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El segundo primer poemario de Jaime Quezada

Por Felipe Eugenio Poblete Rivera



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«Las Palabras del Fabulador» fue publicado el año que falleció Violeta Parra. Ese año el autor cumpliría –recién– veintiséis, lo que no quiere decir que el libro acarree el estigma del pecado de juventud. No. De hecho fue galardonado con el Premio Alerce de la Sociedad de Escritores de Chile, y para su autor constituye el primer libro ya maduro en términos poéticos. Hoy nuevamente, casi medio siglo después, «Las Palabras del Fabulador» es un libro de orgánica construcción, de continuidad en materia de ritmo y de fondo; su forma, la más de las veces, está dada por la brevedad, esa cúspide tan difícil y poderosa, que en Chile pocos autores supieron asumir, y acaso únicamente Cecilia Casanova pudo conquistar con total soltura. Tres años antes de esta publicación, en 1965, había aparecido otra, muy humilde, «Poemas de las cosas olvidadas», en cuya colección, dirigida por Jorge Vélez y Jorge Teillier (quien además ordenó el conjunto de poemas de Jaime), sólo apareció otro libro más, «Para saber y cantar», de Floridor Pérez, dato histórico absolutamente sintomático de un actual estado de cosas en la poesía chilena, me refiero, por su puesto, al Taller de Poesía de La Chascona, que desde 1988 dirigen esos dos jóvenes poetas.

Una de las atmósferas centrales de este libro de Jaime Quezada, estructurado en tres conjuntos o secciones, es su rostro chileno, de Sur chileno, empapado de un gastado sol rural, oxigenado o viciado por lo familiar, por las puertas de la casa y por la presencia de los padres (a quienes de hecho el poemario está dedicado); la niñez con sus mejillas o cierta inocencia, la presencia de las cosas domésticas en una inquietante medida de símbolos, ardorosas en uno por lo (des)conocido: la fruta, la silla, la lluvia, la tierra, el pan, el vino, el sol. La observación aguda, agudísima al punto de volverse crítica de ese cotidiano y coloquial verbo vivir. Así es cómo emerge una luz moral, de honda crítica social al supuestamente ordenado sistema. Enrique Lihn destacó: "Jaime Quezada, como poeta de ley (y no felizmente como Hombre de Derecho)"[1]. Con el tema de las leyes, el poema "Testimonio" (p.32) exhibe la plenitud de la contradicción, pues inicia con las sentencias "no robar / no matar" y finaliza con "Y mató al hombre / y se llevó un venado". Pero además de la carrera de derecho, Jaime cursó una de arte, de arte quiteño, precisamente en el Ecuador (en 1969); lo que en conjunto modula una sensibilidad lírica asombrosa.

Nada hay en este libro que no sea excepcional, a través de las formas y sombras de lo cotidiano puestas en mirada del poeta. Su voluntad iniciática es la instancia de apertura a una poética que su autor seguirá regando de tiempo y de sentido en su desarrollo: pleno en alegrías y en penas, como bien puede ser leído en sus publicaciones posteriores: no sólo el genial «Huerfanías» (1985), que en su momento deslumbró a Enrique Lihn, también «Un viaje por Solentiname» (1987), con el tutelar abrazo del propio Ernesto Cardenal o «Astrolabio» (1976), antológico libro que Claudio Bertoni codició desde su juventud, sino además en publicaciones de orden testimonial, como «El año de la ira» (2003) de exilio interior, escrito ese primer año de dictadura militar chilena; o más fraternas todavía como «Por un tiempo de arraigo» (1998), que acopia su correspondencia con Jorge Teillier o «En la mira de Nicanor Parra» (2014); pero incluso en sus varias ediciones mistralianas, como por ejemplo «Bendita mi lengua sea» (2002) o «Motivos de San Francisco» (2005) en donde, ciertamente, cada una de esas delicadísimas prosas pasaron por cuerpo y por voz del poeta, en ese México mineral que ambos tuvieron debajo de las plantas de los pies; Jaime en 1971, invitado por la Universidad Central a formar parte de un taller literario.

Al tiempo histórico –acá empiezo a retomar– el sesentaiocho chileno ya tenía en vista importantes publicaciones en materia de poesía. Está el primer libro de Gonzalo Millán «Relación personal»,  y si volvemos cinco años atrás hallamos la paradigmática «La pieza oscura» (de 1963). El año 1964 Neruda publica su «Memorial de Isla Negra» y Gonzalo Rojas «Contra la muerte»; y de nuevo en 1968, como en distanciado eco a la «Antología del Spoon River», la «Crónica del forastero», de Teillier. Y a nivel latinoamericano: «Cien Años de Soledad» (del colombiano García Márquez), del año 1967, igual que «Celestino antes del alba» (del cubano Reinaldo Arenas) y «Los cachorros», (del peruano Vargas Llosa). O más adelante, en 1969, la aparición de ese monumento llamado «El panorama ante nosotros», el mismo año que el antipoeta recibe el Premio Nacional de Literatura ¿y para Jaime Quezada cuándo? Es, entonces, un plazo de mucha efervescencia, de revistas de literatura como «Arúspice» y «Orfeo» circulando entre los poetas y lectores, de la imprenta "Arancibia Hermanos"; es también el período presidencial de Frei Montalva.

«Las Palabras del Fabulador» exponen germinadas y firmes esas "violentas semillas", como diría nuestra Gabriela, que el autor sembrara al cumplir sus veintiún años: la vocación poética resuelta de Jaime Quezada. Antes fueron la lectura atenta, la redacción de reseñas literarias y artículos diversos para revistas nacionales (labor que perdura, por cierto). De esta manera, este segundo primer libro es la confirmación y la consolidación de una voz sustantiva y necesaria en Chile, acaso tan invisible como el aire, pero así de accesible en la bondad de su vocabulario y la pericia de su construcción, en lo diáfano de su registro y en la atención a lo profano de la melodía del día vivido. Procaz en su humildad; de claridad cargado, como buena lámpara, buen consejo y experiencia humana entre lo humano (tan difícil hoy día). Un libro que, mediante su título, se ocupa de indicar las estructuras morales ya desvencijadas, gastadas, erradas, o como diría mi abuela (q.e.p.d.), visitada por aquel amigo italiano: Franco Deterioro.

La plaza, los amados cerezos, las calles gastadas, las casas de adobe y madera, el persistente polvo, los caballos de mediados del siglo pasado, son vida en las venas de estas páginas de nuevo. ¡Pero por favor! Que no se entienda que encasillo en un ataúd (o concepto), al poeta, como se ha hecho con ese tinto áspero y gentil que se llama Jorge Teillier. De hecho, una recomendación: no busquen eso que llaman lárico en este libro. A casi medio siglo de su aparición primera, estos poemas no han menguado su sentido en lo más mínimo, a diferencia de tantos y tantos poemas, que nos llegan descoloridos y desteñidos, desabridos luego de tanta caminata por la historia. En «Las Palabras del Fabulador» está congregado aquello que conmueve hondamente al poeta, y a modo de ejemplo: "ha entrado una plumilla de cardo / soy un hombre dichoso / visitado por mi infancia" (p.20) o bien estos versos: "Miro espadas y sables / en el  Museo Nacional. Y recuerdo / el bastón de mi abuelo / con orgullo" (p.22), con los cuales raja el tamiz de la oficialidad, al considerar un elemento cotidiano y familiar, digno de estar en un museo. En este punto siento esclarecedora y directa una nerudiana sentencia: "si me preguntan que es mi poesía, debo decir no sé, pero si le preguntan a mi poesía, ella les dirá quién soy yo".

En el horario de estos poemas es el día, la diurna actividad, aquella que ancla su formato en los versos. Hay una lejanía y una nostalgia incapaz de ocultarse de la luz: visible e inmóvil como los sucesos y los sueños que ocurren a través de esta bien armada trenza de secciones: "Retrato Hablado" (de nueve poemas), "Las Primeras Tablas" (de once poemas) y "Las Palabras del Fabulador" (de quince poemas); siempre números impares, con un total de treintaicinco poemas ¡nada menos! Secciones unitarias que podrían operar en forma autónoma, o al menos más independiente. Poemas cuyos títulos están encabezados por artículos, de hondo alcance por la indagación en las cosas mismas, sin que esto le signifique caer en las ardorosas nubes del hermetismo, en absoluto. Así, la reflexión exclamativa del niño "¡cómo no va a nacer cansado el hombre!" cuando ha leído "nueve meses para que nazca un niño" (p.40) en los libros de la casa de los padres.

No queda mucho espacio para abarcar con más cabalidad al enorme actor cultural que ha sido y sigue siendo Jaime Quezada. La mítica revista «Arúspice» de los años sesenta, tan importante para los jóvenes poetas de esa fecha, y que hoy nos importan también. La presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, entre el ochentainueve y el noventaiuno; las hondas e innumerables investigaciones en materia de poesía: poéticas, biografías, antologías, cronologías y tantos otros estudios críticos. Todas estos son labores que no dejan de confirmar la invaluable herencia que alimenta a los habitantes de las muchas latitudes del país que, como los acá presentes, les importa lectura.

A la postre, esta significativa reedición, modificada en aspectos menores que no causan tergiversación alguna, además incluye un texto en donde el autor habla de su propio libro el mismo año de su publicación. En suma, esta reedición podrá contribuir a la lectura de un poeta mayor de la tradición literaria chilena, y lo digo sin la torpe pretensión de exagerar, que injustamente ha sido ignorado –inleído– por sus compatriotas, que no se le ha dado aún todo el reconocimiento que desde hace años y décadas merece. Ahora, devuelto este libro al tiempo presente, seamos los encargados de aguzar los sentidos con sus poemas en busca de significados nuevos. Así sea.


 

Viña del Mar
Primavera y dos mil catorce

 

[1] Estas palabras de Enrique Lihn conforman el comienzo del colofón en «El año de la ira» (en su reedición de Catalonia, del 2013)





 

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El segundo primer poemario de Jaime Quezada.
"Las Palabras del Fabulador", Gramaje 2015
Por Felipe Eugenio Poblete Rivera