A punto de cumplirse 50 años de la publicación
de Pedro Páramo, Radar reconstruye el contexto
en el que la novela apareció por primera vez y la repercusión
que fue alcanzando hasta nuestros días. Reina Roffé
(dos veces biógrafa de Rulfo), Héctor Tizón
y Mempo Giardinelli dan testimonio acerca de la obra breve
y la personalidad peculiar de un escritor consecuente con
la tristeza y el desierto.
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El escritor mexicano Juan Rulfo escribió dos libros, y no
en sentido figurado (como se dice cuando se quiere menospreciar la
obra de un escritor: “escribió sólo dos libros”). Rulfo
escribió, literalmente, sólo dos libros: El llano en
llamas, volumen de cuentos publicado en 1953, y Pedro Páramo,
novela publicada en marzo de 1955, hace 50 años. Entre la publicación
de Pedro Páramo y su muerte en 1986
(el mismo año de la muerte de Borges), Rulfo no entregó
nada a publicación. Nada. Existieron una serie de versiones,
alimentadas por el propio autor y su círculo, acerca de varios
proyectos comenzados. Pero Rulfo o finalmente no los escribió
o creyó que eran indignos de su creciente fama (como sucedió
con Días sin floresta y La cordillera). Rulfo escribió
esos dos libros, esos dos grandes libros, y dijo para qué más.
Y se dedicó a la fotografía, donde también descolló,
con obras que –entre paréntesis– parecen el exacto complemento
visual de su literatura.
El por qué de la esterilidad de Rulfo después de 1955
fue tema de controversia y debate en el medio literario mexicano,
y dio para todo tipo de especulaciones. Por ejemplo, las de algunos
maledicentes que afirmaron –no sin ingenio– que la obra rulfiana era
el producto de “un burro que un día tocó la flauta”.
Otro que lo detestaba era el insigne Octavio Paz, quien competía
con Rulfo por el trono de las letras mexicanas; ambos representaban
modelos contrapuestos de escritor, uno erudito, universal, formado
y reflexivo (Paz), y el otro más intuitivo, de despareja ilustración
y con mucho de folklórico (Rulfo).
Para Reina Roffé (autora de dos biografías de Rulfo:
Juan Rulfo: autobiografía armada y Las mañas del zorro)
hay más de un motivo que explica la esterilidad rulfiana, aunque
cree que el principal era su angustia ante la página en blanco:
“Hay muchas leyendas y teorías sobre lo que podríamos
llamar la agrafía de Rulfo. Una es la que vincula su alcoholismo
con su silencio editorial. Otra se reafirma en la idea de que dejó
de publicar porque ya había dicho todo lo que tenía
que decir y de forma insuperable en sus dos obras de ficción”.
El otro posible culpable, para Roffé, pudo haber sido el éxito.
“La fama lo enredó en una trama de compromisos, viajes y congresos
que lo alejaron de la mesa de trabajo. Es posible que el reconocimiento
de los lectores de su entorno, primero, y después el requerimiento
internacional hayan producido en él una fuerte inhibición,
se sintió más responsable, más exigido como escritor.
La fama pudo haber funcionado en él como si se tratara de un
castigo ejemplar”, comentó la biógrafa desde España,
donde reside desde hace muchos años.
Más allá de polémicas y especulaciones, seguramente
el argumento definitivo acerca de la esterilidad rulfiana lo haya
dado el escritor guatemalteco –y amigo– Augusto Monterroso en el cuento
“El zorro es más sabio”. Allí, un zorro escribe un buen
libro y después otro mejor, y con eso se da por satisfecho.
Los otros le piden más, pero él, que sabe por zorro,
se dice “lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo;
pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Como fuese, parece fácil hacer una especulación acerca
de por qué tanta animosidad y tantas acusaciones contra Rulfo:
los escritores mexicanos siempre tuvieron ahí su desierto y
su historia, al alcance de la mano, pero ninguno nunca pudo escribir
sobre ellos como Rulfo.
La
novela
Pedro Páramo (que tuvo un título que Rulfo supo cambiar
a tiempo, Una estrella junto a la luna, y otro que desechó,
Los murmullos) es también una ficción clave para entender
no sólo la vida cotidiana en el desierto mexicano sino también
las consecuencias de las traiciones que sufrió la revolución
mexicana, golpeada no sólo desde la contrarrevolución
cristera (religiosa: su lema era “¡Viva Cristo Rey!”) sino también
desde sus propias filas, con Pancho Villa fusilado y Emiliano Zapata
asesinado. ParaRoffé, “el telón de fondo de Pedro Páramo
lo constituye la revolución mexicana, la revuelta de los cristeros
y los desmanes que causaron en los pueblos de Jalisco. Hay una preocupación
social y política muy notoria, y un hilo emocional fuerte cuyo
tensor principal es la soledad y el desamparo de los hijos que deben
crecer huérfanos, sin apoyo de ningún tipo, en un mundo
convulso, injusto, violento. Esto tiene mucho que ver con la historia
personal de Rulfo, con su historia primigenia, la de su infancia”.
La historia que cuenta Pedro Páramo es conocida: un hombre
se acerca a Comala en busca del padre que no conoce, obligado por
la promesa que le hizo a su madre en el lecho de muerte. Camino al
pueblo se encuentra con un arriero, quien le pregunta qué viene
a hacer a un pueblo al que nunca llega nadie. El le dice que va a
buscar a Pedro Páramo, un padre a quien no conoce. El arriero
le responde que Pedro Páramo es “un rencor vivo” y lo sorprende
diciéndole: “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”.
Pero Pedro Páramo, como el pueblo mismo, ya está muerto.
Sin embargo, el hombre se queda en el pueblo, conviviendo con viejas
que habían conocido a su madre y espectros varios. Lentamente
lo empiezan a cercar las voces de ese pasado feudal y las broncas
que había juntado el señor de las tierras -desde luego
Pedro Páramo, padre de casi tantos hijos como tenía
Comala– merced a crímenes, violaciones y atropellos varios.
Y, sin duda, Pedro Páramo puede ubicarse en una línea
de relatos típicos latinoamericanos que alcanzó la cúspide
de la fama con Cien años de soledad; pero a la vez es universal
porque la forma que suele tomar la injusticia es más o menos
igual en todo el mundo (como mero ejercicio, podrían trazarse
las similitudes entre los crímenes de Comala en la década
del ‘40 y los de Santiago del Estero no hace tanto). Desde luego,
la Comala de Rulfo es una versión previa, más densa
y más tétrica, de la Macondo de García Márquez.
En Rulfo el trato con los muertos es un trato grave, distante y lejos
de cualquier jocosidad.
Según cuenta Reina Roffé en la biografía Juan
Rulfo: Las mañas del zorro, Rulfo empezó a escribir
Pedro Páramo en marzo de 1954 y le llevó unos cuatro
meses de trabajo inicial, al que le siguió un intenso trabajo
de depuración, ya que de las 300 páginas que tenía
inicialmente la obra, dejó sólo 150. “Eliminé
toda divagación y borré completamente las intromisiones
del autor”, confesó el propio escritor. Rulfo no sabía
si presentar o no la novela a la editorial dada su proverbial inseguridad.
Fue el argentino Arnaldo Orfila, uno de los directores de la prestigiosa
colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica,
quien le insistió para que entregara la obra a imprenta. Finalmente,
los primeros 2000 ejemplares de Pedro Páramo vieron la luz
en marzo de 1955. La recepción inicial de la novela no fue
precisamente extraordinaria: esa primera edición vendió
poco y el propio Rulfo regaló cerca de mil ejemplares entre
amigos y conocidos. Como pasa con los argentinos que tienen que triunfar
primero en el extranjero para después ser reconocidos aquí
(Borges, Puig, Piazzolla, para no excederse en la lista), Rulfo tuvo
que conquistar primero el exterior para que esos ecos terminaran repercutiendo
en territorio mexicano. Recién a mediados de la década
del ‘60 empezaron a agotarse sucesivas ediciones, después de
su traducción al alemán en 1958, y luego al inglés,
al francés, al holandés, al sueco, al noruego, al danés,
al italiano, al polaco, al portugués, al ruso y al chino en
una seguidilla inolvidable. Desde esa plataforma internacional ingresó
sin escalas al Panteón de las letras mexicanas.
A todo esto, ¿qué dijo el propio Rulfo de la que sería
su única novela? “Es el relato de un pueblo: una aldea muerta,
en donde todos están muertos, incluso el narrador, y sus calles
y sus campos son recorridos únicamente por las ánimas
y los ecos capaces de fluir sin límites en el tiempo y en el
espacio”.
Qué
vida
Una serie de declaraciones de Rulfo pueden dar una idea del carácter
del escritor nacido en el estado de Jalisco. “Yo sé que todos
los hombres están solos, pero yo más”, le dijo una vez
a Elena Poniatowska. Otra vez la preguntaron qué sentía
al escribir. “Remordimientos”, fue la respuesta. Genial y atormentado,
Rulfo tenía detrás una vida que explicaba esas reacciones.
Al padre lo asesinaron cuando el pequeño Juan tenía
6 años, y apenas cuatro años después no pudo
ir al entierro de su madre a causa de las guerrillas que había
en la zona. Por entonces Juan Rulfo y su hermano Severiano estaban
en un internado de Guadalajara en el que se comía francamente
poco y mal. Más tarde, Rulfo logró casarse con quien
aparentemente fue el único amor de su vida (amor que tampoco
fue ninguna maravilla, según los testimonios), y después
fue alcohólico y se recuperó cambiando la adicción
a las bebidas blancas por la adicción a la CocaCola.
Y, pese a que pasó sus últimos años, los años
de celebridad, hablando de sí mismo, muchos momentos de la
vida de Rulfo están cubiertos por un manto oscuro. Incluso
las confusiones –como las que tienen que ver con su exacto lugar de
nacimiento– fueron alimentadas por el propio escritor. En cambio,
sí se pueden hacer afirmaciones generales: fue un hombre tímido,
huraño, al que le disgustaba sobremanera hablar en público
y que nunca creyó demasiado en sus posibilidades (literarias
o de cualquier tipo). Está claro que no le gustaba para nada
trabajar y lo hubieran echado mucho más seguido de sus ocupaciones
(fue funcionario estatal y trabajó en una fábrica de
neumáticos) si no hubiera sido sostenido por influyentes familiares,
según señala una y otra vez Roffé en su biografía.
En más de una ocasión, Rulfo –por aquellos cuestionamientos
a su obra– tuvo que salir a decir que en su obra no había nada
de autobiográfico. Pero innegablemente algo de su vida quedó
plantado en su obra: la tristeza.
El
día que conocí a Rulfo
Por Héctor
Tizón
Conocí en México a Juan Rulfo casi al mismo tiempo
que a Martínez Estrada, ambos tan distintos entre sí
se convirtieron, a poco del trato inicial, en amigos muy queridos;
entre ambos sólo se parecían en lo esencial, por lo
demás, nada más distinto. El uno caudaloso y breve hasta
el hueso el otro. Ambos con un alto sentido del papel de la literatura
como instrumento esencial de conocimiento y comunicación entre
los hombres, y con una versación literaria que en el caso de
Rulfo tendía a disimular, quizá por innata timidez.
Su pasión fue la literatura, pero también la fotografía
y los viajes por su tierra como vendedor de neumáticos, creo.
Recuerdo con emoción y aún con gratitud las largas charlas
–él hablaba poco y yo también, el resto lo prodigaba
con bonomía y hospitalidad Miguel León Portilla, dueño
de casa en el Instituto Indigenista de México–, cuando Rulfo
trabajaba allí y yo concurría de vago nomás.
Por aquel tiempo, Rulfo, con la publicación de sus cuentos
de El llano en llamas era seguramente el escritor más respetado
de México y ya había empezado a escribir Pedro Páramo
cuando el presidente de la república, licenciado López
Mateo, le otorgó una beca de mil pesos mexicanos con lo cual
quedó despreocupado del bastimento diario y se quedó
a escribir en su casa de Polanco o en Tepoztlán, adonde lo
visitaba asiduamente Pedro Coronel, gran pintor y bebedor cuyo nombre
fue usado por Rulfo para su principal personaje de la inmortal novela.
Ya, también ahora, Pedro Coronel se ha convertido en prominente
alma habitante de Comala, como el propio Juan, a quien había
dejado de ver durante años hasta que me enteré de su
muerte súbita leyendo la noticia en el periódicomientras
viajaba en un tren italiano. Nunca más lo vería. Ni
podré olvidarlo.
Juanito
Rulfo a lo lejos
Por Mempo Giardinelli
El aniversario de Pedro Páramo me resulta absolutamente conmovedor.
Y no sólo por lo que significó y seguirá significando
para todos nosotros esa novela fundacional, sino porque Juan Rulfo
fue mi amigo. Maestro y amigo.
Lo conocí durante mi exilio en México y lo frecuenté
hasta que murió en 1986. Nos encontramos casi todos los viernes
durante cinco años, solos o con amigos comunes, y sostuvimos
largas charlas en México y Buenos Aires.
Se dice que Juanito, como lo llamábamos, ya no escribía.
No es verdad. Yo leí varios cuentos que tenía en borrador.
Y también una versión de La cordillera, su novela frustrada.
Pero si escribía, no publicaba. Por alguna íntima decisión
que nunca me atreví a cuestionar, había decidido un
silencio que no le agradaba ni hacía feliz, pero todos debíamos
respetar y para mí, conjeturalmente, era un modo de su rebeldía.
Hoy creo entender su empecinado silencio, su devastadora autoexigencia.
Juan tenía absoluta conciencia de la calidad de sus primeros
textos. Sabía el valor y el significado de sus dos libros fundacionales:
El llano en llamas y Pedro Páramo. Y no se permitía
publicar nada que pudiera ser inferior; detestaba las mediocridades
y fue implacable con la que él habrá supuesto que era
la suya.
Tampoco era tímido. Era, por el contrario, osado, dicharachero,
juguetón, mordaz y malhablado. Su ironía era capaz de
despedazar aun a sus amigos, con quienes era tan exigente. Era apasionado,
necio incluso. Fue el hombre menos influenciable que conocí
en mi vida, y la química de sus afectos y desafectos era arbitraria
como él mismo.
El que yo conocí fue un Rulfo en el ocaso de su vida, trajinado
pero no vencido, necesitado de afectos pero absolutamente incapaz
de pedirlos. Había que quererlo serenamente, comprendiéndolo
en su orfandad afectiva antes que esperando que cumpliera roles sociales
imposibles.
Juan creía, con Ezra Pound, que cuando todas las indicaciones
superficiales hacen pensar que se debe describir un apocalipsis, es
imposible –y vano– pretender la descripción de un Paraíso.
Por eso en sus cuentos y en Pedro Páramo advertimos el combate
silencioso de la extraña moralidad de sus personajes, siempre
enfrentados a lo que los griegos llamaban “decisiones trágicas”.
Es decir, aquellas cuya resolución feliz es imposible y en
las que todos los resultados han de ser nefastos.
Susana San Juan descree del cielo con la misma exactitud con que cree
en el infierno, pero aspira al cielo. Las presencias fantasmales,
los rencores vivos, los aires desgarradores que recorren Comala son
expresiones de una ética desesperada. Creo que esa era la filosofía
de Juan Rulfo.
No hay esperanzas en su obra, porque él mismo no era hombre
de ilusiones. Tampoco práctico, más bien parecía
resignado, siempre adolorido. La pena y el dolor eran, para él,
una constante. Y ya se sabe que ética y dolor siempre se cruzan.
El día en que murió –el 8 de enero de 1986– yo me encontraba
en México. Días antes lo había visitado en su
casa de la Colonia Guadalupe Inn, donde tenía su lecho de enfermo
en un cuarto despojado, cuya cama tenía un cabezal arqueado,
alto y oscuro, en el que sólo parecían brillar las sábanas
blancas. Había una mesa de luz a su derecha y sobre ella unos
papeles con su letra menuda y un infaltable lápiz amarillo,
de mina 2B, que eran los que prefería. Había estado
escribiendo. Esa noche la Funeraria Gayosso estaba llena de gente.
Escritores y amigos, y gente del pueblo, desfilaban ante el cajón.
Ahí estaban Arreola con su gran capa negra entrevistado por
la tele, y Tito Monterroso con Barbara Jacobs, y Edmundo Valadés
con su esposa Adriana, y Elenita Poniatowska y tantos más.
Era un desfile incesante de gente que lloraba con íntima congoja,
con ese respeto reverencial que los mexicanos le tienen a la muerte.
Cuando salí hacía frío, y quizá llovía.
Lo que es seguro es que soplaba un viento hablador que parecía
venir de los Altos de Jalisco. Pensé, y pienso ahora, que todos
éramos –y quizá seguimos siendo– y para siempre, irremediable
y completamente rulfianos.
Rulfo
y la crítica
Ladran, Sancho
Imaginemos un mundo sin críticos. Un mundo en que estuviesen
prohibidos los papers académicos y las revistas culturales,
los suplementos literarios y las reseñas de libros, las monografías
y las notas bibliográficas. Imaginemos un mundo en que el único
lugar destinado a la crítica fuese el arte mismo, lejos de
las citas, las notas al pie y los ensayos que engendran más
ensayos. Un lugar donde el “imperio de la segunda mano” tuviera un
fin inevitable, y en que la inmediatez entre libros y lectores fuese
una ley establecida.
La fantasía antes glosada pertenece a George Steiner. En ese
mundo, la “crítica de la crítica” sería la primera
desterrada. Pero si la idea es sobrevolar los cincuenta años
de lecturas de Pedro Páramo (y tal es el objeto de estas líneas),
más vale disipar pronto esa quimera que la imaginación
de Steiner nos propone. Sobre todo si se tiene en cuenta que entre
los trabajos escritos sobre Rulfo –que superan el millar holgadamente,
entre libros, monografías, recopilaciones de artículos,
reseñas y entrevistas– hay varios en los que se oye la insistencia
de un eco: el de la crítica hablando de la crítica.
Gerald Martin, quien recorre las principales lecturas de Pedro Páramo
en la voluminosa edición de la Colección Archivos, señala
que en 1955 –el año en que aparecen los primeros dos mil ejemplares
de la novela en el Fondo de Cultura Económica– la recepción
inmediata fue mucho más elogiosa de lo que algunos luego recordaron.
“En la Revista de la Universidad -escribió Rulfo, hablando
de las reseñas negativas que tuvo el texto–, Alí Chumacero
comentó que le faltaba un núcleo al que concurrieran
todas las escenas. Pensé que era algo injusto, pues lo primero
que trabajé fue la estructura, y le dije a mi querido amigo
Alí: ‘Eres el jefe de producción del Fondo y escribes
que el libro no es bueno’. Alí me contestó: ‘No te preocupes,
de todos modos no se venderá’. Y así fue: unos 1500
ejemplares tardaron en venderse cuatro años. El resto se agotó,
regalándolos a quienes me lo pedían”.
Más allá de que algunas reseñas objetaron del
texto su “intrincada” estructura, la aparición en 1953 de El
llano en llamas y la notoriedad que hacía tiempo Rulfo se venía
agenciando entre sus colegas sirvieron para que Pedro Páramo
fuese el trampolín hacia la canonización que le llegó
a su autor en la década del ‘60 con el “boom” latinoamericano.
Así, una reseña que Carlos Fuentes publicó en
Francia a fines del ‘55 (en que elogia cómo el lenguaje popular
es incorporado a la novela) no sólo fue la primera de otras
lecturas que el autor de Aura realizó con los años,
sino también el inicio de la proyección internacional
de la literatura deRulfo. Un escritor que –según García
Márquez– componía “los nombres de sus personajes leyendo
lápidas en los cementerios de Jalisco”.
Pero si Fuentes lleva a cabo uno de los abordajes más controvertidos
(e interesantes) de Pedro Páramo, es porque junto con Octavio
Paz y Julio Ortega propicia los “estudios míticos” del texto:
esa zona de la crítica que piensa sus personajes como arquetipos,
y que ve en el ingreso de Juan Preciado al mundo de los muertos, en
el tópico de “la búsqueda del padre”, y en el parricidio
que comete el personaje de Abundio, la traza de los mitos de Orfeo,
Telémaco y Edipo. En un brillante ensayo de 1983, Fuentes escribe:
“Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente
y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades
muertas del mito. Mito y Muerte: ésas son las “emes” que coronan
todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de
México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable,
Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país:
un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte”.
El universalismo que las lecturas míticas le otorgaron a la
novela (el que se apoyó, por otra parte, en cómo ésta
fue situada en la gran tradición novelística del siglo
XX, en especial vínculo con Faulkner) fue puesto en entredicho
por una serie de estudios que enfocaron los aspectos regionalistas
y el realismo social de la obra de Rulfo. Así, en 1975, Angel
Rama bregaba por una “americanización” de la novela que permitiera
relacionarla con mitos autóctonos y despegarla de “los mitos
prestigiosamente helénicos”. Pero fue el crítico Jorge
Ruffinelli –en un notable ensayo de 1977– uno de los que contribuyó
a trascender el debate cuando reconoció tanto la validez de
ese “edén invertido” que Paz veía en la aridez de Comala,
como la necesidad de pensar la novela a la luz de su contexto histórico
y del modo en que la Revolución Mexicana aparece en ella.
Pierre Bourdieu afirmó alguna vez que “un libro cambia por
el hecho de que no cambia mientras el mundo cambia”. ¿Qué
dirán, pues, de Pedro Páramo cuando cumpla cien años?
Imposible saberlo: los plumerazos que dan las efemérides a
la literatura nunca remueven el mismo polvillo. Lo seguro es que el
polvo de muchos que han escrito o escribirán sobre Rulfo se
seguirá amontonando con los años. Y es que los clásicos
devienen inmortales en parte por chupar la sangre de sus críticos.
Por eso los “murmullos” repiten por lo bajo: “la mordida de Rulfo
es irresistible”.