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EVOCACIÓN DE JOSÉ MARÍA VALVERDE
Por Ismael Gavilán
En
febrero de este año 2006, José María Valverde habría
cumplido 80 años. Sin embargo, estas líneas no son para evocar una
celebración, sino un recuerdo: al morir el mismo año que el poeta
Jorge Teillier (1996) podemos vislumbrar que la muerte vincula a los escritores
y poetas más diversos (y distantes) en la secreta, pero explícita
relación que significa habitar un mismo lenguaje.
El caso de Teillier
en el transcurso de estos meses ha sido, tal vez, más la ceremonia familiar
que evoca a un hermano que ha partido de viaje en un antiguo y mohoso tren sin
pasaje de vuelta, que la
seriedad del homenaje oficial que cristaliza monumentalmente a quien ha tenido
el destino de fallecer convertido en ícono cultural, pero que rehuye felizmente
cualquier aprehensión.
El caso de José María Valverde
es algo bastante distinto: su nombre, ajeno a los listados más recurrentes
que desde este rincón del mundo se han pretendido elaborar administrativamente
sobre la poesía española de mayor "actualidad", es posible
que sólo para el lector más enterado tenga un significado relevante.
Y ese significado, carente de atractiva inmediatez, muestra varios puntos sobre
los que tendríamos que detenernos si queremos comprender el entrecortado
diálogo que a ambos lados del Atlántico mantiene la poesía
escrita en estos plazos.
Lo primero que llama la atención de Valverde
es su fantástica soltura para abordar los más variados géneros
y modos de entender el ejercicio literario: la poesía, el ensayo, la traducción,
el tratado de divulgación cultural, los discursos y la conferencia, pero
al parecer, haciendo centro de aquel ejercicio -como indica el testimonio de Rafael
Argullol- a la conversación amena y equilibrada; ni dominante, ni despóticamente
erudita, sino más bien, llena de silencios estratégicos que hacía
vislumbrar en su interlocutor, un dejo de ironía matizada como autoironía,
pero vuelta a su vez enigmático testimonio de esa densidad que acerca de
lo inefable expresa toda charla inteligente.
Esto último nos lleva
a una segunda consideración: la importancia de la oralidad en Valverde.
Si esta palabra no estuviese transformada entre nosotros en moneda de fácil
intercambio y, por ende, devaluada como perezoso comodín para legitimar
más de una carencia retórica al instante de escribir un poema, entenderíamos
que Valverde pareciera abordarla del modo más inesperado. Ciertamente como
inmejorable traductor de Eliot, amigo por largos años de Ernesto Cardenal
y consciente lector de la Mistral y de Vallejo, Valverde sabía de la ingerencia
que representa en la discursividad poética del siglo XX, la oralidad como
un recurso necesario a la hora de articular una escritura que no cayese en la
grandilocuencia verbal y, por tanto, permitiera su propia acomodación identitaria
en el contexto de la poesía española posterior a la guerra civil,
más precisamente en la poesía escrita en España en las décadas
del 40 y del 50. Sin embargo, la oralidad como recurso no es el único modo
en que Valverde agota el concepto ni mucho menos. Habría que comprenderlo
en algo que para él desde el principio de su vida poética e intelectual
fue no sólo importante, sino imperioso: una aguda conciencia lingüística
que trasunta una aceptación de fe. Más allá de entender o
no su cristianismo católico (que de ninguna manera habría que verlo
como un anquilosamiento conservador ya que Valverde se identificó desde
los 60 y hasta el final de su vida con un pensamiento progresista, entablando
en lo ideológico, una fuerte vinculación con la llamada teología
de la liberación y en lo político, cosechando lazos con el PCC
- Partit Comunista de Catalunya- del que incluso fue candidato a las elecciones
generales de 1993), esa fe es el intento de aprehender de la más diversa
forma el espíritu, el Pneuma y que Valverde como buen conocedor
del Evangelio de San Juan, identifica en tanto Palabra y que revierte su sentido
como Lenguaje. Y no es que un poeta y traductor de su talla sintiera la seguridad
de establecer un contacto sin fisuras con la legibilidad que, a mayor abundamiento,
entenderíamos como sentido. Para nada. Se trata de apreciar otra cosa:
que en todo su ejercicio literario ya como traductor, ensayista y poeta, Valverde
trasunta esa misma característica que vuelve casi trágica la demanda
del significado, es decir, la presencia contradictoria del silencio en esas "conversaciones
superiores" que llamamos poema, ensayo o traducción. Sin embargo,
en la productividad de Valverde, ese silencio no es impuesto por él, como
en otras instancias revelaría la cordialidad del diálogo. En absoluto.
Es como si cada palabra escrita por este autor tuviese como "bajo ostinato"
de todo su despliegue, la amenaza o, mejor dicho, la presencia permanente del
silencio, como si estuviese en manos de un Dios de amor, pero infinitamente irónico
en su misterio, la verdad última que, al lenguaje concreto, se le escapa
o no logra asir en la experiencia.
De ahí tal vez, en tercer término,
el interés primordial por cierta "teoría del lenguaje"
que, desde su juventud, Valverde estudió, tradujo y parafraseó de
tal manera, hasta constituir parte viva de su pensamiento: San Agustín,
Pascal, Herder, Humboldt, Kierkegaard, Nietzsche, Wittgenstein y Heidegger. Todos
ellos constituyeron su espacio de referencias que no explicaban, sino más
bien, evidenciaban esa opaca trama que por comodidad designamos con el
nombre de lenguaje. Y, por lo mismo, entendemos su pasión por esos poetas
primordiales que establecen una red inigualable de significado que bordea la frontera
de lo decible a la hora de mostrársenos como "valverdianamente"
necesarios: Hölderlin, Machado, Novalis, Rilke, Vallejo. Por contraposición
-y esto habla sin mayor explicación del talante moral de nuestro autor-
Valverde también se dio a traducir aquellos poetas que encontraba interesantes,
pero que le inspiraban nula simpatía: Goethe y Shakespeare, es decir, aquellos
que veían la experiencia humana entendible sólo como una totalidad
lingüística inmanente, clausurando cualquier posibilidad allende el
lenguaje. En esa contradicción -a todas luces irónicamente "valverdiana"-
radica lo mejor de la apuesta de este autor a la hora de referirse a él
y que de todos modos encarna en una actitud que lo devela por entero: la de saber
callar como poeta. Efectivamente: José María Valverde entró
a la liza literaria española muy joven; su primer libro se publicó
cuando poseía escasos 19 años y fue un éxito rotundo. Vicente
Aleixandre, Dámaso Alonso, Luis Felipe Vivanco y otros, lo celebraron con
entusiasmo. Pero a partir de ahí hasta 1976, la obra poética de
Valverde fue cada vez más menguada, no por escasez imaginativa, sino por
el serio compromiso de ser receptivo a lo que debe ser dicho.
En nuestra pequeña e idiosincrática sociabilidad literaria, es más
que probable que se identifique a Valverde como traductor, tal vez como eventual
ensayista, de seguro que de ignorado poeta. Sin embargo, ver más allá
de nuestra nariz o superar nuestro encandilamiento con tantas palabras vacuas
(gerede) que solicitan la atención, no nos debe hacer olvidar que
hay batallas secretas en las que se juega no sólo nuestra capacidad expresiva,
sino también la idea que articulamos de nosotros mismos. Como Jacob, en
esa batalla contra el ángel del lenguaje, Valverde supo que no debía
continuar a pesar de quererlo: una de las mejores formas de ser fiel para quien
comprende que el afán de entender al lenguaje no siempre significa aprehenderlo
como totalidad.
Valparaíso, invierno de 2006