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José
Miguel Varas
Escritor
de linaje realista
Por
Jaime Concha
Revista
de Libros de El Mercurio, Viernes 25 de Agosto de 2006
El
Premio Nacional de Literatura, conferido esta semana al escritor José
Miguel Varas, honra una obra literaria de mérito singular que, a su
vez, justifica con creces el galardón. Con inicios bastante precoces, con
un itinerario creador que cumple hoy sesenta años justos, con una sorprendente
variedad de formas y de lenguajes narrativos, Varas marca con sello propio las
letras nacionales de la segunda mitad del siglo pasado y de comienzos del actual.
Es, además, ciertamente por su actividad literaria pero también
por su condición de periodista excepcional, testigo de una época
conflictiva como pocas en la historia del país, de los avances y retrocesos
de una sociedad que triunfa ejemplarmente en lo económico (¡buen
ejemplo!), fracasando con estrépito en el plano social (¡no comment!).
Varas
comienza su labor narrativa muy tempranamente, a los 18 años de edad. Cahuín,
de 1946, es un pequeño relato con historias de colegiales que, leído
hoy, a muchos años de distancia, resulta aún novedoso y refrescante.
LOM lo republicó recientemente, con una foto de grupo del novel autor,
en que éste resulta apenas más joven que el Varas de hoy.
A
este librito seguirá Sucede (1950), que ocupa un puesto complejo
y relevante en el camino del escritor. Vanguardista, incluso joyceano en su escritura,
no deja de mantener las preocupaciones por una sociedad que atravesaba entonces
una fuerte crisis política. De hecho, un par de relatos anteriores a 1950
hablaban y exponían ya con fuerza sin igual el drama de los perseguidos
y relegados bajo la represión de González Videla.
El Varas
que todos conocemos, el autor cuyo perfil se impondrá en el panorama de
nuestra narrativa, aparece sin duda en los años sesenta. Su compromiso
político ya es un hecho, ejerciendo una labor periodística de magnitud
y calidad en El Siglo y otros diarios y revistas nacionales. Es el autor de Porái
(1963), clásico indiscutible del realismo chileno, y de una colección
de cuentos, Lugares comunes (1969 ), de orientación estética
y estilística similar. La comarca rural y costeña, en el primero,
y el mundo urbano y citadino en el segundo, amplían significativamente
el universo de Varas, dando densidad a su lenguaje y aportando un elemento esencial
para el conjunto de su obra: un humor parco, sobrio, casi aforístico a
veces, siempre lleno de honda ternura por la desprotección de los muchos
y la ubicua debilidad humana.
Ya en el exilio, y en medio de su valiosa
contribución a la lucha contra la dictadura, Varas da un giro de noventa
grados en su tendencia literaria. Aunque la función realista sigue presente
y actuando en forma eficaz, su repertorio temático se hace visiblemente
internacional. Las pantuflas de Stalin y otras historias (1990) materializa
este sesgo, con dos cuentos (por lo menos) de inmortal comicidad. El anecdotario
del exilio, la historia oral del mundo socialista, checo y soviético principalmente,
le permiten observar con nuevos ojos un mundo que sólo había contemplado
desde lejos. Su Stalin y su Grigulevich ( = Lavretski más sus múltiples
alias) son personajes que hacen reír a mares, hacen pensar también,
sin que el humor destruya la dimensión histórica de uno y la vitalidad
humana e inteligencia historiográfica del otro.
En esta misma línea
de sentido publica Varas, a mediados de los noventa, su novela El correo de
Bagdad (1994, reedición de 2002) que resulta ser, en mi opinión,
una de las más sobresalientes novelas chilenas e hispoanoamericanas escritas
a fines de siglo. Con una triple ambientación en la Praga socialista, el
Irak posmonárquico de los sesenta y el Chile de la dictadura que comienza;
con el impar personaje que es un pintor mapuche (Huerqueo), quien a la postre
irá a combatir junto a los rebeldes kurdos; familiarizado a fondo con el
mundo internacionalista estudiantil durante la Guerra Fría; con una diestra
composición en que relato y comentario pictórico se enhebran en
contrapunto funcional; con el notable trabajo de taracea lingüística
que implican las cartas de un hispanista checo que escribe en un castellano arcaico,
a medias sefardí, Varas compone un friso de época vasto y vigoroso,
a la vez que uno de los grandes relatos internacionales de la lengua española.
El
interés de Varas por la expresión pictórica —especie de narrativización
interartística— no se detiene allí, reapareciendo de manera sistemática
para constituir el foco de uno de sus últimos textos, Los sueños
del pintor (2005), homenaje notable al también notable pintor chileno,
Julio Escámez, protagonista del libro.
Al ser otorgado este año
a José Miguel Varas, el Premio Nacional de Literatura distingue a un escritor
del linaje de los destacados realistas del siglo pasado: Joaquín Edwards
Bello, Manuel Rojas, Francisco Coloane, entre otros, todos ellos, reconocidos
también por el galardón nacional. Varas prolonga y renueva esa herencia
a la entrada del nuevo milenio. Herencia no desdeñable, importante sobre
todo en un tiempo de posmodernismo endémico —con su cuesco ahistórico,
a veces decididamente antihistórico, y con una ideología posthistórica
cuyo triunfalismo empieza a hacer agua por todos los costados—. Es parte de la
postura ética de Varas el no haberse dejado seducir por éxitos comerciales
facilones y haber aspirado a expresar —contra viento y marea, con vibración
y fervor— la entraña histórica de un país y del mundo en
que le tocó vivir.
Congratulémonos todos por tan justo galardón.
Imagen:
Francisco Javier Olea