Más que ‘realismo' y más que magia,
hipnos vocabular, Pedro Páramo es un correlato de Bajo
el bosque lácteo , comedia para voces (guión radiofónico)
de Dylan Thomas, estrenada el día 3 de mayo de 1953,
en la Universidad de Harvard, y vuelta a presentar el sábado
24 de octubre de ese mismo año en el Brinnin's Poetry Centre
de Nueva York, ante unas mil personas, a la que siguió una
sesión dominical con igual número de asistentes. El
poeta galés fallece a fines del 53.
Pedro Páramo es del 55. (Anotamos sus símiles
con Yeats, Purgatorio , de 1939, y Sartre, en A Puerta Cerrada, 1947,
ambas teatro. Y los precedentes históricos de Dante, Homero
y Lee Masters. Y por cierto libros religiosos como el Libro Tibetano
de los muertos,
la Biblia, e incluso Las Mil y una noches.) Es decir, Páramo
no es absolutamente original. Pero es el gran libro sobre el purgatorio
americano.
Hay en él frases maravillosas, y toda la mitología
latina que no está de ese modo en Thomas, que es católico
alucinado en gracia, como Rulfo es descreído. Pero ambas obras
tratan el mismo tema, los fantasmas que hablan, los muertos que nos
confiesan sus desdichas y sus remedos. Leerlos es purgar todo nuestro
dolor y llenarnos de melancolía. En los dos hay ratos de humor,
uno se ríe, deja la vida volar, y entra en el juego de que
morir no es tan malo. Uno ajusta sus cuentas, sus ruegos o rosarios
y razones, y medita.
Grande sin duda Rulfo, original en sus fraseos. También Thomas.
Un contrapunto delicioso, al menos una conclusión feliz de
la graciosa tristeza de la muerte. “Yo soy el muerto”, dice el personaje
de Rulfo. Todos están en sus tumbas, desde allí nos
hablan. Tal vez la lección edificante es reconocer que sea
como fuese estamos vivos, y que podemos asomarnos a la muerte sin
tanto dolor, a pesar de su desolación. En Thomas el mundo creado
se haya feliz, mientras que en Rulfo, en cambio éste es más
vernacular y nuestro. Ambos del mundo, hermanos de similar verbo.
Rulfo tiene la atmósfera de las residencias nerudianas en
Pedro Páramo. Su amistad con el vate chileno dejó
huellas en él, profundas.
Todo es sueño. Ánimas, calor sofocante, aridez. Las
almas en pena. Se escuchan sus voces, sus murmullos, son ecos de la
vida que se fue y no hay redención alguna. Somos tierra y “estamos
mucho tiempo enterrados”, dice Rulfo.
En Bajo el bosque lácteo , tal como su adjetivación
lo indica, se trata de un mundo agustiniano: todo es blanco, “silencioso”,
fino, quedo, pabilar, salado, nevado, mas los personajes están
al otro lado de la realidad, en pseudo paraíso. Existe la calle
Coronación y hay un cura poeta y predicador que sale a anunciar
la Mañana llena de sol. Los personajes, muertos, pero enloquecidos
de amor, ‘¡Oh, mis queridos muertos!' Rocío amoroso,
toda la relación almada de Agustín. El mundo de Pedro
Páramo, vacío, lleno de angustia, de perdición,
de enfrentamiento, de perversión o canallesco, pero a su vez,
donde los abusos y el mal vivir, la picardía latina, traen
grandes dolores ancestrales. (“Estamos mucho tiempo enterrados”.)
No hay redención, sino purga, dolor, vagar, ecos vacíos,
que sueñan, se reitera sobre manera esta condición,
donde lo ambiguo juega a sugestionar al lector, a cautivarlo deliciosa
como angustiantemente, pero al fin, “liberándolo”. No hay “muerte”,
no hay un paso, todo es tierra, tierra en la boca de Susana San Juan,
tierra, lodo, “hebras humanas”. Amor físico, desolación,
“existencialismo”, conjeturas, pero nada cierto, a no ser que descubren
que están muertas esas ánimas y para siempre, vagan
en el purgatorio americano, la soledad es inmensa, ahogante. Hay la
ruindad de los mundos salvajes, de los patrones abusadores, del cacicazgo
del mundo campesino agrícola, del ladino y avispado ranchero
sin Dios ni ley, pero que usa la fe como ley y la ley como sustento
(la ley es una opinión diría Shelley, y la ley está
hecha carne en gracia, cuerpo y alma, dice San Pablo.)
Un hombre latinoamericano para sentirse en su carne, en su tierra,
lee muchas veces en la vida a Rulfo, en cada etapa de la existencia.
“Conversa” con sus muertos, como hacemos aquí, le prenden velas,
los arrullan, los mantienen como animitas, a las que se les solicitan
favores ante la desgracia. Estos muertos nuestros sueñan que
despertarán con el alma de las otras tierras arrulladas en
el barro, en los caminos de la noche donde asoma la luna a cantar,
a susurrar, me estoy muriendo, juro que no nací para morir,
pero muero al fin, y es un pecado vivir. Pero amar es una salvación
condenada, pero salvación al fin. “Estamos demasiado tiempo
enterrados”. Somos demasiados. Ser latino americanos es sentir como
que uno con su propio mundo siempre está sobrando en la tierra,
que la tierra, a pesar de pisarla jamás le pertenece, y esta
condena es la eternidad de Pedro Páramo, algo irresuelto,
el purgatorio terroso americano. Tal como pidieron los padres ayer,
Mistral, Darío, Neruda, Vallejo, hurgando en el ser americano.
En estas islas de tierra comunicantes. La rosa separada, que nos legó
Neruda.
La ruralidad, lo incierto, los rumores, las leyendas: “Vine a Comala
porque me dijeron que acá vivía mi padre”. Donde la
paternidad es siempre sospechosa, “un tal Pedro Páramo”, el
hijo “huacho”, el bastardo del hacendado, de la mujer abusada. El
desamparo pero la dignidad de una madre: “No vayas a pedirle nada.
Exígele lo nuestro”. Y más adelante, “cóbraselo
caro”. Es decir, la venganza asumida. Pero ese viaje siempre es sin
destino, se vuelve sobre una costra de sangre terrosa, pero la herida
es polvo y ahuyenta a quien la mira, nos mira. Sin embargo, América
latina, vive de esperanzas, sueños e ilusiones, permanentemente.
Es el único modo de mantenernos con vida. Un mundo triste.
“Son los tiempos, señor”, responde un ánima. O sea,
el mundo de los muertos, a diferencia del de Thomas, es penoso, lleno
de dolor. Thomas se divierte en el bosque lácteo, está
en gracia. Rulfo dice: “Yo imaginaba ver aquello a través de
los recuerdos de mi madre; su nostalgia, entre retazos de suspiros.
Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero
jamás volvió” (…) “Ese sopor que revienta los ojos”.
“Todo parecía estar como en espera de algo”, “la mera boca
del infierno”, América latina. “Un rencor vivo”, “un agujero
del corazón”. “Las paredes negras reflejan la luz amarilla
del sol”, sin embargo este pueblo “sin ruidos”, sordo, es la tierra
misma del sur. Hundida. Hueca. Ecos de sol. Donde todos parecen no
existir. Sin embargo los ojos de esta gente “eran como todos los ojos
de la gente que vive sobre la tierra”.
En Thomas, el mundo es marino, están esos muertos en un mundo
fantástico sumergidos en el agua, siguiendo a Shakespeare en
La Tempestad y a Moby Dick. ‘Deep into the davy dark ', como reconocen
los marineros británicos. Thomas además es tributario
de Joyce.
Y el mundo americano es esquizofrénico, lleno de voces, dice
Rulfo, murmullos, leyendas, los ecos de las ánimas, las conversaciones
de los muertos. “Es la voz de los recuerdos, más cercana que
la de la muerte”, “si es que la muerte ha tenido alguna voz”. Y por
ahí va Juan Preciado buscando lo que no encuentra, en un pueblo
vacío y solitario. El mundo de las supersticiones, del compadrazgo
en el dolor, el ingenio americano, la rebusca.
Pero ambas obras, la comedia de Thomas como Pedro Páramo,
son populares, pueblerinas. Acá, Comala, allá Llareggub:
el mundo amoroso, solidario, lleno de cariño. Tierra de promisión.
Acá la historia de amor de Susana San Juan, la chica loca.
Como los ojos de Dios. ‘Su cara se transparentaba como si no tuviera
sangre', se refiere a una sufrida mujer, arrugada. De ojos humildes.
‘Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo
ensangrentado del cielo'. Desgracias y maldiciones. Los muertos americanos
conversan entre sí, quejidos de muertos. Llantos. ‘Entonces
se oyó el llanto. Un llanto suave, delgado, que quizá
por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando
hasta el lugar donde anidan los sobresaltos.' ‘Hay esperanzas para
nosotros contra nuestro pesar', ‘pero no para ti, Miguel Páramo,
que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna gracia'.
Vida condenada. De apariciones de muertos en pena. Penando. Penurias.
Y luego, se disuelven como sombras. ‘Las oraciones no llenan el estómago,
dice el padre Rentería', en un pueblo sin nombre. Servidumbre.
Campesino.
‘El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor.
El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de
tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un
charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba
de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar.'
‘Entonces me levanté. La mujer dormía. De su boca borbotaba
un ruido de burbujas muy parecido al estertor'. Humor amargo, ‘te
estabas haciendo el muerto', Juan Preciado. Como en Shakespeare, para
ambos escritores, la muerte se siente por el frío que sugieren,
que hacen sentir, que nombran. A Juan Preciado lo mataron los murmullos,
los secretos, no voces claras. ‘Me di cuenta que el frío salía
de mí, de mi propia sangre', Preciado. ‘Ruega a Dios por nosotros'.
‘Eso oí que me decían. Entonces se me heló el
alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto.' (Lo mataron los
murmullos, los rezos.) ‘¿La ilusión? Eso cuesta caro',
‘y todo fue culpa de un maldito sueño'. ‘Mi estómago
engarruñado por las hambres y por el poco comer.' ‘Ve a descansar
un poco más a la tierra, hija, y procura ser buena para que
tu purgatorio sea menos largo, le dice un santo a la mujer.' Muertos
que comparten igual tumba, de puro generosos y pobres. ‘Hace tantos
años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo',
humillada gente. ‘El cielo para mí, Juan Preciado, está
aquí donde estoy ahora'. La tumba, la tierra. ‘Y las almas,
deben' –es decir, no es una certeza, es una creencia- andar vagando
por la tierra, buscando vivos que les recen.' ‘He descansado del vicio
de sus remordimientos.' ‘Cuando me senté a morir, ella rogó
que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara
todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni
siquiera hice el intento'. ‘Aquí se acaba el camino-le dije.
Ya no me quedan fuerzas para más'. ‘Y abrí la boca para
que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos
el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.'
Violaciones, vejámenes. Determinismo de la miseria.
‘Como sentir la pena de su muerte…'. ‘Pienso cuando maduraban los
limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los
helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que
llenaban con su olor el viejo patio' (Neruda)… ‘Cuando las mañanas
estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul.'(Neruda)
‘Hay pueblos que saben a desdicha'. ‘Se te está muriendo de
pena el corazón'. ‘No dejes que se te apague el corazón'.
‘Déjame consolarte con mi desconsuelo'
‘Entonces, adiós, padre- no vuelvas no te necesito.' ‘¡Señor,
tú no existes! Te pedí tu protección para él.
Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada
más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo.'
‘Sí, tampoco los muertos retoñan . – desgraciadamente'
-Tengo la boca llena de tierra.
-Sí, padre.
(...)
Te dejaré en paz conforme vayas repitiendo las palabras que
yo diga, te irás quedando dormida. Sentirás como si
tú misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te despertará…Nunca
volverás a despertar.
-Está bien, padre. Haré lo que usted diga.
(El padre):
‘Tengo la boca llena de tierra.'
(Susana): ‘Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios apretados,
duros como si mordieran mis labios…'
Luego volvió a oír la voz calentando su oído:
‘Trago saliva espumosa; mastico terrones plagados de gusanos que
se me anudan en la garganta y raspan la pared del paladar…Mi boca
se hunde, retorciéndose en muecas, perforada por los dientes
que la taladran y devoran. La nariz se reblandece. La gelatina de
los ojos se derrite. Los cabellos arden en una sola llamarada...'
(El sacerdote sembraba la muerte dentro de ella.)
-Aún falta más. La visión de Dios. La luz suave
de su cielo infinito. El gozo de querubines y el canto de los serafines.
La alegría de los ojos de Dios, última y fugaz visión
de los condenados a la pena eterna. Y no solo eso, sino todo conjugado
con un dolor terrenal. El tuétano de nuestros huesos convertido
en lumbre y las venas de nuestra sangre en hilos de fuego, haciéndonos
dar reparos de increíble dolor; no menguado nunca; atizado
siempre por la ira del Señor.
‘El me cobija entre sus brazos. Me da amor'
‘Vas a ir a la presencia de Dios. Y su juicio es inhumano para los
pecadores.'
(…)
“La cuca que ahora estaba allá aguantando el relente, con
los ojos cerrados, ya sin poder ver amanecer; ni este sol ni ningún
otro”.
Y Pedro Páramo se va muriendo pedazo a pedazo. ‘Todos escogen
el mismo camino. Todos se van. Como piedras, la tierra en ruinas frente
a él, vacía”.
La noche llena de fantasmas. “Y se fue desmoronando como si fuera
un montón de piedras”. Porque siempre estuvo muerto y no había
redención.
Ambos son poemas. Grandes poemas.
Todo termina fatalmente con la muerte. Leyenda y esencia americana:
“Vuestros viejos dolores enterrados. A través de los siglos
en las llagas.
Cuando la mano de color de arcilla /se convirtió en arcilla
y cuando los pequeños párpados / se cerraron (...) y
cuando todo el hombre se enredó en su agujero, La más
alta vasija que contuvo el silencio, una vida de piedra después
de tantas vidas, que hiciera temblar el miserable árbol de
las razas asustadas. Y no una muerte, sino muchas muertes llegaban
a cada uno, esperando su muerte, su corta muerte diaria, al estelar
vacío de los pasos finales. Muerte sin paz ni territorio.
Amor, amor, hasta la noche abrupta.
Quién va rompiendo sílabas heladas, idiomas negros
(...)bocas profundas. Quién va cortando párpados florales
/ que vienen a mirar desde la tierra. / Ven hasta las soledades coronadas.
No volverás desde la profunda / zona de tu dolor diseminado
Mírame desde el fondo de la tierra. / Yo vengo a hablar
por vuestra boca muerta /
Y dejadme llorar, horas, días, edades ciegas.
Ahora, hablad por mis palabras y mi sangre…”