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La poesía, el alcohol, la liberación


Por Jesús Sepúlveda*
En Patrimonio Cultural, Núm. 34, año IX, verano 2005.


Hacer literatura sobre el alcohol, o alcoholizarse para hacer literatura: conocer a fondo el tema y exudarlo por los poros. Edgar Allan Poe se da un conchazo en la frente y cae desplomado en una vereda de Baltimore, mientras el gato negro de los enfermos ronronea cuidando el bulto. Verlaine ve el rostro sátiro de su cara de fauno en la cristalería del cabaret parisino.
Y Esenin se raja el brazo al compás del vodka para escribir con sangre su último poema en los muros del Hotel Inglaterra en Leningrado.

Estos han sido los héroes de los jóvenes poetas que han querido seguir el sendero del maldito, soñando con el abismo, o ignorando el vértigo del dolor íntimo.

Dylan Thomas se desploma con 18 whiskies al seco en un bar de Nueva York y Bukowski ríe grotescamente bajo el neón rojizo de un letrero de Los Ángeles. ¡He ahí el espectáculo!

Teillier entra con su manta de Castilla a un boliche de Lautaro, donde cada tarde se juntan los parroquianos a brindar por los muertos y a jugar a las cartas. Luego vuelve a la ciudad con paso cansino para vagar "de bar en bar enfermo de poesía".

El fantasma del delirium tremens desembarca en el puerto de la desesperanza y pulula en la copa de los poetas. El perro negro de la melancolía aúlla en una esquina húmeda, mientras los viejos de los carretones se cubren con cartones y diarios. Sus sueños están protegidos por una manada de quiltros callejeros, desamparados y solos. La enfermedad del trago se expande rápidamente, dejando huellas imborrables en el cuerpo del anfitrión.

Así pasé varios años, poseído por el espíritu del vino y otros licores menos nobles. A los 25 caí en cama e imaginé un nuevo libro: Hotel Marconi. Al levantarme, estaba deshinchado y hepático. Nueve meses después volví a recaer. Era el año 1993.

Dos años más tarde me fui de Chile. Llegué a un poblado universitario estadounidense que sin serlo se transformó en mi Sanatorio: Eugene, Oregon. Allí asistí a un par de sesiones de Alcohólicos Anónimos para escuchar inglés y conocer gente. -"Yes, I have a problem with alcohol"- era la frasesita que todos repetían.

Me chanté por tres años y limpié mis venas. Entremedio me fui curando del demonio etílico con otras yerbas, que dieron paso a otro tipo de obsesiones.

Walter Benjamin señala que la intoxicación es una forma de iluminación profana. Cada sustancia que se ingiera tiene un límite, por tanto hay que conocer muy bien la dosis para no exacerbarlo. El vehículo de la alteridad que transporta a ese estado alterado de conciencia es el cuerpo. Sin su ayuda, la mente se estrella contra el vacío. Y se multila.

Terminé Hotel Marconi en sobriedad y la editorial Cuarto Propio lo lanzó al descampado crítico en 1998. Tal vez me salvé de una muerte precoz o de un canazo seguro. Lo que está claro es que me sané de las depresiones mórbidas de la adolescencia y la primera juventud.

Para Benjamin la iluminación profana es una inspiración antropológica materialista lograda mediante la intoxicación, que no es sino el estado de conciencia en el cual se percibe la vida cotidiana como algo impenetrable, mientras lo impenetrable se percibe como experiencia cotidiana. Es, por tanto, un desplazamiento físico y mental que da vuelta la realidad para reemplazar su vigilia racional con la agencia de lo maravilloso.

Rimbaud quiso hallar un estado de clarividencia por medio del desorden de los sentidos y llegar a esa zona incierta de lo desconocido. Huidobro aspiraba a la supraconciencia haciendo vibrar su caja cerebral a la velocidad del delirio poético. Otros han preferido la oscuridad lumínica que brinda el espíritu del alcohol.

Es probable, sin embargo, que el surrealimo haya sido la encarnación más intensa del proceso creativo a través de su intoxicación total: Artaud, Cocteau, Michaux, entre otros, y cuya bandera de lucha -el azar objetivo y la belleza convulsa- no fueron sino la confusión histérica entre el impulso interno y el signo externo que proyecta la siquis en el mundo.

Pero ¿qué es la escritura sino la proyección de la siquis en el mundo?

Hotel Marconi fue escrito desde un cuarto y muchos cuartos en las noches de insomnio y las mañanas de caña, cuando el sol alumbraba fuerte en mis ojos. Es un pequeño diario personal de la intoxicación alcóholica exasperada por la química blanca. Mezcla y bomba subjetiva de un pencazo.

Hace años que volví a beber, pero sin la urgencia ni el dolor de los desesperados. La mitología privada de la dipsomanía etílica ha quedado colgada de un marco con imágenes en blanco y nego y una leyenda romántica que roba sonrisas.

Otros han sido los vericuetos de la conciencia desde entonces. La iluminación profana se lía ahora en papel de arroz, se toma en forma de té natural y elimina ese demonio pesado y cargante que mueve las rejas clandestinamente en cada botillería de turno.

Mi último libro de poesía fue publicado en México. El diseñador ilustró la portada con una hoja de cannabis. Esa poesía ya no siente la extraña nostalgia por la pieza sola, con su vaivén de cubierta, ni añora la noche húmeda y desolada de la gran ciudad. Es liviana como el viento y alta como los árboles. Y susurra calladamente una melodía contenida en la garúa matinal. El viejo alcohol suicida se ha transformado en humo liberador.


* Escritor. Enseña Literatura en la Universidad de Oregón, EEUU.

 

 


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La poesía, el alcohol, la liberación.
Por Jesús Sepúlveda.
Fuente: Patrimonio Cultural, Nº 34, año IX, verano 2005.