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"El jardín de las peculiaridades", de Jesús Sepúlveda

NEGAR LA FORMA DE SER DE ALGUIEN ES COLONIZARLO


Por John Zerzan
Piel de Leopardo, Enero 2006.

El texto que presentamos es la versión en castellano del prefacio que escribiera John Zerzan para la edición en lengua inglesa –Feral Press– de El jardín de las peculiaridades, de Jesús Sepúlveda, publicado originalmente por Ediciones del Leopardo en Buenos Aires.
Zerzan (1944) bien puede ser el ideólogo más original y radical de las corrientes del neoanarquismo contemporáneo, en especial de la denominada anarco-primitivismo.
Y es no el menos escuchado, tanto en el noroeste estadounidense –reside en Eugene, Oregón, cuna e inicio de las protestas de Seattle que estremecieron al mundo en noviembre de 1999– como en Europa y en los últimos años en América Latina.

El jardín de las peculiaridades celebra lo peculiar y único, la festividad permanente basada en una visión comunitaria y creativamente caótica. Su aproximación no es sino un diálogo cariñoso de libertad y conexión, análisis e intimidad. El jardín merece su nombre porque refresca el espíritu.

Este obsequio que nos entrega Jesús Sepúlveda nos invita a compararlo con un libro de tamaño y formato similares: La sociedad del espectáculo de Guy Debord. En un tercio de siglo se han visto muchos cambios y una profundización de la crisis generalizada en el lapso de tiempo entre ambos libros. Uno debiera concluir, podríamos decir, que por una necesidad virtual el aporte de Jesús sustituye categóricamente al de Debord.

Quizás La sociedad del espectáculo, al igual que partes de Hegel, Marx y Lukács, es extrañamente insuficiente en términos del concepto de su título. Permaneciendo firmemente en el terreno de la izquierda y entre sus más altas y últimas creaciones teóricas, La sociedad... acepta la modernidad y todas las instituciones que la sustentan.

La reificación –o cosificación– es un concepto central de Debord, pero solamente en su sentido moderno en tanto efecto del fetichismo mercantil del capitalismo contemporáneo. Sepúlveda explora la reificación en su profundidad real, no como un fenómeno reciente sino en términos de la objetivación misma. ¿Cómo la vida se transformó originalmente en una cosa ficada?

La sociedad adopta el mundo que ha devenido en el problema, exigiendo sólo una nueva administración. El jardín… imagina un lugar totalmente diferente, que no necesita ser administrado y que encarna el espíritu vivo de la anarquía. Donde Debord prescribe un sistema mundial totalizante de poder exclusivo de los concejos de los trabajadores, Sepúlveda visualiza autonomía y disolución del poder.

"De todos los instrumentos de producción, el mayor poder productivo es la clase revolucionaria en sí", proclamaba Marx, citado con aprobación por Debord. Al contrario, en El jardín se entiende que la producción en masa implica la producción de masas –tal como lo expusiera Walter Benjamin– sin mencionar la destrucción rampante de la biosfera. Para Jesús, la colonización y la estandarización son los dos lados de la moneda de la dominación.

El jardín de las peculiaridades es fértil y placentero de leer. Sus temas abarcan un radio que va desde lo simbólico hasta la política de la identidad, incluyendo estudios sobre el canibalismo, las hormigas, las drogas naturales, la resistencia indígena y muchos otros temas que sorprenden a lo largo de su lectura.

Dudo que la mayoría de los lectores adscriba a cada aspecto de este maravilloso libro. Divide la cultura simbólica en razón instrumental y razón estética, y sostiene que esta última ofrece un camino hacia la liberación. Para mí, la cultura simbólica es en sí parte consubstancial de la dinámica de empeoramiento progresivo de la vida en el planeta.

Tal vez la representación se interrelaciona, de modo fundamental, con la creciente separación y mediación que todos experimentamos –y que la estética es incapz de mitigar–. Hablando de los orígenes, puede que no sólo sea una coincidencia que la cultura simbólica haya florecido justo antes de la domesticación (razón instrumental/dominio de la naturaleza).

A lo mejor tales especulaciones nunca se puedan confirmar y variadas miradas sean necesarias. De hecho, uno de los aspectos más sorprendentes de este libro es su franqueza. ¡Ningún dogma florece en este jardín! He aquí una cita de una de las partes referidas a la cultura simbólica que tipifica la actitud del autor: "La maniestación del ser es estética y cultural. Esa manifestación se radicaliza cuando deviene expresión peculiar del ser. Por eso, negarle a una persona su forma de ser es colonizarlo. Dicha práctica reproduce la pulsión expamsiva de la civilización, que no es sino la destrucción de la naturaleza y de los seres humanos. La civilización, por lo tanto, coloniza la cultura y la domestica volviéndola una categoría estámdar: la cultura oficial. Desconocer que cada criatura en el planeta tiene una forma de ser: cada gato, cada ave, cada planta, cada flor, nosostros mismos, es negar la peculiaridad de la naturaleza" Lo que importa es que a través del lenguaje el sujeto se libera, porque así logra verbalizar y construir su experiencia de acuerdo a su imagen de mundo. Este texto es prueba de ello. Otros textos que lo refuten también serán prueba de lo mismo.

La poesía de Jesús fue publicada siendo todavía adolescente. Hay un espíritu verdaderamente bello y poético en El Jardín. Una estrofa de El jardín de Andrew Marvell ofrece un paralelo intrigante:

Meanwhile, the mind, from pleasure less,
Withdraws into its happiness:
The mind, that ocean where each kind
Does straight its own resemblance find;
Yet it creates, transcending these,
Far other worlds, and other seas;
Annihilating all that's made
To a green thought in a green shade.

[Mientras la mente del placer menor
extrae para su felicidad:
la mente, ese océano donde cada especie
va directo a encontrar a su igual;
crea a pesar de todo, trascendiendo,
otros mundos lejanos y mares otros;
reduciendo todo lo hecho
a un pensamiento verde en la sombra verde]

"Reduciendo todo lo hecho" fue para Marvell, hace 350 años, una ilusión, un sueño. Pero Jesús Sepúlveda lo ha visualizado como un proyecto real y nos muestra porqué "todo lo hecho" –o una gran parte, al menos– necesita ser deshecho. Para que así la vida, la libertad, la plenitud puedan reclamar su lugar.

 

 

 

El jardín de las peculiaridades

Jesús Sepúlveda

(Extracto)

5.

Hay pocas cosas ciertas, o por lo menos, casi irrefutables. Una de ellas es que siempre la vida florece alrededor de los árboles. Otra, que los árboles no viven sin agua. Al contrario, se secan. La tala forestal y las represas no sólo implican el dominio humano y corporativo sobre la naturaleza, sino que también la destrucción de toda fuente de donde emana la vida. La defensa del planeta, por todos los medios posibles, no es sólo una cuestión de autodefensa, sino que también de sobrevivencia.

La autopreservación de la especie humana ha llevado al dominio de la naturaleza. Pero este mismo dominio atenta contra cualquier autopreservación. Esto es un círculo vicioso que tarde o temprano deberá ser roto. De otro modo, el único derrotero será la destrucción total. Su ruptura es mental y material. Tiene que ver con los modos de percibir la realidad y también de interactuar en ella.

El dominio del medio ambiente y de las criaturas que lo habitamos no lleva a la preservación, sino que a la colonización. Su efecto es concreto: la conquista del planeta, de los animales, de las plantas, de los insectos y, por cierto, de los seres humanos. Las personas reales que aún no han sido alienadas de sí mismas -por fortuna o resistencia- todavía sienten una fuerte relación con la tierra y mantienen una estrecha conexión con sus ancestros. Los pueblos originarios tienen un sentido de sensatez que no se observa en las culturas civilizadas. La población primitiva todavía conserva su sabiduría atávica. A sus ojos, comprender que los seres humanos no somos sino naturaleza, es un acto de simple lucidez.

Esta revelación radical desconstruye cualquier taxonomía -y clasificación epistemológica- tendiente a justificar la objetivación de la gente en categorías reificadoras: reinos, clases, razas u órdenes de cualquier tipo. Los seres humanos no somos sino naturaleza. Cada criatura es auténtica e irrepetible. La clonación colonizadora y la noción de una identidad monolítica -en tanto identidad subjetiva idéntica a la de sus semejantes y, por lo mismo, petrificada- niega la peculiaridad de cada ser. La civilización -y su expresión sublime: las ciudades- encarna dicha negación. Su tendencia apunta a la expansión, que trae consigo el colonialismo o la guerra santa. Las civilizaciones cristiana, musulmana, inca, azteca, nipona, otomana, greco-latina o china, entre otras, han sido proclives a la invasión y a la conquista. La civilización -vista como segunda naturaleza- ha legitimado la destrucción de todo aquello que no es sino la propia naturaleza. La negación de lo natural fundamenta el orden civilizado, que se expande como dominio y se manifiesta de modo sanguinario en el exterminio de los pueblos indígenas y de las culturas autóctonas.

Para la civilización, todo acto de destrucción de sus íconos es un acto iconoclasta o terrorista. Cuando la civilización destruye la vida y la cultura -ajena a su orden civilizado- deviene acción civilizadora. Ésta ha sido la lógica de la colonización.

El exterminio de los pueblos colonizados no se ha llevado a cabo solamente a través del restallido del látigo o del disparo del cañón, sino que también a través de la tala de los bosques y de la construcción de represas.

 

 

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