, en contraste con la venganza— es que:
        
          [E]l acto de  perdonar no puede predecirse; es la única reacción que actúa de manera  inesperada y retiene así, aunque sea una reacción, algo del carácter original  de la acción. Dicho con otras palabras, perdonar es la única reacción que no  re-actúa, simplemente, sino que actúa de nuevo y de forma inesperada, no condicionada  por el acto que la provocó y por lo tanto libre de sus consecuencias, lo mismo  quien perdona que aquél que es perdonado. La libertad contenida en la doctrina  de Jesús sobre el perdón es liberarse de la venganza, que incluye tanto al  agente como al paciente en el inexorable automatismo del proceso de la acción,  que por sí misma nunca necesita finalizar.[24] 
        
        Lo  inesperado del perdón no puede convivir con la cadena de las reacciones morales  sino como un nuevo origen, un origen, que a diferencia del castigo, no se  realiza en tanto punto aparte. Así el perdón rompe con aquella inevitabilidad  trágica más propia de los griegos que de los romanos. El único movimiento que  inevitablemente lo provoca, es el mal, porque el perdón no actúa ex nihilo, actúa sobre una falta  provista de cierta especificidad. El castigo contrarresta, según la clásica  teoría retribucionista, aplicando diversos grados de mal sobre un mal menos  institucional; en el perdón, en tanto, quien perdona se traga la reacción  natural que es la venganza, y prescinde de activar la reacción institucional  —religiosa, jurídica o política— que es el castigo, cuyo sentido, ya descrito, descansa precisamente en aquel revestimiento  institucional.
          
          Habida cuenta del entramado de conceptos presentados y como no es mi  propósito ni me hallo capaz tampoco de teorizar sobre un asunto tan escurridizo  como el perdón a raíz del castigo, me concentraré en una casuística de ciertas  obras europeas donde el tratamiento de este asunto es de lo más interesante e  iluminador y acaso podrían llegar a presentarse a modo de ejemplos  paradigmáticos. Una pieza trágica de Corneille; una novela de Kosztolányi; un  cuento de Isaac Bashevis Singer y una ópera de Janáček. Sólo para ello me hallo  aquí intelectualmente competente.
          
  ¿Por qué no referirse al castigo y al perdón en la segunda parte del Fausto de Goethe o a la penitencia y la  confesión de Dante en el trigésimo primer canto del Purgatorio, cántica intermedia de ese enorme cuadro poético  teológico que es La Divina Comedia? Me  parece que acerca de este tema, en estos fragmentos maravillosos específicos,  existe una inmensa literatura especializada. Será entonces más interesante para  mí y menos perjudicial para los lectores, ilustrarlo en obras que han gozado de  menos difusión en habla castellana.
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        Con parcere subiectis los  romanos se referían al indulto que se debe al vencido[25]. El célebre episodio romano del extraño  perdón que el Emperador Octavio Augusto dio a los miembros de una conspiración  contra él urdida, al interior de la cual se encontraban hombres y mujeres muy  cercanos, magistralmente comentado por Séneca en el capítulo IX del primer  libro de su tratado De Clementia[26], y desarrollado en el libro LIV de la Historia de Roma[27] de Dión Casio, dio a Corneille un gran tema  para en 1640 hacer representar Cinna o La Clémence d’Auguste, impresionante tragedia política y amorosa, que a su vez dio  asunto al libreto de Pietro Metastasio para la adaptación realizada por  Caterino Mazzola de la cual W. A. Mozart se sirvió para su famosísima ópera La clemenza di Tito de 1791, que los  chilenos hemos tenido ocasión de ver representada.
                
          
        Emperatriz María Luisa
        Presente en el estreno en Praga de la versión de Mozart, se cuenta que la Emperatriz María  Luisa no la perdonó, refiriéndose a ella como a “una porcheria tedesca”[28] (“Una porquería alemana”). En el ambiente  cosmopolita y europeizante de la   Casa de Habsburgo, por mucho que la ópera recogiera un tema  que celebraba la altura moral imperial, pesaba más el carácter enfadado de ópera seria, un carácter del cual la tan  sobria y entonces criticada renovación de Glück —alemán querido en Paris— era  responsable por filiación aunque indirecta. La distinta suerte de una también  prejuiciosa percepción pero en su cara positiva, recibió la original tragedia  de Corneille. A la nobleza de tiempos del Cardenal Mazzarino fascinó la  compleja conspiración en la cual veían escrupulosa y anacrónicamente proyectada  la época de La Fronde de la que  ella se sentía tan frívolamente autora. Mas, como veremos, la nobleza francesa  en realidad se fascinaba con la deformidad de su propia lente. El cosmos del  que hablaba la tragedia de Corneille se movía en una dirección ni siquiera  opuesta.
          
        
        
          
            Pierre Corneille
        En resumidas cuentas, el argumento es el siguiente.
          Octavio Augusto se ha hecho con el poder total del Imperio Romano. En  su casa ha adoptado como hija suya a una de las hijas de sus vencidos enemigos  políticos, Emilia. Ella empuja a su enamorado Cinna a comandar junto al amigo  de éste, Maximo, un grupo de conspiradores cuya finalidad pasa por la muerte de  Octavio Augusto. Octavio manda llamar a los amigos. Emilia cree que la  conspiración ha sido descubierta, sin embargo, Octavio Augusto les hace  participes de su deseo de abandonar el poder de Roma ya harto de la odiosidad  que su figura concita. Contra lo previsto, Cinna y Máximo exponen al emperador  sus convicciones políticas: lo instan a continuar ejerciendo la autoridad  imperial. Una vez solos, Cinna confiesa a Máximo que, en realidad, su  participación en la conjura contra Octavio se debe a su amor por Emilia.  Celoso, Máximo, quien secretamente desea a la enamorada de su amigo, decide  delatar a Cinna frente a Octavio, quien tiene en ambos a sus preferidos.  Mientras tanto, Cinna se muestra dudoso de proseguir en la conspiración ante  Emilia, quien lo amenaza: . Luego, Máximo, creyendo que Cinna morirá, declara  su amor a Emilia.y su intención de desistir del asesinato de Octavio “¿Te  atreves a amarme y no te atreves a morir?”[29], le pregunta ella, desdeñosa. Otavio Augusto  es convencido por su mujer Fulvia de perdonar a Cinna. Octavio manda a llamar a  Cinna. Le hace saber que él está al tanto de todo. Aparece Emilia y se declara  la secreta cabeza del movimiento. “¡También tú, hija mía!”[30], exclama Octavio Augusto a imitación de Julio  César ante Bruto cuando éste lo mataba. “Sí —responde Emilia, en defensa de  Cinna—. Todo lo que él ha hecho ha sido por complacerme. Yo era la causa y la  recompensa”[31].
        
           Emilia, una Electra ya no hogareña sino de connotaciones políticas  —Augusto había matado al padre de Emilia, y adoptado a ésta— presentes desde el  Renacimiento, posee pareja erótica pero sin contacto sexual desde hace cuatro  años, cual la Electra  desposada pero virgen de Eurípides, la Emilia de Corneille está centrada en la  aniquilación del tirano aunque ello pase por la de su amor Cinna. El discurso  de Emilia al respecto, donde planifica el atentado contra Augusto, podría  pertenecer a Los justos de Camus:
             
            Aunque  Augusto esté defendido por muchas legiones, por muchas precauciones que tenga y  por mucho orden que siga, quien desprecie su propia vida, es dueño de la suya.  Cuando mayor es el peligro, más dulce es el fruto. La virtud nos lanza y la  gloria nos sigue. Sea lo que sea, perezca Cinna o Augusto, debo a los manes  paternos este sacrificio.[32] 
        
        Hannah  Arendt ha sostenido que el amor sea “quizás la más fuerte de todas las fuerzas  antipolíticos humanas”[33]. Pero George Steiner ve en Cinna la tragedia del amor subyugado por  la política[34]. Seguramente la —pese a todo— apasiona Arendt  ve en el amor todo aquello que el descreído Steiner no ve —pese a sus últimas  paráfrasis sexuales— en su miopía sentimental. Empero, y como veremos,  Corneille conseguirá desarmar el aparentemente trágico enfrentamiento entre  amor/política con un enfrentamiento menos concreto, más abstracto y maligno: el  de política contra política.
        
                   
          
              George Steiner  junto a su perro (El Pais)
        
        Descubierta por Augusto, ella expone sus razones cuando aquél le  reprocha a ella los cuidados que le brindó tal —responde Emilia— los que su  padre verdadero brindó a Augusto:
        Con la misma  abnegada ternura elevó él la vuestra, que él fue vuestro tutor y vos su  asesino. Vos me habéis enseñado el camino del crimen. Él mío sólo es diferente  del vuestro en un punto: que vuestra ambición inmoló a mi padre y que mi justa  cólera, que me abrasa entera, quería inmolar a su sangre inocente la vuestra  culpable.[35] 
        La  estructura de la descontrolada justicia griega aparece nuevamente. Emilia  quiere implantarle la moderación de una intención moral: la de ella es la cólera, la de Augusto, en tanto, fue la ambición. Más tarde, Emilia reconocerá  que el perdón de Augusto borra las aristas mutuamente irreconciliables del  castigo:
                    Cinna es la tragedia de la política moderna, aquella forma  de entender la política liberada a todas sus posibilidades causales, al  laberinto infinito de los cálculos donde el amor sí aparece como una virtud,  pero una virtud devaluada frente a la urgencia del enfrentamiento polémico.  Corneille como autor político ha servido de pretexto a políticos y filósofos  franceses. En La muerte de la tragedia,  George Steiner señala que el General De Gaulle incorporaba en sus discursos  intertextos extraídos del Horace de  Corneille con la mayor naturalidad y ausencia de efectismo[36]; asimismo, durante las tertulias en casa de  sus benefactores, los Duplay, el inclemente Robespierre leía fragmentos “de  Voltaire, Rousseau y Corneille”[37]; desde Gabriel Marcel, en el drama Roma ya no está en Roma, a L'Éscriture et la différence de Jacques  Derrida, la filosofía francesa ha hecho exégesis de Le Cyr.
         La dramaturgia de Corneille conoce una forma demasiado prístina de  psicoanálisis.  El discurso privado que  Octavio da a Cinna en la escena I del acto V significa toda una sesión de  provocativa terapia:
        
          Aprende a  conocerte, penetra en ti mismo. Se te honra en toda Roma, se te corteja, se te  aprecia; todos tiemblan ante ti, todos te ofrecen sus mejores votos; grande es  tu fortuna, consigues todo lo que pretendes; pero darías lástima a los mismos  que ahora te envidian si yo te abandonase a tu escaso mérito. Atrévete a  desmentirme, dime cuáles son tus talentos; háblame de tus virtudes, de tus  gloriosos trabajos, de las raras cualidades por las que has conseguido mi  aprecio, de todo lo que te eleva por encima de lo vulgar.[38] 
        
        Los  personajes de Corneille realizan razonamientos lógicamente intachables. Sin  embargo, el autor no por ello parecerá preferir al mentiroso coherente sobre el  veraz contradictorio. No sería tan intelectualmente mezquino como para  ofrecernos tal dicotomía. Con la mayor soltura aristocrática, estos personajes  exploran su inconsciente y el de los demás, exponiéndolo con un dominio  conciente que el teatro alemán desde George Büchner declarará insoportable. En  su maquiavelismo transparentado, no pecan de ingenuidad política. Esta fácil  neuroplasticidad de la psiquis teatral corneilleana siempre abarcadora de todo  cuando espacio sea contemplado, pone a los elementos del conflicto aristotélico  —al que en Cinna Corneille quiso  estrictamente ceñirse— en una común línea de flotación que niega las  particularidades relativas a aquellos también particulares elementos. En los  personajes de Jean Racine —en cambio— conoceremos el lenguaje supuesto de una  introversión, de una contención del habla desesperada que en Fédre alcanzó un punto al cual el teatro  francés no pudo regresar ni siquiera con Ionesco o en El emisario de Marcel.
          
          La magnanimidad del perdón,  una virtud política sólo posible de desarrollarse, según Corneille, en el súper  contexto de un poder estatal que en tanto tal ha doblegado al poder privado  común a las familias patricias. Desde ya pueden oírse de fondo las voces  proto-absolutistas de un Bossuet o un Jean Bodin, no obstante, apuntar la  reflexión corneilleana más allá de otra justificación más de la monarquía  católica francesa contra el pseudoanarquismo refinado y belicoso de las grandes  familias de Francia.
          
          Así, el atentado contra Augusto no aparece cual un delito tipificado,  pero sí cual un atentado contra la orgánica fundamental del Estado que Augusto  encarna en su calidad de vencedor absoluto. Lo dice Corneille mediante Livia:
        
          Todos los crímenes  de estado que se cometen para alcanzar la corona, el cielo nos los perdona en  el momento que nos la entrega y, una vez en la categoría que su gracia les ha  dispensado, lo pasado se hace justo y le está permitido contar con el futuro.  Quien puede alcanzar el cetro no es culpable; hiciera lo que fuese, haga lo que  sea, es inviolable, le debemos nuestros bienes, nuestras vidas están en sus  manos, y jamás se tienen derechos sobre los de los reyes.[39] 
        
        En  efecto, Corneille está presentando una teoría acerca de la relación entre el  Estado, Dios, y el tiempo. Un estado funciona porque actúa conforme a la  naturaleza de su poder; ese poder no es mera fuerza, sino poder en su sentido  menos violento, más legítimo, porque su estabilidad demuestra conformidad con  las leyes del cielo, la legislación divina. En tales circunstancias, la  legitimidad de su estabilidad duradera acaba por silenciar los actos de  barbarie (que le son reprochados) a partir de los cuales ha sido fundado su  valor específico de anti-barbarie. De tal manera, la presencia del pasado  violento minimizada significa el predominio existencial del futuro, de la  esperanza. Porque el Estado nos ha permitido gozar de la esperanza del futuro  es que toda nuestra estabilidad (nuestra vida, nuestros bienes), en última  instancia se los debemos. Cómo se ve, esta es una de las lecturas de  Robespierre, un profundo moralista que creía que la funcionalidad futura de su  política, disculparía la violencia entonces ya pasada de esa política.
          
        
        
          
            Maximiliano  Robespierre
        En su  calidad de admirador y defensor de los actores, tribuno de la plebe en la Asamblea Constituyente,  y lector incansable de Corneille, Robespierre consideraba que el teatro era la  escuela moral de los ciudadanos, tenía del fenómeno teatral una idea no  puramente estética, sino antes bien, ética. Para él la refundación política de  Francia, la Revolución,  comenzaba por una moralidad sumamente estricta que residía en el alma. Como  estudioso de la retórica latina, sabía que según Cicerón, la oratoria era una  actividad del alma en relación con las almas de los otros. La generación de  esta comunión sanamente retórica Robespierre la veía en la nitidez expresiva de  los personajes de Corneille, y en su propia labor de orador, de abogado movido  por los principios de su profesión y no por los tecnicismos de la disciplina  —en suma, de abogado no de parte, sino de la totalidad ya formulada por Rousseau—, de expresión ilustrada y  clásica del retóricamente inexpresivo clamor popular. Como moralista  revolucionario es importante atender a la cultura teatral neoclásica francesa  de Robespierre, a su noción de reconfiguración moral y teatral de su época;  moral en los principios y teatral en la expresión de los mismos.[40] ¿Por qué sacar a colación  esta relación a propósito de este análisis? Porque la idea de dictadura para el  monarca Augusto de Corneille como para el demócrata Robespierre de Maximiliano  Robespierre, el abogado de Arres, no se clausura negativamente. Para ambos personajes, la dictadura no es una  tiranía irredimible. Revestida de virtud cívica, la dictadura del pueblo está  en armonía con la dirección anímica de la inteligencia de cuya encarnación  Robespierre o Augusto son ejemplos, quienes obran desinteresadamente en pos de  los
          intereses comunes a todos, la totalidad roussoniana. No son dictadores  que se llenan los bolsillos. La aristocracia no sabría practicar esta virtud  sin atentar contra sí misma. De ahí su tendencia inmodificable a devenir en  oligarquía. Pero estas ideas también sirven al contrario, a la  contrarrevolución. Uno de los precursores de la unificación alemana,  participante del Congreso de Viena, y asesor político brillante en Prusia como  en San Petersburgo, el barón Karl von Stein, detectará la importancia de  robustecer la alianza entre el pueblo y el monarca en atención a debilitar la  aristocracia, que él mismo intentó mediante un proyecto de abolición de la  servidumbre en Prusia bajo Federico Guillermo III. Lo que separa, sin embardo,  al Octavio Augusto de Corneille y al Robespierre que él hizo de sí, lo que los  hace irreconciliables es precisamente la capacidad psicológica o política —no  lo sé— para ponerse por sobre los acontecimientos. Octavio Augusto ha recogido  su poder en este mundo, pero siente transcenderlo. Sus enemigos son para él,  enemigos de una imagen equivocada. Una vez sus enemigos llegan realmente a  conocerlo —él los perdona— se realiza la reconciliación esperada. Robespierre,  en tanto, es un mesías que no está por sobre el pueblo cuya opinión  virtuosamente guía. Los enemigos suyos, son enemigos de la revolución, son  contrarios perfectos, aunque moralmente equivocados. Perdonarlos sería la ruina  de un mundo en construcción donde pueda perdonarse virtuosa y no cobardemente.  Charlotte Robespierre, su hermana, contaba que antes de ir a Paris como  delegado a la   Asamblea Constituyente, en Arres, Robespierre no quería, en  su calidad de juez de provincia, firmar la condena a muerte de un criminal[41]. ¿Por qué entonces no perdonó a sus enemigos?  Porque no eran sus enemigos, eran los enemigos de la mayoría, de la cual él  era, paradójicamente, vocero y el guía más intelectualmente adecuado.
          
        
        
          
            Friedrich von  Schiller
        Friedrich von Schiller —admirador de Corneille y Racine— reconoció en  su tragedia Marie Stuard, la  intrínseca ausencia de vocación compasiva en la política moderna. En esta muy  propia versión de los últimos días de María Stuardo, una exquisita intriga  político religiosa, plagada de arrojadas conspiraciones “de papistas  desaforados” y de las reacciones de los partidarios isabelinos, la Reina Isabel I se da  a un egotista cálculo a fin de conservar para sí el inestable poder del cual  dispone. Se percata de que para conservarlo y acrecentarlo necesita decidirse a  ser la cabeza de la Iglesia  de Inglaterra, única manera de poner fuera de juego a su rival, la María Stuardo  católica romana. Necesita Isabel desconocer al papado para no ser la “bastarda”  —como la llama María. Muy enterada de los debates acerca de su legitimidad para  ocupar el trono, debe eliminar a María, posible competencia, pero también no  puede mostrarse accesible a las presiones del pueblo que quiere ver a María  ejecutada. María invoca el derecho de gentes por el cual en su carácter de  reina de Escocia, no podía ser juzgada por un tribunal Inglés. Pero Isabel  necesita afirmar su autoridad política mediante el desconocimiento de la  tradición católica europea. Deja pasar una semana y no accede a formar el  indulto de María.[42], luego accede a las presiones del pópulo,  pero siempre retrocediendo: “El pueblo amotinado instaba a que firmase, y  siendo obedecerle, firmé, pero cediendo a la coacción…, os entregué la  sentencia para ganar tiempo… Ahora, dádmela otra vez…”[43] 
          
          En la Isabel de Inglaterra, de Ferdinand Bruckner,  hay carencia de piedad, la tendencia a hacer del castigo su política, dice  relación con una anomalía psicológica. Isabel es una mujer insegura, agobiada  por falsos pretendientes a quienes se agobia por desenmascarar.[44]  
          
        
        
         Bertolt Brecht y  Kurt Weill
        Basada en la heteroisabelina pieza The  beggar’s opera de John Gay, la célebre Die  Dreigroschenoper de Bertolt Brecht, impuso una ultra irónica concepción del  indulto monárquico. El maleante Mackie Messer, en el tercer final de la obra,  es rescatado de la horca a último momento por un emisario de la reina, quien  anuncia que el malhechor ha sido perdonado, se le dará una renta anual y un  título nobiliario. Los mendigos celebran el triunfo aspiracional de un, como  ellos, antisocial. Brecht presenta el indulto a los supuestamente  desfavorecidos en la sociedad burguesa como una manipulación que esa sociedad  hace de sí misma para regenerar las estructuras de dominación, según el estudio  que Brecha hizo de las tesis de Marx a través de Karl Krosch[45].   
         Sin embargo, ¿Corneille se refiere a un desinteresado amnisticio? Ese  amnisticio que frecuentemente busca una  interesada reconciliación. El de Octavio no es el amnisticio que siguió a  la sublevación de los comuneros españoles al llevarse a cabo la elevación de Carlos  I de España y V de Alemania, y que el emperador finalmente perdonó en pos de  empresas europeas que lo obsesionaban tales como la recuperación de su “ancien  herencia paterne” [46] (“antigua herencia paterna”). No es tampoco  un pacto de no agresión civil, de reconciliación  armada, cuando la proporcionalidades congruentes de las fuerzas en combate  hacen inviable la supremacía de alguna de ellas al objeto del retorno a la  calma, cual fue el caso en Francia al la Reina Catalina di  Medicis casar a su hija Margot con Enrique de Navarra —protestante— a fin de  sosegar el ánimo a sus súbditos hugonotes que comandados por Coligny escindían  el reino. Esas fuerzas de grados similares sólo pueden destruir todo a su  alrededor antes de por fin aniquilarse mutuamente. Pero Octavio Augusto es una  fuerza tan superior que no entra en negociaciones de paz, no cede, pero sí  perdona a los ofensores la ingenuidad de haberse creído sus iguales en fuerza,  la tontería de haberle desafiado. No se podría equiparar a ellos, juzgando sus motivos, y castigándolos.
         Pero este magnánimo perdón no  es absolutamente desinteresado. El magnicidio frustrado que perdona detiene a  las mentes conspiradoras, frustrándolas absolutamente, congelándolas en dicho  estado de cristalización psíquica, precaviendo toda subjetividad rebelde. Livia  tiene a su cargo la explicitación discursiva del finalismo político de esta  mística del perdón (sirviéndonos de las claves de Charles Peguy, en Notre jeunesse[47]). Ella dice a Octavio Augusto al final de la  escena III del acto IV:
        
          Después de castigar  en vano su insensatez, ensayad el poder de la benevolencia sobre Cinna. Haced  que encuentre su castigo en la confusión; buscad lo más útil en este caso. Su  pena irritaría más aún a la ciudad; el perdón puede contribuir a vuestro  renombre y aquellos a quienes vuestro rigor no hace más que incitar, se  dejarían atraer por vuestras bondades.[48] 
        
        Luego, ya sola, refiriéndose a él:
        
           Él se marcha. Vamos  con él y hagámosle ver que puede afirmar su poder otorgando su perdón. Y  después de todo, la clemencia es la más bella muestra de cara al universo para  demostrar que se es un verdadero monarca.[49] 
        
        Y  hacia los versos finales de la última escena del acto V, Livia se solaza en la  clemencia de Tito:
        
           Una llama  celeste ha iluminado mi alma con una claridad profética. Oíd lo que los dioses  os hacen saber a través de mí. Esta es la ley inmutable de nuestro feliz  destino: después de esta acción ya nada tenéis que temer. Desde ahora, todos se  someterán a vos sin quejarse y los más indómitos, cambiando totalmente sus  intenciones, estimarán como dicha inmensa morir siendo vuestros súbditos.  Ningún plan cobarde, ninguna envidia ingrata se opondrá al curso de una vida  tan grande; ya no habrá jamás conspiradores y asesinos, porque habéis  encontrado el arte de adueñarse de los corazones.[50]
        
        Los  conjurados ya no podrán volver sobre planes similares sin sentirse ridículos.  El magnánimo perdón manipula  extraordinariamente el futuro de toda conspiración posible. No permite a los  conspiradores un futuro sino dentro de los límites del respeto al estado que es  Augusto. Dice a esos conspiradores: no vuelvan a intentarlo porque si llegasen  a lograrlo alguna vez, será únicamente porque yo les he permitido vivir para  llevarlo a cabo. Ustedes no serán autores de su triunfo, seré yo.
        2
            —Divino Spinoza, perdóname. He perdido la  cabeza.
      El premio nobel yidish Isaac Bashevis Singer  no pudo evitar a lo largo de su narrativa hacer referencias directas a la vida  del filósofo sefardí Baruj Spinoza y al incomparablemente revolucionario  pensamiento de aquél. Como el antisemita Schopenhauer o el J. L. Borges del  poema al filósofo de Ámsterdam dedicado, I. B. Singer veía en Spinoza el ideal  realista de un hombre radicalmente independiente. Independiente de la religión,  independiente del estado, los gremios, las ideas en boga e independiente de… la  mujer. Sólo en un judío culturalmente predispuesto a una diáspora permanente  podía darse este caso sublime de libertad, de la autonomía que ni Kant supo  darse con aquella abundancia de Voluntad, diría Schopenhauer. La antípoda  existencial del Hegel ligado a todos los absolutos a mano, Spinoza, muy  anterior, por supuesto, estaba lejano a las insoportables intrigas  universitarias, permanecía noche y día en su cuchitril del ghetto, tallando las  lentes en su oficio de óptico, mientras pensaba sólo exigiéndose y dándose cuentas a sí mismo. Al final, una sinagoga se dio el  trabajo de condenarlo. El tipo de personalidad propia que ve proyectada I. B.  Singer en Spinoza la encontramos en la novela El esclavo. Con posterioridad a las matanzas de judíos en la Polonia del s. XVII  llevada a cabo por cosacos –más o menos contemporáneas a las persecuciones que  llevaron a Spinoza de España a Holanda— Jacob, cuya familia ha desaparecido en  la matanza, llega a servir como esclavo en una aldea de gentiles. Pero Jacob no  está sólo. Sus estudios rabínicos de la Mishná y la Gemará preservan de memoria en su mente las  palabras que internamente lo hacen libre incluso sometido a esclavitud. Pero el  afán libertario siempre culposo de Jacob va más allá. Se libera de su propia  mente religiosa cuando se une secretamente a una mujer gentil, con la cual  escapa de entre los polacos para vivir entre judíos que finalmente descubren a  la polaca oculta en Sara, la mujer de Jacob.[51]
        
        
        
          
            Isaac Bashevis Singer
        I. B. Singer, como digo, no podía evitarlo,  quizás porque hallaba en su propio carácter un parecido, un precedente  tradicional a su condición de intelectual enemigo de las ideologías del siglo  XX, crítico del pueblo judío —una actitud, según el mismo, muy judía— y de la  banalidad generalizada de los escritores. Su novela a ratos autobiográfica El certificado está plagada de  comentarios a Spinoza[52], y su cuento El Spinoza de la calle Market, también. La frase que cierra ese  cuento la hemos anotado abriendo este fragmento. Nos da motivo para realizar  ahora un alcance acerca del reproche a sigo mismo, y del perdón auto-conferido.
        
          
             Las traslúcidas manos del judío
              Labran en la penumbra los cristales,
              Y la tarde que muere es miedo y frío
              (Las tardes a las tardes son iguales.)
              Las manos y el espacio de jacinto
              Que palidece en el confín del Ghetto
              Casi no existen para el hombre quieto
              Que está soñando un claro laberinto.
              No lo turba la fama, ese reflejo
              De sueños en el sueño de otro espejo,
              Ni el temeroso amor de las doncellas.
              Libre de la metáfora y el mito
              Labra un arduo cristal: el infinito
              Mapa de Aquél que es todas sus estrellas.[53] 
          
        
        El  poema de J. L. Borges es el reverso poético de la costura prosaica del cuento  de I. B. Singer. El cuento no es tan optimista. En este último, un doctor en  filosofía, el Doctor Nahum Fischelson, vecino de la calle Market en Varsovia,  no sólo admira a Spinoza, cuelga de una pared el retrato de aquél y lee todo el  día un ejemplar en latín de la Ética  basada en la geometría con esmero anotado por todos sus márgenes, sino que  además “Tenía la nariz ganchuda como un pico y sus ojos, grandes y oscuros,  parpadeaban como los de un pajarraco”[54]. Hombre solitario y, como se ve, hasta  parecido físicamente a su maestro, había interiorizado como ideas propias todo  el sistema spinoziano. Sin familia, rechaza la compañía humana, se basta a sí  mismo como esa parte armónica de la infinita res congitans cartesiana que es la psiquis humana, en Spinoza. Ya  viejo y enfermo, no teme a la muerte. Mentalmente se recita el célebre  fragmento en el libro cuarto de la Ética de Spinoza: “Un hombre libre en lo que menos piensa es en la muerte, y su  sabiduría reside no en la reflexión de la muerte, sino en la de la vida (…)”[55]. En medio de los movimientos urbanos previos  a la guerra, el doctor Fischelson enferma, y casi muere si no es por los  cuidados de una vecina inoportuna, la ruda solterona Dobbe La negra, que, obviamente, no ha oído en su vida hablar de Spinoza.  Fischelson mejora de salud y se repone casi totalmente. Dobbe quiere casarse  con él. Los vecinos judíos organizan la boda según la tradición, y el Doctor  Fischelson apenas puede cumplir con el ritual de quebrar la copa provocando las  rudas risas de sus vecinos de la calle Market. La noche de bodas, Fischelson  observa las estrellas en el universo, observa a esa totalidad divina de la cual  él forma parte, totalidad que lo gobierna decidiendo hasta sus mínimos  movimientos de anciano ahora casado. Spinoza había reformulado las dicotomías  cartesianas reinterpretando el punto en que el pensamiento de Descartes  convergía con el de San Anselmo de Canterbuy. Anselmo como Descartes coincidían  en la comprobación conocida como “ontológica” de la existencia de Dios, aunque  la propuesta de Descartes recogió, más bien, el legado de Anselmo y lo propuso  por vía propia. En el entendido que Dios es infinito —y siguiendo la dicotomía res congitans (sustancia pensante)/ res extensa (sustancia extensa) para la  comprensión certera del mundo—  Spinoza  propuso que Dios sí existía pero no podía ser una sustancia distinta de la  sustancia llamada Mundo, pues, ¿cómo entonces podría ser infinito si dentro de  su conjunto no estaban contemplados los elementos del conjunto llamado  “Mundo”?, y ¿cómo a su vez podría haber una mente humana fuera de dicho  conjunto infinito en que Dios y el Mundo se identifican? Pues bien, en toda su  imperfección humana, el doctor Fischelson era para sí una parte de ese  Mundo-Dios, y desde el ciego punto de vista de ese Mundo-Dios, era ese todo.  ¿Cómo entonces se dejaba arrastrar al luminoso agujero de la mujer —el  matrimonio— por una vecina ignorante de Spinoza, y, por tanto, tan ignorante de  sí misma? Él intenta explicarle de manera didáctica las conclusiones  materialistas y panteístas de Spinoza:
        
          —Dios está en  todas partes —contestó el anciano—. En la sinagoga. En la plaza del mercado. En  esta habitación. Nosotros mismos somos partes de Dios.
            —No diga  semejante cosa —protestó Dobbe—. Me asusta.[56] 
        
        La  vecina ya existía en la vida del Doctor Fischelson con aquella forma inofensiva  de los buenos vecinos. Pero esta aparición deja de constituir una simple  contingencia, de causas desconocidas, cuando Dobbe La Negra deja de ser la vecina repentina. En Los  cuadernos de Malte Laurids Brigge, Rainer Maria Rilke, anota una exquisita  y neurótica reflexión sobre la relación existencial que se establece con los  vecinos:
        
          Existe un ser que  es por completo inofensivo. Cuando pasan bajo tu mirada, apenas los has visto y  ya lo has olvidado. Pero, invisible, llega de algún modo a tus oídos, se  desarrolla en seguida allí, brota, por así decirlo, y se han visto casos en que  penetra en el cerebro y crece asolando ese órgano, de modo semejante a los  pneumococos del perro, que penetran por la nariz.[57] 
        
        La  obsesión por la aparición del extraño en la sociedad europea de finales del  siglo XIX y principios del XX, llega hasta esa sofocante cima que fue El extranjero de Camus, o el famoso poema en la literatura europea  oriental de O. W. de Ludbicz Milosz, La  extranjera (“Yo no sé de tu pasado/ has debido soñarlo”[58]) pasando por el exotismo en la  ópera bizetiana, la pintura botánica selvática de Henri Rousseau, o las meditaciones  egiptólogas de las piezas  escultóricas  de Amedeo Modigliani. Se trata, principalmente, de un desarrollo históricamente  posterior a la filosofía de Hegel, a una revisita de la otredad como constitución de la subjetividad, un pensamiento socialmente presente, no  sólo en boga, aunque sin la inocencia anterior a los movimientos europeos de  1848. Resulta especialmente interesante el que la literatura europea haya  vivido una obsesión con —en orden gradual— lo extraño, lo extranjero, lo vecino  o lo próximo, al nivel de hacer de ello una definición de su propio quehacer  ético y estético. Pero el exotismo es la exageración plástica de una escisión  ontológica y epistémica. La constelación vecinal de personajes en I. B. Singer  quizás tenga su precedente en esa galaxia de caracteres que en la comedie humane de Honoré de Balzac  desarrolló una telaraña monumental de perspectivas. Aunque la telaraña de  Singer es recatada, él concibió muchas de sus novelas en ese esquema de relatos  vecinos, relatos que casi se visitan los unos a los otros (protagonistas aquí cruzan tangenciales allá) como en la  trilogía cinematográfica Trois couleurs  de Kieslowski. Con todo, la proximidad a la que llegan estos personajes —me  refiero al Doctor Fischelson y a Dobbe— que podrían haber sido los  protagonistas de relatos de tramas paralelas, aisladas hasta el punto de  desarrollarse bajo títulos distintos, la proximidad, digo, los modifica  aterradoramente. No es ya éste, un asunto que sólo a las perspectivas compete;  comienza a competer al origen y destino de ese todo que en Spinoza es Dios.  Ahora bien, ¿qué tan próximas al desarrollo existencial, al despliegue de las  cadenas causales, están la vecinas de Dr. Fischelson para él?, ¿y qué tan cerca  suyo está, en particular, esta vecina? Lo está al punto que ya no podrán ser lo que son el uno sin el otro.
          
          Pero esta especie de mujer simple de J. J. Rousseau, no es solamente  una necesidad de senectud. Esta mujer es el enterramiento concreto de la  filosofía de Spinoza, para quien —como es el caso del Doctor Fischelson— ha  construido su forma de ser con prescindencia de la compañía femenina, de la  compañía humana en general. Pero ¿qué dijo Spinoza sobre el matrimonio en el  libro de cabecera de Fischelson, La ética?  Señala en el vigésimo capítulo del apéndice:
        
                  
          
        Baruj de Spinoza
        
          Por lo que atañe al  matrimonio, es cierto que concuerda con la razón si el deseo de unir  íntimamente los cuerpos no es engendrado por la sola belleza, sino también por  un amor de procrear hijos y educarlos sabiamente; y si, además, el amor de  ambos —es decir, del varón y la hembra— tiene por causa no la sola belleza,  sino, sobre todo, la libertad del ánimo.[59] 
        
        El  problema teórico interno, sin embargo, está en que Fischelson necesariamente  terminaría casado después de tantos años de soledad, soledad que desde ahora se  ve carente de sentido. Y al clamar perdón para un asunto del cual tampoco  aguarda otro castigo sino el de la decepción de sigo mismo, ¿a quién pide tal  perdón? No se lo puede pedir, en realidad, al Spinoza concreto. Aquél ha  desaparecido como entidad capaz de realizar el gesto comunicativo del perdón.  No se puede pedir perdón a sí mismo pues, ¿qué exigencia normativa podría  hacerse cuando, del punto de vista de su sistema de pensamiento spinoziano, su  acto de matrimonio ha resultado de un engranaje causal por él desconocido?  Seguramente podría llegar a entenderse que el Doctor Fischelson pide perdón por  no haberse en tantos años realmente conocido,  mas, ¿dónde está ahora la conciencia intelectual hacia la cual dirige su  plegaria?
          
          No está. Porque, en última instancia, no existe, como lo sostiene I. B:  Singer en su impresionante cuento Shidda  y Kuziba, cuento sobre demonios madre e hijo que no soportan la luz del  universo:
        
          Shidda sabía  perfectamente que la victoria definitiva sería de las tinieblas. (…) Llegaría  la hora en que se extinguiría la luz del universo; todas las estrellas se  apagarían todas las voces serían silenciadas; todas las superficies destruidas;  Dios y Satán serían uno solo. El recuerdo del hombre y sus abominaciones no  sería sino un mal sueño que Dios había tejido durante cierto tiempo para  distraerse en su eterna noche.[60] 
        
        Las  estrellas hacia las cuales dirige su plegaria exculpatoria el Doctor Fischelson  son tan pasajeras como él mismo disuelto, finalmente, en la inmensidad  infinitesimal de un Dios que no existe pues no escucha nada. En esa nada, el  castigo y el perdón ya sabemos hacia donde se dirigen. Sin embargo, recordemos  las palabras del profeta Isaías que I. B. Singer cita hacia el comienzo de Sombras sobre el Hudson en el personaje  de Boris Makaver: Dios no le habló mediante terremotos y tempestades, le habló  mediante “uba débil, silenciosa voz”[61] (I Reyes 19:9-13).
        3
        Pasemos a Hungría.
Entre los autores que han llegado a nosotros con ocasión de la última y  bullada “moda magiar”, está Dezső  Kosztolányi. Aquél, contemporáneo de artistas como sus compatriotas los  compositores etnomusicólogos Béla Bartók y Zoltán Kodály o el extraordinario  poeta O. W. de Ludbicz Milosz, pero también de Béla Kun, y antecedente de otro  gran escritor puesto en circulación por la máquina editorial, Sandor Marai,  comparte con este predecesor suyo una nada ingenua nostalgia, que se nos  aparece como  “repentina”, por el mundo  del desaparecido Imperio Austro-Húngaro. La relectura de aquel monstruo  burocrático, militar y cultural tan criticado por enormes corrientes  nacionalistas dispares entre sí como la liberal de Manzzoni, Garibaldi o Verdi,  por un lado, y la socialista de hasta Hitler, por el otro, a cuya revaloración  ha llegado a aportar una mente tan maldita y arisca como la de Oskar Kokoschka,  prototipo de artista degenerado —en su autobiografía—, había concitado una  escasa y laxa militancia políticamente correcta[62]. Teníamos antecedentes de ello en ese emblema  y epitafio de la poesía moderna que es The  wastland, donde en su primera parte The  Burial of the Dead, se incluían, a modo de repentino dejá vu ajeno, los siguientes misteriosos versos:
        And when we were  children, stayind at the arch-duke’s,
          My cousin’s, he  took me out on a sled,
          And I was  frightened. He said, Marie,
          Marie, hold on  tight. And down we went.
          In the mountains,  there you feel free.
          I read, much of the  night, and go south in the winter.[63] 
        El  primo archiduque, a quien rememora la mente que se atraviesa gramaticalmente  por el poema como en una sesión espiritista, es uno más de los herederos  directos al trono imperial. Este primo está cerca de quien habla y va con él  sobre un trineo. La familia imperial de los habsburgo estaba presente  cotidianamente entre sus súbditos como una especie de atmósfera repleta de un  translucido incienso católico romano. Ello nos habla del mundo de la  catolicidad redonda imperial, el de ese proyecto medieval de catolicidad que  hallamos expuesto en De Monarcchia,  de Dante y en ciertos pasajes de La Divina Comedia.  Ese ideal de Dante pasó a un lector renacentista del poeta florentino, el  cardenal Mercurino di Gattinara, canciller del Sacro Imperio Romano Germánico,  posterior a Chievrés, durante el pretendido universal gobierno de Carlos V,  quien nos incluyo entre sus súbditos a nosotros, los chilenos. El Sacro Imperio  de Carlos V intentó volverse expresión del programa dantesco[64]. Lo que de aquel proyecto quedó a modo de  férreo despojo en lo que se llamó Imperio Austro-Húngaro hasta el periodo de  entre guerras, fue la rememoración moderna y a ratos  pluralista de aquel mundo perdido, el  proyecto católico (universal) de di Gattinara. En ese espacio político  convivían las lenguas más mutuamente incomprensibles, y quien estaba a su  cabeza, el emperador, había llevado su presencia física a cada rincón. Sandor  Marai en su novela El último encuentro,  conocida en una edición anterior con el título en castellano de A la luz de los candelabros, incluye un  pasaje donde el protagonista, un noble húngaro, recuerda la sobria habitación  del castillo familiar en la cual se había alojado al Emperador —ese “alto  funcionario del imperio”, dice Marai— durante una de sus visitas a la localidad[65]. En ese mundo europeo donde la unidad  espiritual “es fundamental para las doctrinas órficas y pitagóricas, para la harmonia mundi de Boecio y del siglo  XVI”, como nos refiere George Steiner en Después  de Babel[66]. Cual Joseph Roth, en La Marcha Radetzky o  en La cripta de los capuchinos, estos  escritores húngaros se dieron a revalorar el mundo todavía demasiado presente,  para su tiempo, de los habsburgo, en una época donde a artistas europeos de  izquierda se los anatomizaba desde el Kremlin por su carácter “formalista”. La  encantadora historiadora Dorothy Gies MacGuigan no duda en afirmarlo en su  libro sobre Los Habsburgo: “Los que  fuimos al colegio entre las dos guerras mundiales, estudiamos a esta dinastía  bajo un prisma de hostilidad. Los habsburgo españoles seguía viviendo a la  sombre de la Leyenda   Negra. Los habsburgo de Austria tenían que sufrir , no sólo  los prejuicios de los historiadores protestantes del siglo XIX, sino la  amargura constante de los nacionalistas que estuvieron presentes en la  desmembración de la monarquía, en 1918.”[67].
          
        
        
          
            Dezső Kosztolányi 
         Novela elegante, desprovista de excesos y de improviso escalofriante, a Édes Anna (Anna la dulce), se la  considera acaso la mejor obra de Dezső Kosztolányi. 
          
          Un aristócrata ligado a la tierra —el caso paradigmático de Tolstoi—  conoce a su gente, desde los más humildes siervos que sirven en sus tierras  hasta el emperador, y, para bien o para mal, todas las dignidades intermedias  no les son desconocidas. Pero los burgueses sólo se conocen entre sí, y  desconfían de todo cuanto ocurra más allá de los límites de su círculo social.  En un habitante de la periferia urbana no ven a un descendiente citadino de  campesinos amigos; ven a un posible delincuente, un ente desprovista de pasado  común.
          
          El matrimonio Vizy tiene un gran problema: ninguna de las criadas sirve  cómo debiera. Béla Kun acaba de escapar en una avioneta de Hungría, los rumanos  ya invaden Hungría “contraviniendo las prohibiciones de las grandes potencias”[68], y no reparando demasiado en el entorno  revolucionario, a ratos sofocado por los  grupos reaccionarios, los Vizy viven su propia crisis matrimonial a propósito  de una crisis mayor: escasez de competentes empleadas domésticas. Esta escasez  dice relación con un problema de entorno: la sublevación generada de la  servidumbre producto de la revolución comunista comandada por el, en 1919,  dictador Kun. Maltratados por la criada Katica, la Señora Vizy decide  emprender la tarea titánica —a ratos lindante con una crisis histérica— de  buscar una nueva criada, y, si es preciso, robársela a algún vecino. Oye acerca  de la discreta y trabajadora Anna. Logra traerla a casa, y entonces, todo  cambia para los Vizy:
        
          Despertó al  alba, con las primeras luces, nerviosa y presa de una gran curiosidad.
            Lo que vio la  dejó boquiabierta.
            La criada ya  había barrido y ventilado las habitaciones. 
            ¿Cómo era  posible? La Señora Vizy  no atinaba a entenderlo.
            Debía de  haberse levantado a las cuatro, como mínimo, y realizado sus quehaceres con  tanto cuidado que no había provocado el menor ruido, hasta el punto de que ella  ni se había enterado.
            Anna estaba  acurrucada detrás del escritorio del despacho; llevaba el vestido azul de  algodón y los zapatos de hombre que al llegar guardaba en el hatillo.
            La Señora Vizy se limitó a hacer un además con la cabeza.  Sabía que no era prudente elogiar a las criadas al principio, pues si no se  relajan.[69] 
        
        Anna funciona a la perfección. Los Vizy  salen de viaje, queda en casa el sobrino Jancsi, y éste decide: “ocuparse de  Anna”[70]. “Ha llegado el momento —pensó—. Un chiste,  un chiste vulgar, una cochinada como una casa. Y ella se reirá, perderá el  equilibrio y caerá de espaldas. A las criadas se las conquista así.”[71]  Pero  no fue tan fácil, no obstante el momento llegó para Jancsi:
        
          Aquel calor  prohibido era una delicia. Creyó que le subiría la fiebre de inmediato y que  empezaría a arder. Extendió las piernas con un movimiento lento y lujurioso,  acercándolas a la penumbra, a las profundidades desconocidas del mundo de las  criadas donde intuía suciedad y sangre, algo asqueroso y terrible, quizás  chinches y hasta sapos. Con dedos temblorosos acarició las deshilachadas  sábanas de algodón.
            Dio vueltas en  la cama revolcándose cual si fuera un basurero, para ensuciarse lo más posible.  Ya se había fundido con ella, ambos eran una y la misma cosa.[72] 
        
        Todo  continúa como si nada. Pasan los días, Anna sigue en su abnegación.  Repentinamente, al final de la gala por el nombramiento del Señor Vizy como  secretario adjunto del Estado, Anna mata a sus patrones, sirviéndose de un  cuchillo de cocina, luego de lo cual se queda dormida. Lo que sigue es el  descubrimiento de los asesinatos, la detención de Anna, el comidillo vecinal, y  el juicio a Anna, donde un juez de instrucción “tan aplicado como mal  remunerado —pero que sin embargo Anna creyó— un hombre sumamente rico y  poderoso”[73] le da un trato digno y hace pasar al tribunal  que finalmente la sentenciará a muerte, sin antes dejar de interrogar a  testigos. Uno de ellos, al ser consultado por los jueces si acaso era pariente  de Anna “(…)no contestó, sino que se limitó a sonreír ante la disparatada  suposición de de que él pudiera ser pariente de ella”[74]. Anna sin dilaciones confiesa sus actos. La  confesión es aquí la facilitación de las diligencias judiciales.
         De improviso, durante el juicio, el narrador transforma su forma  verbal. Comienza a interpelar internamente a uno de los personajes, un anciano  diabético, el doctor Moviszter, para que salga en defensa de Anna:
        
          ¿Dónde estás,  viejo médico agonizante, diabético incurable? ¿Ya te has muerto o estás en tu  cama, a punto de expirar, completamente desamparado, sufriendo el estado de  somnolencia que suele preceder a la muerte de los diabéticos? ¿Has desaparecido  dejando la tierra desierta? Si aún vives, si una última chispa de vida palpita  dentro de ti, deberías presentarte.[75]
        
         El  médico Moviszter se hace oír por el tribunal bajo el impulso del mismo  narrador: “grita como gritaron en su día tus verdaderos parientes, los  sacerdotes heroicos de los primeros cristianos, (..) los que discutían incluso  con su Señor”[76]. El anciano sabe que el presidente lo  escucha: “La trataban sin amabilidad. Sin sentimientos”[77]. A Anna se la considera una débil mental. Si  libera de la pena de horca, pero deberá pasar quince años en cárcel.
          
          El narrador nos hace ignorantes tanto como ignorante es él respecto de  los pensamientos de Anna. Nuestra idea de Anna no es demasiado distinta de la  de los Vizy. Kosztolányi nos obliga a participar con ellos de aquel pecado  burgués, aquella culpa de desconocimiento más arriba señalada.
          
          La piedad sexuada que por Anna nos atribuye Kosztolányi no quiere  detenerse tan pronto. Anunciado ya con la cita a la misa de réquiem al  principio de la novela, el punto de llegada es religioso.
          
          La complejidad del mundo para Kosztolányi se da en las superficies. El  juicio a Anna Étes, la versión inmediata de su conciencia inconexa de los  hechos “criminales” en contraste a la versión mediata, de relato continuo y  transparente de la fiscalía, su abogado defensor y los jueces parece sugerir  una verdad contradictoria pero de una realidad negativa: lo que llamamos verdad sustantiva depende de una  realidad lingüísticamente extraña al miasma de la materialidad del mundo, un  homogéneo caos sólo factible de ser comprendido acompañándose de una  omnicomprensiva convención, una mentira inconciente y por ello profunda. Esta  condición no es superable.
          
          Pero las superficies donde son posibles nuestras categorías, y el  juicio que nos formulamos, comienzan a ser perjudiciales en cuanto no se  experimentan según el concepto de superficie, sino cual si se identificaran con  una totalidad fija. El poder judicial no es capaz de agudizar su lugar en esa  superficie a fin de presenciar con cierta perspectiva aquella misma superficie.  Participa horizontalmente de los elementos de aquella. Pretender un poder  judicial capaz de tal proeza es, para nuestro autor, la ingenuidad más adecuada  al proyecto ilustrado. Kosztolányi es un enemigo de la forma de superficie  burguesa, pero también del comunismo, que revuelve la superficie sin realmente revolucionarla,  sin superarla. Béla Kun, huyendo de Hungría con cálices y otros objetos  preciosos no es distinto de los burgueses y sirvientas que rasgan vestiduras en  torno a la criminal. Tampoco el padre de Anna, Istzván Étes, escapa a este  reducto. Él participa del juicio para desprestigiar a su hija. Ahora tiene una  segunda esposa. El matrimonio anterior —del que nació Anna— es parte de su  personal “prehistoria”. El pueblo es un censo de candidatos a burgueses.
          
          Lo señala Péter Esterházy, Anna es “una asesina sin causa”[78]. Pero para regularizar la superficie es  necesario tratarla tal y como si tuviera una causa perceptible, promover la  actividad de los prejuicios epistémicos de la justicia. A pesar de sus  reflexiones, el presidente del tribunal continúa el procedimiento:
        
          El presidente  sospechaba que había un secreto escondido que nadie, probablemente ni la misma  acusada, conocía. (…) Sabía que un acto no puede explicarse con una sola razón,  ni siquiera con varias, sino que detrás de cada acto hay una persona, toda una  vida, que la justicia no puede abarcar.[79] 
        
        Cuando  Moviszter se había dirigido sin elocuencia al tribunal, el público desdeñoso ve  en ese anciano a “una persona con ciertas limitaciones”. Encontramos, a reglón  seguido, una sorprendente declaración de principios del tradicionalista  católico Kosztolányi: “Unas limitaciones sin las cuales su grandeza humana  habría desaparecido, perdiéndose en el territorio estérilmente ilimitado de la libertad.”[80] El ius  pudiendi —una rica expresión a través de la cual los seres humanos  concretos legitiman sus actos agresivos— es la ignorancia superdotada cerrada  al misterio religioso de la piedad.  He aquí la imposibilidad autorreflexiva de la legalidad, su incapacidad de  perdonar hasta autodestruirse confiando en la justicia divina. En la señal de  Caín que prohíbe castigarlo pese a su crimen, se nos recuerda el imperio del  misterio y se nos exige confiar en esa justicia más paciente. Plutarco lo dijo  desde su sabiduría no intelectual: “la paciencia tiene más fuerza que la  fuerza”.
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        Basada en la novela Její  Pastorkyña (La bella pastora) de  la escritora checa Gabriela Preissová, Jenůfa,  la más viva y sentida de las óperas del compositor Leoš Janáček, toma su título  del nombre de la protagonista, una jovencita que no tiene buena suerte. En una  aldea morava, en territorio del Imperio Austro-Húngaro, ella pertenece a una  endogámica y atávica familia de campesinos que vive bajo el influjo sagrado de  la elegante Viena imperial. Pero la joven Jenůfa no pretende atravesar los  límites de su aldea; ella simplemente está enamorada de su primo Števa Buryja,  un joven e irresponsable líder natural, y ha quedado embarazada de él. El otro  primo, Laca Klemeň la pretende no obstante ella no le corresponde. Hasta este  momento la historia podría ser la trama de un típico triángulo amoroso. Sin  embargo, ocurren otras cosas. Celoso, Laca corta el rostro de su prima,  dejándole un horrible tajo en la mejilla. Embarazada y con el rostro  desfigurado, la madre adoptiva de Jenůfa, Kostelnička Buryjovka, autoritaria e  intachable sacristina del pueblo, la esconde en casa. Recibe entonces a Števa  Buryja que ha conseguido una novia muy conveniente, la hija de un juez de paz,  y planea casarse con ella. Entonces Kostelnička Buryjovka decide deshacerse del  hijo común de Števa con Jenůfa, para que así los planes sociales de aquél no se  vean obstaculizados, y casar a Jenůfa con el primo Laca, para quien  no será problema esta mujer desvirgada. En un  parto sumamente difícil Jenůfa tiene al hijo, y a medias inconsciente le pone  un gorrito rojo. Kostelnička Buryjovka toma al recién nacido y se interna en  las altas montañas. Abandona al bebé entre los altos hielos y una vez regresa a  casa, convence a Jenůfa de que el niño ha nacido muerto y que sus recuerdos de  aquél vivo no son más que un sueño propio del delirio en el cual se encontraba.  Jenůfa acepta casarse con Laca. Además de los aldeanos, a la boda asisten  Števa, su novia y los burgueses padres de ella. Pero entonces sucede lo  imprevisto. Un pastor desciende de las montañas trayendo en sus manos al azul  bebé congelado. Vestida de novia y con la mejilla atravesada por una enorme  cicatriz Jenůfa escapa con el cadáver, interrumpiéndose la boda. Ha reconocido  el gorrito. Descubre que ha sido engañada por su madre adoptiva. El pueblo  corre tras ella, diciendo que lapidarán al asesino. Entre los aullidos de  Jenůfa, la altiva Kostelnička Buryjovka se recoge a sus pies y completamente  postrada confiesa sus planes y su crimen. Entonces Jenůfa la perdona, pero la  policía se lleva a Kostelnička. Una vez a solas con Laca, lo perdona a él  también. La más débil, abusada, y desde hace un tiempo la más fea, los perdona  a todos, y se queda con el cadáver del hijo en los brazos. Pero mientras esto  ocurre en los hechos concretos, la música de Leoš Janáček alaba a la bella  pastora, en una cascada de luz orquestal, a triple fortísimo, cuando las  cuerdas y los bronces entran en máxima tensión, en un apagón anunciado y  repentino, acaba la ópera.
          
        
        
          
            Manuscrito de  Jenůfa, de Leoš Janáček
        Jenůfa es esa forma de carácter humano al que Víctor Hugo se referiría  en Los Miserables, a propósito de ese  personaje transmundano, Mademoiselle Baptistine, diciendo que: “Era, más que  una virgen, un alma”[81]. Conocido y archicomentado es el pasaje de La fenomenología del espíritu en que  Hegel analiza el caso de la   Antígona de Sófocles frente al tirano Creonte. Los argumentos  de Hegel, muy criticados en su momento por un Goethe de ceño fruncido[82], nos son alumbradores. Hegel ve en Antígona  la representación de la ley de la familia, de aquella cerrada lógica de la  estrecha alianza que une a los miembros de un hogar con sus muertos. Creonte,  en tanto, desafiado por Antígona, significa el irrestricto predominio de la ley  civil. Ambas leyes se enfrentan cuando Antígona desobedece el decreto de  Creonte que sancionaba con la muerte a quien osara sepultar el cuerpo de  Polínice, incestuosos hijo de Edipo y Yocasta —hermano a su vez de Antígona—,  el cual había sumido a Tebas en una guerra civil. Antígona intenta sepultar a  su hermano para dar cumplimiento a  las  leyes de los dioses del subsuelo, los dioses que guardan el mundo de los  muertos. Creonte la castiga, sepultándola viva en una cueva. Hegel se negó a  ver en este conflicto un burdo enfrentamiento entre buenos y malvados. Antes  bien, quiso identificar una forma legislativa de tragedia. Una antinomia legal  en principio irresoluble. La ley de orden cívico de Creonte contra la ley  primitiva y telúrica de Antígona. El decreto de Creonte era ciego a la  actividad angelical de Antígona,  en  tanto esta angelicalidad no era capaz de conferir un orden político a la  comunidad en crisis. Pero la otra hermana, Ismena, que internamente desafía a  Creonte, retrocede antes de exteriorizar su disidencia. En términos hegelianos,  Ismena sería un alma bella, esto es,  aquella que “ni siquiera puede enajenarse”, que vive refugiada en su  interioridad. Nótese, ahora, que cuando Jenůfa perdona hacia el final de la  ópera a su madre adoptiva, no impide el castigo que el estado, ciego al  sentimentalismo del perdón, debe necesariamente darle a fin de preservar el  orden adecuado de las cosas. Una Antígona lo hubiera hecho; una Ismena, no. Su  acción bienhechora colapsa más allá de las fronteras de su psiquis. Se conforma  con la paz de su mundo interior. El afuera cívico puede ser gobernado por otras  fuerzas, tan extrañas a ella que no sabría desafiarlas. Ella no está hecha para  gobernar como un Creonte ni para oponerse a él como una Antígona. Es el perdón cristiano de la interioridad.
          
        
        
          
            Leoš Janáček
        Partidario de la antigua escuela de un socialismo humanista —ya  desaparecido—, y, a un mismo tiempo, católico, Leoš Janáček apareció con esta  ópera después de nueve años del silencio que siguió a la muerte de su hija.  Janáček estaba poseído por la reflexión acerca de una feminidad angelical,  incapaz de odiar, incapaz de prologar el resentimiento —habitante terrenal del  mundo sereno de los muertos—, pero no capaz de superarlo éticamente,  contractivamente, diría Kant. Lo interesante de tal forma de ser humano está en  la naturalidad con la que emprende la altura de sus actos, en que sin siquiera  proponérselo desafía la concepción de una humanidad cuya esencia es distinta a  la naturaleza, disolviendo su deber en un santo y tierno deseo. La voluntad  santa mencionada por Kant, y por él poco desarrollada.
          
          El estado anímico de Leoš Janáček lo mantuvo al margen de los grandes  movimientos artísticos de su tiempo. Su ópera no fue aceptada en Viena. Se la  consideró anticuada. Una especie de individuo gremial pero solitario, el propio  Janáček no difería demasiado del alma bella hegeliana, no difería de su hija  muerta ni de su hija viva: Jenůfa. Su biografía es opaca por fuera, y brillante  por dentro, sus óperas así lo demuestran.
          
          El perdón de Jenůfa, que no  contempla al castigo como una  alternativa, que no sostiene una relación dolorosa, moralmente atractiva, con  un inexistente ánimo en ella de vendetta,  ¿cómo significa perdón sin siquiera  aproximarse a la posibilidad de un reproche?  Es un perdón que emerge como el deus ex  machina del cual ya hemos hablado, mas no desde la  obvia exterioridad a la lógica del conflicto,  sino curiosamente de la interioridad de su máquina conflictual, como si una  máquina llegara a ser capaz de producir un sentimiento semejante a sí misma.  Janáček no tiene otra mejilla que poner a su victimario, e incluso así perdona.  Porque ella es toda una mejilla cortada.
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        Hasta aquí hemos podido hablar del perdón porque hemos podido hablar,  al mismo tiempo, del reproche y la vía del castigo. Pero no hemos dicho nada  acerca del perdón y el olvido, de la necesidad humana de no perdonar para de este modo llegar a no olvidar, a preservar más o menos intacta la reliquia del perdón  que es el reproche Se trata de una obsesión recordatoria que puede lindar la  patología psiquiátrica. Esta forma del recuerdo no re-memora, sino que vive su recuerdo como una experiencia presente,  concreta y específica, imposible de ser abstraída por una mente esperanzada.  Aun así, su imaginación es una indagación anestésica del pasado. El horror que  provoca el futuro está dado por la posibilidad de una felicidad también  anestésica, pero desprovista de esa moralidad involuntaria y permanente que es  el recuerdo vivo.
          
        
        
 
          
            Anna Ajmátova
        La poeta soviética de origen ucraniano, Anna Ajmátova, quien debía su  pseudónimo al apellido de su abuela, una princesa tártara, escribió en su mente  —no podía arriesgarse a ayudar su memoria escribiéndolo— uno de los más  impresionantes poemas largos del siglo XX: Réquiem.  Ajmátova apareció en la poesía rusa conjuntamente con los nombres de Osip  Mandelstam, Marina Tsvietaiéva, Boris Pasternak, Nicolái Gumiliov o Fédor  Sologub, quienes tuvieron en el ascético Alexander Blok a un guía  poético-espiritual distante en quien los vicios autoritarios del líder estaban  ausentes. Casada con el aristócrata y poeta Lev Gumiliov —luego de enviudar  conviviría con el crítico de arte Nicolás Punin[83]—, Ajmátova estuvo al centro del grupo de  vanguardia acmeísta, uno más de muchas pandillas que circulaban en la Rusia prerrevolucionaria.  Pero el acmeísmo tenía una orientación más clásica que la independiente e  izquierdista sucursal rusa del futurismo fascista de Marinetti, el de  Mayakovsky, en cierto modo rival. En Mandelstam el acmeísmo mostraba una  nostalgia notoria por los valores clásicos de la antigua europa, del Dante y la Grecia pericleana; en  Gumiliov, el acmeísmo pecaba de aquel ideal de aventura byroniano adicto a los  viajes y a un exotismo reposado tan molesto para la intelectualidad obrera. Con  Ajmátova, en tanto, el acmeísmo se transformó en una palabra que significaría  un mundo de sensibilidades a contracorrientes de las determinaciones de la  historia. Ajmátova dio a lo que registraban sus sentidos, a sus experiencias  amorosas, a momentos cotidianos de su existencia solitaria, una densidad  existencial tan delicada y poderosa que ella amenazaba —y esto no es una  metáfora— la política brutal y empoderada de los soviets. “No es lo mismo ser  poeta en Rusia que en Francia o Estados Unidos —escribe Natalia Pikouch—. En  Rusia a los poetas se los toma en serio” [84]. Tan en serio que cuando las purgas  stalinianas dirigidas por Nicolai Yezhov (también conocida como Yezhovchina), el hijo de Ajmátova y  Nicolai Gumiliov, Lev Gumiliov, fue arrestado y mantenido prisionero durante  meses en la prisión de Las torres en Leninburgo. En 1921, el padre de aquél,  había participado de una conspiración contra Lenin, y Lenin había gestionado su  fusilamiento. Así, Réquiem de  Ajmátova es una misa fúnebre en memoria de su esposo y en memoria actual de un  hijo que está muerto y vivo, que permanece en una incertidumbre asfixiante, en  la mitología bestial de una ansiedad siempre presente. En lugar de un prefacio,  Ajmátova narra lo siguiente al inicio del poema:
        
          En los  terribles años de Yezhov, pasé diecisiete meses en las colas de las cárceles de  Leningrado. En una ocasión, alguien, de alguna manera me reconoció. Entonces  una mujer de labios azules que estaba detrás de mí, quien, por supuesto, nunca  había oído mi nombre, despertó del aturdimiento en que estábamos y me preguntó  al oído (allí todas hablábamos en voz muy baja):
            —Y esto,  ¿puede describirlo?
            Y yo dije:
            —Puedo.
            Entonces algo  parecido a una sonrisa asomó lo que alguna vez había sido su rostro [85].
            
          
        
        
          
            Lev Gumilev, hijo de Anna Ajmátova
        
        Pese al estado en que se encontraba —sin dinero, viviendo de allegada,  con “el marido en la tumba, el hijo en prisión/ rezad por mi una oración”[86]—, Ajmátova cree poder narrar no sólo su  sufrimiento, también el de las mujeres que la acompañan. Y es aquella  posibilidad de narrarse a sigo misma y a las demás, la única arma de la que  dispone. Como creadora de convicciones estoicas, podrían citarse para su caso  las palabras de Fedra en el verso 607 del acto II de la tragedia homónima de  Séneca: “Las preocupaciones ligeras suelen hablar, las excesivas, quedar  mudas.”[87] ¿Se nos aparece Hannah Arendt?, ¿aquella que  reflexionando sobre la Acción  en La condición humana, recurre a esa  intuición de Isak Dinesen, que reza:”todas las penas pueden soportarse si las  ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas”[88]? Este estoicismo queda brillantemente  expresado en la tercera sección del poema: “No, no soy yo, es otra la que  sufre./ Yo no podría. Que ensombren/ lo ocurrido negros velos/ y retiren los  faroles./ Noche…” ¿Se desdobla Ajmátova para  que sea otra quien sufra por ella? La distancia que intenta tomar el  estoicismo ante el sufrimiento a fin de poder comprenderlo, diagnosticarlo,  empuja a Ajmátova hacia una experiencia del sufrimiento mediado por la poesía. Para no sufrir la desilusión de una  felicidad imposible, ya no anhela nada: “Yo aquí renuncié a todo,/ a todos los  bienes terrenales”[89], declara en Los bocetos de Komarovo, y posteriormente: “Todos somos huéspedes  de la vida,/ vivir es una costumbre”. Entonces, de improviso el poema se  ilumina: “hay una rama oscura, fresca, de saúco./ Es un poema de Marina”. Se ha  topado con un poema de Marina Tsvietaiéva, la otra poeta rusa con quien se  admiró pero nunca llegó a conocer. Ajmátova puede soportar porque ve un poema  en el horror. Con todo, la salida no es fácil. Esta forma de experimentación  incluye a su vez una irrefrenable tendencia a la pérdida de sensibilidad, al  endurecimiento del corazón como se ve en El  veredicto, también parte del Réquiem.
        
          
                          Y cayó la palabra de piedra
                           sobre mi pecho todavía vivo.
                           No importa. Estaba preparada,
                           De alguna manera me las apañaré.
            5          Hoy tengo que hacer  muchas cosas:
                           Hay que matar la memoria,
                           Hay que petrificar el alma,
                           Hay que aprender de nuevo a vivir.
                         si no… el caluroso susurro del verano,
              10        Celebra su fiesta en  mi ventana.
                           Hace tiempo que lo presentía,
                           Este día luminoso y la casa vacía.[90] 
          
        
        Es la  traducción de García Gabaldón. Las resoluciones de la segunda estrofa (versos  6-8) presentan un aparente giro a la idea dominante. Ajmátova es capaz de  narrar poéticamente la vida de aquellas mujeres que se levantan de madrugada  para después de hacer una larga cola, entregar un pote de comida a los  gendarmes de la cárcel al interior de la cual sus hijos están desaparecidos. Si  la comida vuelve —nadie dentro al recibe— lo peor debe ser supuesto. Pero  personalmente, ¿puede ella contra el veredicto?, ¿el veredicto del castigo sin  sentido? Aquel castigo que, siguiendo las ideas de Dostoievsky —a quien Ajmátova prefería por sobre Tolstói, según lo  confesó a Isaiah Berlin[91]— no redime ninguna culpa por sí sólo no  obstante sea el hombre quien pueda conferirle un valor singular y único para sí  mismo, puesto que aquél sólo abusa. Ajmátova recordaría por las demás mujeres,  salvaría para la posteridad sus experiencias compartidas, pero ante el  sufrimiento de su hijo, sólo le queda “matar la memoria” para así “petrificar  el alma”. Y ello se lo impone en una suerte de lista de tareas a realizarse  diariamente (v. 5). Fechada su escritura por la propia Ajmátova el 22 de de  junio 1939, coincide con el preciso día en que Lev Gumiliov fue sentenciado a  un campo de trabajos forzados[92]. Resulta escalofriante el que Ajmátova haya  podido escribir este pasaje de su Réquiem en un momento tan complejo para ella. Ello habla de un compromiso artístico que  aún sumida en un golpe terrible es capaz de sentir el “caluroso susurro del  verano” que “celebra su fiesta en mi ventana” aun cuando ella presente este  fenómeno exterior a su dolor como una paradoja cuya participación plena de ese  dolor. La naturaleza por entero se halla celebrando en un “día luminoso” y ella  permanece en su casa “vacía” de Fontanka, separada de sus amigos quienes,  también acosados por el régimen comunista, se ven obligados a rehuirse los unos  a los otros a fin de sosegar las sospechas,  mudos al interior de sus propias habitaciones o hablando en clave porque los  micrófonos muchas veces —y especialmente a partir de los años cuarenta— estarán  allí, a vista y presencia de sus víctimas como la maligna e “inmensa estrella”,  tomada de El idiota de Dostoievsky[93], que observa a Ajmátova “la mira fijamente a  los ojos” y la “amenaza con una muerte cercana” en el quinto movimiento del  mismo poema[94].
         En el último movimiento del poema, Ajmátova presiente la posibilidad de  un futuro incluso peor o tal vez más feliz para ella, pero en ninguna de sus  hipótesis renuncia al recuerdo
        
          
                          De nuevo se acerca del recuerdo la hora,
                           A vosotras os veo, os oigo, os siento ahora:
                         a ti, que llegar a la ventana apenas pudiste,
                           a ti, que no pisaste tierra en que naciste,
            5           a ti, que sacudiendo  la hermosa cabellera,
                           dijiste: “vengo aquí como si a casa fuera”.
                         A todas por sus nombres quisiera evocar,
                           la lista me arrancaron y ahora dónde buscar.
                         He aquí una gran manta para ellas tejida
              10        de pobres palabras de  ellas oídas.
                         De ellas me acuerdo siempre y por doquier
                           ni en las nuevas desgracias las olvidaré,
                         y si me amordazan la boca de tormento atrita
                           por la que un pueblo de cien millones grita,
            15        que sea posible que  ellas en su pesar me eleven
                           en la víspera del día que a la tierra me lleven.
                         Y si en este país en un cierto momento
                           tienen la idea de hacerme un monumento,
                         acepto que este homenaje me advoquen.
              20        pero sólo a condición  – que lo coloquen
                         no junto al mar donde vine a nacer:
                           los últimos lazos con el mar desgarre,
                         ni en el parque junto al tronco venerable,
                           donde me busca la sombra inconsolable,
            25         sino que aquí ante  las puertas donde estuvieron
                           mis pies trescientas horas y no me abrieron.
                         Porque temo en la muerte de dicha consueta,
                           olvidar el tronar de las negras furgonetas,
                         olvidar la odiosa puerta de golpe cerrada,
              30         y el grito de la  anciana como bestia lanceada.
                         Y ojalá en los pétreos párpados sin vida
                           como lágrimas corra la nieve fundida,
                         y la paloma de la cárcel arrulle en tierra nueva,
                           y en silencio naveguen las naves por el Neva.[95] 
          
        
        Aunque esta traducción de Reina Palazón resulta menos dura que la de  García Gabaldón, Zgustova o García Valdés, de alguna manera mantiene la  sonoridad rimada del verso en ruso. En el primer verso encontramos la evocación  del momento de la misa ortodoxa —como la católica— en el cual los difuntos son  rememorados, son traídos por un instante a la vida. “La hora del recuerdo” se  acerca “de nuevo” como un recurrente portal cuántico que de la ceremonia religiosa  se apodera por efecto de las palabras claves del sacerdote ortodoxo (la hora del recuerdo, un conjuro), y es  entonces que Ajmátova “ve”, “oye” y “siente” a sus compañeras bajo el terror  (v. 2). En su calidad de saludable psíquico, el poeta —Dichter, ese pastor del ser que es aquél según Heidegger—  se reúne con aquellas tenues presencias en un  trance que físicamente le afecta. Del tercer al séptimo verso las repasa una  por una, vuelve a conocer sus historias individuales, las órbitas propias que les  han dado reunión. Y, de improviso, esta suerte de trance se interrumpe cuando  Ajmátova descubre que la lista de nombres —los nombres, aquellas palabras  gracias a las cuales los recuerdos de aquellas mujeres pueden vocalizarse— ha  sido requisada por la policía. Un golpe a la memoria: la hoja de papel ha  desaparecido  Se cumple así la profética  aprehensión del rey en el Fedón de Platón. La invención de la escritura  autorizaría al  hombre a olvidar, lo  confiaría en un archivo externo a los cuidados que de la memoria humana hacen  los sentimientos a los recuerdos asociada. Sin embargo, Ajmátova, en su calidad  de poeta, “de interlocutor de los bosques”[96], según reza su poema La muerte del poeta, de 1960, salva todas esas palabras que oyó  emerger de las bocas de aquellas mujeres, esas palabras sentidas que dicen más  que los meros nombres, los apelativos, tejiendo con ellas un manto —el poema Réquiem—, un “vasto sudario”, coinciden  en traducir García Gabaldón, Zgustova y García Valdés (v. 9-10). El sudario, la  material presentación de los dolores humanos de la deidad: la encarnación  física del recuerdo. Ante la expectativa de una felicidad postrera—la felicidad  de la nada, de ya no estar, la muerte—Ajmátova “teme” abandonar su tarea moral.  Teme perdonar debido al simple olvido promovido por una nueva dicha (v. 27).  Prefiere sufrir cuando de ello depende no abandonar el deber que está en sufrir  a causa de los otros.
          
          Por ello, pide a la naturaleza que una vez deje ella de existir, ésta  asuma el papel de representar estéticamente su sufrimiento: “Y ojalá en los  pétreos párpados sin vida/ como lágrimas corra la nieve fundida” (vs. 31 y 32).  En la hipótesis de un monumento en su memoria, Ajmátova quiere ver la nieve  derretirse por sobre aquél como si se tratara de una catarata de lágrimas.
          
          Abrasada por el fuego de los dioses, del que eran víctimas los poetas,  según Hölderlin, Ajmátova no olvidaba, era la conciencia moral inflexible de su  tiempo como lo fue Pasternak, posteriormente Aleksandr Solyenitsin o antes que  ellos Aleksr Pushkin frente al embrutecimiento zarista. Era una representante  del pasado clásico ruso —“un icono ruso” escribirá Jorge Edwards, quien la  conoció en París en una fiesta donde ella no se divertía[97]—, un símbolo de lo menos violento de la Rusia zarista y del  decimonónico y esteta San Petersburgo pero también de una modernidad que para  Ajmátova se frustró en Rusia pese a la pretensión de la NEP o la de los planes  quinquenales. Ajmátova era admiradora distante de la modernidad. Así lo declara  en su obra sumaria Poema sin héroe,  donde la multitud de seres que habitan sus recuerdos —de su vida presente—  participan de una simultánea e inmensa mascarada. Están allí Mayakovsky,  Pasternak, Berlin, Tsvietáieva, y tantos otros amigos y enemigos en ese  entonces ya desaparecidos, suicidados o moribundamente vivos  En uno de sus ataques de glosolalia,  Tsvietáieva declaró en delirio afectivo con un poema a Ajmátova luego  musicalizado por Dmitri Shostakovich (la traducción es de Reina Palazón):
        
          
            ¡Oh musa del llanto, la más bella de las musas!
              ¡Oh, tú, alocado engendro de la noche blanca!
              Tú envías la negra borrasca sobre Rusia
              Y tus gritos se nos clavan como lanzas.[98] 
          
        
        A  Ajmátova “le amordazaron la boca” mediante un oficial pacto de silencio en  torno suyo, pero en su reemplazo la santa Rusia dostoievskiana a la cual ella  había querido, autoexigente, representar, habló por sí misma. Así lo supo la  poeta cuando de visita en un hospital de campaña hacia el final de la Segunda Guerra,  recitó algunos de sus poemas, y, para su impresión, la multitud allí expectante  comenzó no sólo a recitarlos con ella al unísono, sino que la corrigió cuando  ella equivocó las palabras. Como no existían libros de Ajmátova desde hace  mucho tiempo, su poesía se había transmitido de forma oral, siendo recogida por  universitarios quienes la mimeografiaban (al parecer no estaban tan ansiosos  por salir el fin de semana) o bien simplemente habían sido anotados en  cajetillas de cigarrillos, las paredes interiores de las casas o en las  cortezas de los árboles. Ajmátova supo entonces cuán importante había sido ella  para quienes sólo se había, oficiosamente, dado a representar sin ningún  mandato. Stalin, enterado, mandó averiguar quién había organizado aquella  aclamación a una mujer que según Mayakovsky —suicidado varios años antes— no  era más que parte de “simples hitos literarios, epígonos de un orden que se  derrumba, no son más que inútiles, lamentables y ridículos anacronismos”[99].
          Ajmátova significaba una extraña alteración para las leyes de la  historia. Se creía guía, junto a Tsvietáieva, de Rusia contra un universalismo  perverso:
        
          
            Juntas, hoy, Marina, caminamos
              por Moscú en medio de la noche;
              como nosotras, millones nos siguen
              en un cortejo silencioso.
              A nuestro alrededor suena a muerto
              y ruge la tormenta de nieve
              cubriendo la huella de nuestros pasos.[100] 
          
        
        Como  se ve, para el poeta extraordinario que fue Mayakovsky, ella estaba destinada a  desaparecer, no de la historia, pero sí de futuro vivo de una Rusia que  renacía. En este sentido, este totalitarismo poético que lo afectó, no negaba  la calidad estética de la obra de Ajmátova; la declaraba excluida del futuro  pero no de la visión antológica de la historiografía literaria. Ajmátova  presentía, por su parte, que aun cuando ella y Tsvietáieva dirigieran un amplio  concepto moral de su patria: “ruge la tormenta de nieve/ cubriendo la huella de  nuestros pasos”.
          
        
         
          
            Marina Tsvietáieva
        La experiencia presente de los hechos desaparecidos, seguramente toda  una patología, no hacían de Ajmátova una mera nostálgica. “Apenas recordamos el  camino hacia esa casa perdida”, dirá en Cuarta  elegía del norte[101], de 1953. Siguiendo la tesis de Zgustova,  Ajmátova era “una casandra de San Petersburgo”, esto es, una sacerdotisa de  Apolo dignificada por el daño ocasionado por el don con el cual carga, el don  de la videncia. Ella aterrada conoce el futuro (“No importa, ya lo presentía”;  “y si en este país en cierto momento/ tienen la idea de hacerme un monumento”).  Es más, ella renuncia a su pasado personal (“no junto al mar donde vine a  nacer:/ los últimos lazos con el mar desgarre,// ni en el parque junto al  tronco venerable,/ donde me busca la sombra inconsolable,) en atención al dolor  compartido con las demás mujeres de la cárcel (“si no que aquí donde  estuvieron/ mis pies trescientas horas y no me abrieron”).
          
          En el portal de la vieja mansión rococó de Fontanka Dom, lugar donde  Ajmátova ocuparía durante muchos años una única habitación junto a su hijo Lev,  se hallaba la siguiente divisa, incorporada a modo de epígrafe al prólogo de Poema sin héroe:
        
          
             Deus conservat omnia[102] 
          
        
         El emblema heráldico de la familia Sheremetev “Dios lo conserva todo”, traducible la forma  verbal conservat por “observa”,  “salva”. Ella tomó por emblema esta antigua idea judeo-cristiana en tres  palabras latinas expresada, y la practicaba en su relación con las cosas. Pudo  quemar miles de poemas, luego de escribirlos, porque sabía que una externa  psiquis universal los conservaría. Sin embargo, sentía el deber de conservar en  sí misma el dolor de las vidas ajenas. Hacer por los otros lo que los dioses  atentos a la belleza, pero desdeñosos del dolor, hacían por ella, pero, menos  evidentemente, por los demás. Así, en el fragmento Crucifixión, cristológicamente identifica a su hijo con el hijo de  Dios y a ella con María, a quien al pie de la cruz: “nadie se atrevió a alzar  los ojos”[103]. Ajmátova recordaba que Dios no solamente  conserva todo lo pasado sino también todos los posibles futuros. No en el  olvido sino en la observación, en la conservación del recuerdo pese a todas  las explícitas e implícitas torturas, el hombre es salvado, es perdonado.
          
          No es el único punto de vista al respecto. El apunte “Deus conservat  omnia” podría estar en el poema con otro propósito. Recordemos que al inicio de Requiem, Ajmátova recuerda a aquella  mujer desconocida, participante también de la fila frente a las puertas de la  cárcel, quien le pregunta si Anna es capaz de describir ese padecimiento.  Ajmátova responde: Sí, puedo. Pues bien, si es necesaria Ajmátova es porque  Dios no lo conserva todo, es más, quizás todo pueda perderse porque talvez no  exista. Entonces, frente al emblema inscrito («Бог сохраняет всё» conforme al  original ruso) en el blasón de la vieja mansión del diplomático y general Boris Petrovich Sheremetev (1652–1719),  Anna recuerda una responsabilidad carente de ley natural. Precisamente porque  no confía ya en la mente que lo sabe todo, aquella que lo conserva todo,  entonces ella debe rememorar; y este  es su único deber ser. Y no sabe sino rememorar a través de sus versos, de sus  rimas, como según Tito Livio los romanos recordaban sus leyes: cantándolas. Esa  estructura mnemotécnica que es el verso será la salvación para la memoria, no  la memoria por si sola. ¿Quién podría reemplazar en esto a Dios sino un poeta?,  ¿conservar la proscesión de las madres y transmitirla al pueblo?
          
          Sin embargo, esa una versión más. Quiero pensar que Deus conservat  omnia puede pensarse de dos maneras según la traducción. “Conserva” o bien  “Sabe”. Importante distinción un tanto obvia pero siempre requerida de no  conservarla sino saberla. Es el hombre el que necesita conservar, Dios  simplemente sabe.
        Finalmente
        Qué es una reflexión sobre el perdón y la eventualidad del castigo en  el supuesto sino la pregunta por la mejilla cristiana. “Pon la otra mejilla” (Mateo 5:38-42). El paso de una mejilla a otra pudo  transformarse en una costumbre gracias a una legislación al efecto, pero  entonces una escisión apareció en la historia ética de la Cristiandad. Por una  parte, el derecho romano y el germánico continuaron comportágndose como si a  ellos la nueva ley judía no les competiera; por la otra, la moralidad del  perdón pudo operar a modo de opciones privadas y con el auge inaugural de  ciertos piadosos monasticismos. La distinción entre Derecho y moral que vino  recién a ponerse en práctica con la división iglesia-estado, y que tanto  escandalizó a la Iglesia, operaba ya desde antes mediante los efectos en la  práctica de la distinción castigo y perdón. El imperio de la ley suponía el  castigo. No se concebía ni un orden feudal ni uno imperial sin esta atribución  propia de juzgador y ejecutor. Pero, en cambio, el perdón, elemento  principalísimo de la novedad cristiana, sólo pudo tener sentido como opción  privada, como moralidad individual, diríamos hoy, nunca como imposición legal.  Las numerosas amnistías no tenían tanto una finalidad evangelizadora como antes  bien, una finalidad propiamente tal, la de aplastar el terreno disparejo del  pasado al objeto de garantizar a la comunidad política un futuro menos cerrado.  La complejidad de esta cuestión radica en que la escisión castigo/perdón no  operaba en los mismos rieles que la de derecho/moral, principalmente debido a  que castigo/perdón y derecho requerían en alguna de sus partes de una  legislación mundana preexistente; la moral, como se la concibe desde nuestros  prejuicios modernos, se la ha definido como esencialmente distinta a la  legislación (al aparato creador de la ley positiva), por ello mal podría  proponérsela cual ocasión o  equivalente  al perdón en sentido históricamente estricto.
          
          La mejilla anterior son todos los sucesos de la víctima cuando ha  descubierto que todavía posee una nueva mejilla que dejarse agredir, y es más,  puede proponerla a su agresor para que la agreda. El cristianismo podía  entregar la mejilla posterior pese a todas las mejillas anteriores porque era  un pensamiento religioso confiado del futuro. A diferencia del pensamiento  trágico griego y el aún trágico que subsistía en Roma, el pensamiento cristiano  creía que sólo el plan divino, la lógica de la historia sagrada, era tan  inevitable como una tragedia, no obstante, ser una tragedia repleta de  felicidad y promesas de bienestar abundante.
          
          Pero el perdón no pudo ser impuesto como la fe cristiana sí pudo serla  mediante las conversiones coactivas pese a censuras tales como la de San  Agustín.
          
          La suspensión que el perdón supone en la ontología práctica de aquello  que Fichte o Schopenhauer llamaban el Carácter,  no es dependiente de una ingenuidad consustancial a ese mismo carácter. Se  trata de un extraño imperativo infinito que Orland Patterson en el famoso  ensayo La libertad, concibe como  válido para un contexto bastante determinado: el del advenimiento inminente del  reino de los cielos durante el ministerio de Jesucristo, haciéndose así eco de  una vieja tesis a anticristiana.
          
          Dicho reino hasta hoy está pendiente.
          
          Para que el perdón sea un don es necesario antes juzgar y condenar. De  otra manera, el perdón se transforma en permisividad. Esta idea del perdón  depende de una condena anterior, y un permiso prohibido. En la permisividad, en  cambio, no hay gracia ni, por supuesto, condena alguna. Su ley es una ley  ausente, y su juicio, un grito que silenciosamente se guarda en los confines de  la mente. Lo dijo Elías Canetti en Masa y  poder: “La gracia es un acto muy elevado y concentrado del poder, pues  presupone la condenación; sin que la haya precedido no puede tener lugar el  acto de gracia”[104]. Como se adelantó, Levi-Strauss descubrió una  estructura que hacía del perdón, de ese don, una ilusión. Derrida acometió  haciendo de aquel una moneda falsa. En Dar  (el) tiempo, sostiene: “reducir —el don— éste a un intercambio es,  sencillamente, anular la posibilidad misma del don. Puede ser que dicha relación  resulte inevitable o fatal. Sin duda su posibilidad debe permanecer siempre  abierta”[105].
   
         
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        NOTAS
        
          
            [1] Jaeger,  W. Paideia y cristianismo primitivo.  Ciudad de México: FCE, 2005, p. 61.
           
          
          
            [3] Mann, Thomas. José y sus hermanos, las historia de Jaacob. Barcelona: Ediciones  B, 2000, pp. 206-207.
           
          
            [4] Citado en Steiner, George. Antígonas,  la travesía de un mito universal por la historia de occidente. Barcelona:  Gedisa, 1996, p. 109.
           
          
            [5] “En 1846 Kierkegaard recordaba: «¡Cuán  espantoso es el hecho de que un niño que guardaba ganado en los brezales de  Justlandia, sintiéndose adolorido, hambriento y extenuado se pusiera de pie en  una colina y maldijera a Dios… y que el hombre fuera incapaz de olvidarlo a los  ochenta y dos años.» “Citado en Steiner,  George. Idem. p. 79.
           
          
            [6] Kierkegaard,  Sören. Temor y temblor. Buenos  Aires: Losada, 1999.
           
          
            [7] Mauss,  Marcel. “Ensayo sobre los  dones, los intercambios en las sociedades primitivas”, en su Sociología y antropología. Madrid:  Tecnos, 1971.
           
          
            [8] Steiner, George. “A  través de ese espejo, en enigma” en su: Pasión  intacta. Madrid: Ediciones Siruela, 1997, p. 442
           
          
            [9] Para un estudio  breve pero efectivo del mismo Kuna, Franz. El teatro de T. S. Eliot. Ciudad de  México: FCE, 1971, pp. 34-61.
           
          
            [10] Eliot,  T. S. Muerte en la catedral. Madrid:  EPESA, 1961.
           
          
            [11] Wittgenstein, L.. Observaciones. Ciudad de México:Siglo veintiuno editores, 1981, p. 42. 
           
         
        
          
            [12]  Wittgenstein,  L.. Diario filosófico (1914-1916).  Planeta-De Agostini, 1986, p. 129.
           
          
            [13] Heidegger, Martin. La fenomenología del espíritu de  Hegel. Madrid: Alianza Editorial, 1992.
           
          
            [14] Steiner,  George. “Santa Simone:  Simone Weil” en su Pasión intacta.  Madrid: Ediciones Siruela, 1997, pp. 183-196.
           
          
            [15] Markale,  Jean. El enigma de los cátaros, la masacre de Montségur, Buenos Aires: El  Ateneo, 2008.
           
          
            [16] Rops, Daniel. La iglesia de la catedral y la cruzada.  Barcelona: Luis de Caralt, 1956, p. 507.
           
          
            [17] Arendt, Hannah. La condición humana. Barcelona: Paidós,  1993, p. 259 
           
          
          
          
            [20] Hugo, Víctor. Los Miserables.  Buenos Aires: Longseller, 2006, p. 32.
           
          
          
            [22] Arendt, Hannah, op. cit. (n. 17), p. 257.
           
          
          
          
            [25] Arendt, Hannah, op. cit. (n. 17), p. 259.
           
          
            [26] Séneca,  Lucio Anneo. “De la clemencia”en  su Tratados morales. Ciudad de  México: Universidad Autónoma de México, 1944.
           
          
            [27] Dion  Casio. Historia de Roma.  Madrid: Gredos, 2004.
           
          
            [28] Jacobs, René. “Sept idées fixes  (et fausses) su La Clemence  de Titus” en su: La clemenza di Tito.  Italia: Harmonia Mundi, 2006, p. 20.
           
          
            [29] Corneille,  Pierre. “Cinna” en su Teatro trágico, Madrid: Emecé, 1968, p.  198.
           
          
          
          
          
            [33] Arendt, Hannah, op. cit. (n.  17), p. 261.
           
          
            [34] Steiner, George. La muerte de la tragedia. Caracas: Monte  Ávila, 1970.
           
          
            [35] Corneille, Pierre, op. cit. (n. 31), p. 205.
           
          
          
            [37] Jordan, David P. Robespierre, el primer  revolucionario. Barcelona:  Vergara, 2004, p. 79.
           
          
            [38] Corneille,  Pierre. “Cinna” en su Teatro trágico. Madrid: Emecé, 1968, p.  203.
           
          
          
            [40] A este respecto, véase los sugerentes  argumentos en Jordan, David  P, op. cit. (n. 37),  p. 100 y siguientes.
                          [41] Jordan, David P, op. cit. (n. 37) p. 42.                
            
              
                [42] Schiller, Johann  Friedrich. María Estuardo. Madrid: Club internacional del libro,  1998.
               
              
              
                [44] Bruckner, Ferdinand. Isabel de Inglaterra. Buenos Aires:  Nueva Visión, 1961.
               
              
                [45] Chiarini, Paolo. Bertolt Brecht. Barcelona: Nexos, 1994.
               
              
                [46] Carta de Carlos  V a su hermana Leonor, citada en Chabod, Federico. Carlos V y su imperio. Madrid: FCE,  1992, 208.
               
              
                [47] Peguy, Charles. Notre jeunesse.  Paris: Éditions Gallimard, 1993.
               
              
                [48] Corneille, Pierre, op. cit. (n. 29), p. 195.
               
              
              
              
                [51] Singer, I. B. El esclavo. Barcelona: Ediciones B,  2006.
               
              
                [52] Singer, I. B.  El  certificado. Barcelona: Ediciones B, 2006.
               
              
                [53] Borges,  J. L. “Spinoza” en: Antología  poética latinoamericana. Madrid: Alianza Editorial, 1990.
               
              
                [54] Singer,  I. B. “El spinoza de la calle Market” en su: El spinoza de la calle Market y otros 11 relatos. Barcelona: Plaza  & Janés, 1979, p. 5.
               
              
              
              
                [57] Rilke, Rainer Maria. Los  cuadernos de Malte Laurids Brigge. Buenos Aires: Losada-Océano, 1999, p.  144.
               
              
                [58] Ludbicz Milosz, O. W. de, “La  extranjera” en su: Antología poética.  Buenos Aires: Fabril Editores, 1959, p. 8. 
               
              
                [59] Spinoza, Baruj de. Ética demostrada según el orden geométrico.  Madrid: Ediciones Orbis, 1980, p. 245.
               
              
              
                [61] Singer,  I. B. Sombras sobre el Hudson.  Barcelona: Ediciones B, 2005, p. 18.
                
                  
                    [62] Kokoschka,  Oskar, Autobiografía.  Barcelona: Tusquest, 2002. 
                   
                  
                    [63] Eliot,  T. S.. La tierra baldía.  Buenos Aires: Editorial Sol 90, 2003, p. 10. 
                   
                  
                    [64] Sobre este  asunto Soisson, Jean-Pierre. Carlos V. Buenos Aires: El Ateneo, 2005;  Chabod, Federico, op. cit. (n. 46) ; Lafaye, Jacques. Sangrientas  fiestas del Renacimiento. México D. F.: FCE, 1999.
                   
                  
                    [65] Marai, Sandor. El último encuentro. Barcelona:  Salamandra, 2002. 
                   
                  
                    [66] Steiner, George. “El  saber literario del futuro” (De El  castillo de Barba Azul) en su: Lecturas obsesiones y otros ensayos. Madrid: Alianza Editorial, 1990, p.  590. 
                   
                  
                    [67] MacGuigan,  Dorothy Gies. Los habsburgo.  Barcelona: Ediciones Grijalbo, 1970, p. 7.
                   
                  
                    [68] Kosztolányi,  Dezső. Ana, la dulce.  Barcelona: Ediciones B, 2003, p. 51.
                   
                  
                  
                  
                  
                  
                  
                  
                  
                  
                  
                    [78] Esterházy, Péter.  “Introducción” en Kosztolányi, Dezső. Ana, la dulce. Barcelona: Ediciones B, 2003, p. 12.
                   
                  
                    [79] Corneille,  Pierre, op. cit. (n. 31), p. 244.
                   
                  
                  
                    [81] Hugo, Víctor. Los Miserables. Buenos Aires:  Longseller, 2006, p. 19. 
                   
                  
                    [82] Así en Goethe,  Johann Wolfgang. “Conversaciones con Eckermann” en su: Obras completas. Madrid: Aguilar, 1974. 
                   
                  
                    [83] Zgustova,  Monika. “La casandra de San Petersburgo” en: Ajmátova, Anna y Tsvietaiéva, Marina. El canto y la ceniza. Barcelona: Random House Mondadori,  2008, p. 264 y siguientes.
                   
                  
                    [84] Pikouch, Natalia. “La  poesía rusa y el siglo de plata”en Cinco poetas rusos. Bogotá: Editorial  Norma, 1997, p. 33.
                   
                  
                    [85] Ajmátova, Anna. Réquiem y poema sin héroe. Madrid: Cátedra, 1994, p. 103.
                   
                  
                    [86] También en Ajmátova, Anna. Réquiem. Madrid: Mondarori, 1998, p.  54.
                   
                  
                    [87] Séneca,  Lucio Anneo. “Fedra” en su Tragedias. Madrid: Gredos, 2001, p. 46.
                   
                  
                    [88] Citado en Arendt, Hannah, op. cit. (n. 17), p, 199.
                   
                  
                    [89] Ajmátova, Anna.  “Bocetos de Komarovo” en: Ajmátova, Anna y Tsvietaiéva, Marina. El canto y la ceniza. Barcelona: Random House Mondadori,  2008, p. 97.
                   
                  
                    [90] Ajmátova, Anna.  “Réquiem” en su Réquiem y poema sin héroe.  Madrid: Cátedra, 1994, p. 117. 
                   
                 
                 
             
             
         
        
          
            [91] Ignatieff,  Michael. Isaiah Berlin: su vida.  Madrid: 1999, Taurus, pp. 35-50.  
           
          
            [92] García Gabaldón, Jesús.  nota 10 en Ajmátova, Anna. Réquiem y poema sin héroe. Madrid:  Cátedra, 1994, p. 117. 
           
          
            [93] García Gabaldón, Jesús.  nota 6 en Ajmátova, Anna. Réquiem y poema sin héroe. Madrid:  Cátedra, 1994, p. 115.
           
          
            [94] Ajmátova, Anna.  “Réquiem” en su: Réquiem y poema sin  héroe, op. cit. (n. 93), p. 115.
           
          
             [95] Ajmátova, Anna. Réquiem. Madrid: Mondarori, 1998, pp.  63-65.
           
          
          
            [97] Edwards,  Jorge. Adiós,  poeta. Barcelona: Tusquest,  1990. p. 166.
           
          
            [98] Tsvietáieva, Marina. “Oh  musa del llanto” en su Antología 100  poemas. Madrid: Visor Libros, 1997, p. 61.
           
          
            [99] Tomado del  duodécimo volumen de las obras completas de Vladimir Mayakosvky y citado en García Gabaldón. “Introducción” en Ajmátova, Anna, op. cit., (n.  93), p. 63
           
          
            [100] Ajmátova, Anna.  “¿Es tu doble?” en Ajmátova, Anna y Tsvietaiéva, Marina, op.cit. (n. 89), p. 98.
           
          
            [101 Ajmátova, Anna.  “Cuarta elegía del norte” en: Ajmátova, Anna y Tsvietaiéva, Marina, op.cit. (n. 89), p. 113.
           
          
            [102] Ajmátova, Anna. op. cit. (n. 93).
           
          
            [103] Ajmátova, Anna.  “Crucifixión” (De Réquiem) en Ajmátova, Anna y Tsvietaiéva, Marina, op.cit. (n. 89), p.  48.
           
          
            [104] Canetti,  Elías. Op. Cit. p. 294.
           
          
            [105] Derrida, Jacques. (1995)  p. 79.