Juan Rulfo nace, al parecer, en Sayula, estado de Jalisco, al parecer
en 1918, y entra en la literatura fantástica por un camino
propio y singular. En México no hay hombres-lobo, ni seres
reconstruidos en
una mesa de operaciones, ni vampiros. Pero abundan los fantasmas que
se pasean en los cementerios y en las calles de los pueblos perdidos
por la miseria, o por la violencia de la Revolución de 1910.
Y hay un fantasma que recorre la obra entera de Rulfo en forma de
viento, polvo, desolación y tristeza. Si la atmósfera
de la que hablan los retóricos es un elemento fundamental en
las narraciones fantásticas, las atmósferas creadas
por Rulfo son tales que en ocasiones bastan para producir más
de un estremecimiento, querámoslo o no.
Curiosamente, cuando hice en México una especie de encuesta
entre conocedores del género fantástico, varios de ellos
opusieron fuerte resistencia a considerar fantástica esta literatura
de Rulfo, sustentada en seres no venidos del más allá,
sino en pobres almas no desprendidas aún del todo de su condición
terrena, tumbas a medio cerrar e insinuaciones de muerte en cada página.
Tal vez su argumento en contra se basara, una vez más, en que
en México las cosas "son así". Y bueno, cada
quien tiene los fantasmas que puede. En cuanto a los de Rulfo, difieren
ciertamente de los norteamericanos o los europeos en que, en su humildad,
no tratan de asustarnos sino tan sólo de que les ayudemos con
alguna oración a encontrar el descanso eterno. Sobra decir
que son fantasmas muy pobres, como el campo en que se mueven; muy
católicos y, sobre todo, resignados de antemano a que no les
demos ni siquiera eso. En pocas palabras, lo que ocurre con los fantasmas
de Rulfo es que son fantasmas de verdad. ¿Significa eso que
les neguemos también ese último derecho, el derecho
de pertenecer al glorioso mundo de la literatura fantástica?
Sucede asimismo que hace años se creyó equivocadamente
que Rulfo era realista cuando en realidad era fantástico, y
nuestra buena crítica estaba convencida de que lo fantástico
sólo se hallaba en las vueltas de tuerca de Henry James o en
los corazones reveladores de Edgar Allan Poe. Entonces se planteaba
también la dicotomía campo-ciudad como el ámbito
o los ámbitos posibles de la narrativa mexicana, y en algunos
sectores había como la necesidad de escoger tajantemente la
ciudad en oposición a los problemas del campo, demasiado usados
ya: la ciudad o nada. Rulfo resistió heroicamente esa demanda
absurda y, para bien, se dedicó a escribir lo suyo.
Tomado de La vaca, Alfaguara, México, 1998.