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José Santos González Vera: Aprendiz de hombre

Por Rui Reclus
Publicado en La Calabaza del Diablo, N°11, agosto-septiembre de 2001




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Uno de los escritores más sencillos de nuestro país. Como muchos de los de su época aprendió de casualidad el oficio de juntar palabras. De joven abrazó las ideas anarquistas. Por ello le tocó ser testigo del asaltó a la Fech y de la persecución autoritaria contra todos los ácratas. Amigo de los "Inmortales", Domingo Gómez Rojas, Manuel Rojas y Antonio Acevedo Hernández, pertenece a la generación de escritores, habituados a realizar los mil y un oficios, como también a levantar su voz en centros de estudios sociales y sindicatos obreros. Hacia 1950 fue galardonado con la máxima distinción del país: el Premio Nacional de Literatura; no obstante, como dice Hernán del Solar: "Los que nunca supieron leer ponen el grito en el cielo". La respuesta es simple: "Originalidad evidente", señala Ernesto Montenegro.


Si pudiésemos definir la escritura de José Santos González. Vera en una sola palabra, sin duda, el humorismo, la ironía, lo biográfico, lo sencillo, lo diáfano se nos vendrían a la mente. Pues claro, son los adjetivos que se han utilizado para referirse a su estilo. Si bien el valor literario del autor radica en el relato biográfico; éste debe estar aliñado de todos los otros componentes. Precisamente es en su biografía en donde apreciamos el grueso de su escritura: tres de sus libros tratan acerca de su vida Alhué, Cuando era muchacho y Aprendiz de hombre. No obstante, al igual que muchos, cada vez va puliendo su estilo, mejorando su memoria y condimentando con más sabor sus anécdotas. Por lo tanto, es la autoconstrucción del personaje principal de su obra: él.

González Vera nació en El Monte, el 2 de noviembre de 1897. De allí su familia se trasladó a Talagante, donde cursa su enseñanza primaria. De tanto ver pasar el tren y animales muertos en el río, la familia decide mudarse a Santiago. Cuando cumplió diez años, su papá lo tomó de secretario para anotar un divertido cuento. Sin embargo, su "letra informe y ortografía fantástica" le valieron un inmediato sobre azul con un seco «¡Lárgate!».

De niño se maravilló de un zapatero, más bien, le pareció "un caballero que hacía zapatos y que hilvanaba ideas que calzaban como piezas de reloj". De su padre heredó un "anticlericalismo recitativo", que durante su permanencia en el Liceo Valentín Letelier le jugó una mala pasada. Un niño lo acusó a Omer Emeth (Emilio Vaisse) de haberlo llamado fraile y éste lo expulsó de la sala.

Así pasó el tiempo sin el concepto de porvenir. Los días sólo eran portadores de angustias: debió lamentar la muerte de tres de sus hermanos, debido a la neumonía; su progenitor perdió el empleo y se sumergió en un silencioso aniquilamiento. Al mes partió por un tiempo dejando una sensación de vacío en toda la casa. La familia debió mudarse y el hogar se redujo a dos cuartos en un conventillo de la calle Maruri. Su hermano Efraín se empleó, mientras González Vera se "sentía solicitado por todos los sentidos".

Fue expulsado del Liceo por no asistir a caligrafía, gimnasia y canto. Su padre se sintió deshonrado con un hijo de tal categoría. El había estudiado en peores condiciones, sólo de noche. Durante mucho tiempo no le dirigió la palabra. El primer empleo que tuvo se lo dio un vecino, el pintor Manríquez, esmaltando carretones de una cervecería. Cuando llegó el invierno, el trabajo se terminó, y como Manríquez jamás imitó a las hormigas, el desempleo lo obligaba a empeñar pantalones y camisas. Luego trabajó como mozo en un anticuario.

Aprendió el arte de conversar en una esquina del barrio junto a un estudiante de derecho, un joven que había leído la historia de la Inquisición, y un linógrafo que se hizo escéptico debido a su constante lectura y manipulación de artículos a favor y en contra de cualquier cosa.

Por aquel tiempo proliferaron las escuelas nocturnas, José Santos asiste a una de ellas. Junto a un compañero apellidado Jodorowski planeaban la sociedad futura. De tanto cavilar, los hombres y las mujeres se les convertían en ángeles. En la escuela, todos los domingos se hablaba sobre los derechos y deberes de los ciudadanos. Allí se le grabaron las palabras "democracia, expoliación, paria". No obstante, la palabra democracia se limitó únicamente a saberla, sin llegar a usarla, pues jamás le agradó.

Alertado por un aviso en el diario se empleó de mozo en una sastrería. Permaneció allí durante un año, y al darse cuenta de lo mísero de su sueldo pidió aumento, obviamente el dueño de la sastrería se lo negó con una sonrisa.

«Vagué la tarde entera. Edificios, personas, calles y paisajes supiéronme a maravilla. Sin saberlo llegué al Parque Forestal. Era libre y me iba ganando un sentimiento alegre y callado. Kropotkin dice que en la sociedad futura bastarán cuatro horas de buen trabajo para mantener a la comunidad. ¡Qué afortunado serán los hombres del porvenir! Podrán pasear bajo los árboles, ir al campo o al cerro, volver temprano a sus casas y desarrollar en paz cualquier actividad desinteresada. Lo que es ahora, la tarea consume el día del asalariado y también del que lo inventó».

Su acto libertario se transformó en algo efímero, ya que, tentado por un mayor sueldo fue a parar a una y otra sastrería. El dueño de una de ellas era un italiano que todo se lo pedía por favor. Un día le dijo: «¿Para qué lo retengo más?»... Se encontraba en la quiebra. Le dio un sobre con dinero y entre abrazos y llantos se despidieron.

Por la misma fecha debió lamentar otra tristeza. Su padre no mostraba el vigor de antes, sus negocios no iban bien. Una mañana se quedó en cama y permaneció días acostado mientras su madre tejía llorando al lado de él. Finalmente, murió en ausencia de todos sus hijos.

«Mi padre se fue alejando de mi mundo. Mas al llegar el momento de razonar sobre mis actos, los ajenos y el posible origen de todo, me hizo una falta casi dolorosa. Un padre, aunque uno no le haga partícipe de su conflicto, fortalece por presencia».

Por avisitos en los diarios trabajó en una casa de remates y de mozo en una fundición hasta que conoció al pintor Valdebenito. Este le aconsejó aprender un oficio porque: "El mundo por venir sería de obreros". Antes de conocerlo pensaba que todos los trabajadores eran borrachos, sin embargo, se sorprendió de su llustración y buen gusto. El pintor se presentaba siempre con un tarro de pintura en la mano izquierda y un libro del editor «Sempere» en la derecha. Leía trozos de libros en que reyes, obispos, políticos y generales figuraban con "sombríos colores: los que no eran directamente ladrones o asesinos, actuaban como cómplices". Ante la expoliación, proponía la revolución social, "la sociedad futura será sin dueños ni leyes (...) el trabajo será mediante el libre acuerdo" agregaba.

En esos años "sujetos nerviosos" colocaron bombas en varios conventos. Se desató un fervor católico y las casas parroquiales se llenaron de billetes y monedas, González Vera transitaba por una procesión de feligreses y por no sacarse el sombrero uno de éstos le propinó un golpe. Luego un viejito le colocó un velón en las manos.

La amistad con Valdebenito lo llevó a conocer a los hombres de negro que no respetaban a los curas y que solían decir que "Dios es un mito". Se maravilló de los conocimientos que profesaban: "sabían mucho, usaban palabras escogidas y expresaban ideas que no se oyen a menudo, hablaban en el tono de los caballeros de gris, ocupábanse de asuntos ajenos a sus oficios, de problemas".

En 1913, junto al pintor Valdebenito, asisten al «Teatro Alhambra» a escuchar a Belén de Zárraga. A los gritos de ¡Viva el libre pensamiento! ¡Viva el comunismo anárquico! ¡Viva la revolución social! La conferencista española enseñaba que la historia no ocurre en vano... Las ideas no se queman... Las ideas no se aprisionan, ellas no respetan fronteras.

También por aquel tiempo visitó la capital Monseñor Sibila. Inmediatamente los universitarios le hicieron sentir su desagrado. Se rumoreaba que el prelado venía a llevarse el oro de las congregaciones. Entre desfiles y marchas de repudio al fraile, González Vera se trenzó a golpes con jóvenes católicos. Nuevamente triunfaría el mal, pues el futuro escritor fue apaleado por la horda de fanáticos.

Producto de sus andanzas anarquistas fue a dar de voluntario en «La olla del pueblo». Solicitando colaboración conoció a un médico que le ofreció trabajar como lustrabotas en el Club de Septiembre. González Vera aceptó para no ser motejado de haragán.

Fin de semana por medio, y cuando le quedaba tiempo libre, almorzaba rápido para dirigirse hasta el Centro de Estudios Sociales Francisco Ferrer. Una tarde un joven disertó de un viaje a pie hasta Mendoza, su nombre: José Domingo Gómez Rojas.

«Aunque estaba a cinco metros de distancia del sitio que yo ocupaba, lo sentí tan lejos, tan inaccesible, como si hablara desde una colina y yo me hallase en la llanura. Tenía el poder de amplificar cualquier concepto. Era elocuente. Nunca le faltaba tema nuevo; jamás se mostraba decaído. Bastaba que dijera una frase para que su imaginación lo proveyese de ciento o más. Era generoso, jamás rebajó la valía ajena y afanábase en que sus amigos fuesen escritores o artistas. Con algún misterio me aconsejó escribir. Por mis observaciones, infería él que tenía condiciones literarias».

En el centro se presentaban continuamente dramas obreros, los actores eran los propios protagonistas. Allí conoció a un joven "tan alto como serio" y que llevaba sombrero de felpa café y un pañuelo de seda en el cuello. Era Manuel Rojas, quien trabajaba de consueta en los dramas en que actuaba el pintor Valdebenito:

«Demoré bastante en saber que era Manuel Rojas. Pronto leí prosas y versos suyos. Lo seguí viendo en otros centros obreros. Llegaba sin perder tiempo en saludar, quedábase quieto y escuchaba. Cuando un discurso entraba al corazón, no hacía gesto ninguno, pero su mirada iba a situarse a las inmediaciones del techo. Y luego partía tan silencioso y austro como al llegar. Daba gusto oírle por su acento sincero y poético. En las tardes solía escribir versos en una mesita. Necesitaba eso sí, un paquete de cigarrillos, una resma de papel y un buen lápiz».

En el club fue ascendido a bibliotecario, sin embargo, antes de completar el año estrechó la mano de su jefe directo; le había bajado el aburrimiento y decidió recuperar su libertad. Trató de ser peluquero, pero abandonó la tarea (porque sus manos no estaban hechas para el corte cuadrado ni para rasurar) no sin antes dejarle la cara como mapa a Francisco Pezoa.

Entre los anarquistas dominaba el deseo de saber. Cada uno de ellos buscaba distinguirse entre los demás:

«Uno suprimía del lenguaje todo término que sugiriera idea de propiedad; otro consagrábase a la oratoria; éste encarnaba a Zaratrusta; ese adoptaba el régimen vegetariano; aquel hacíase escritor; tal optaba por la música; cual convertíase en vagabundo para predicar la gran palabra; zutano echábase sobre sí la tarea de ser un ejemplo humano; mengano entregábase a la organización de sociedades de resistencia para interesar al pueblo en sus ideas; perengano ejercitó el valor vendiendo periódicos sin Dios ni ley en la puerta de la iglesia o irrumpiendo con discursos cáusticos en asambleas conservadoras; no faltó el fumista que entrara al restaurante, se hiciera servir por señas y que al salir se despidiera a viva voz».

Los centros obreros eran lugares bullentes de discusión e intercambio de ideas. Se podía escuchar a Augusto Pinto, el mejor zapatero santiaguino, además de estudiar geografía, francés, filosofía y sociología. Farías, el hojalatero aficionado a la poesía francesa, discutía con Manuel Rojas y Gómez Rojas, sobre Mallarmé y Rimbaud.

Hacia 1917, González Vera se hace zapatero, oficio que le permite cierta holgura económica y lo introduce al arte de la conspiración. Participa en varias huelgas, se cambia permanentemente de trabajo, acude a marchas, ayuda en la reedición de libros de Kropotkin, etc. Por las noches gustaba de asistir al café «Los inmortales», donde se juntaba con Manuel Rojas, Gómez Rojas y el carpintero Antonio Acevedo Hernández con quien caminaba hasta el amanecer conversando de teatro, versos y literatura.

No se quejó nunca de pobreza, aunque su atavío era pobre. No expresaba deseos de posesión de cosa alguna ni pretendía ser rico, tener poder ni ser monarca. No tenía en mente ninguna aspiración secundarla. Ni de comer hablaba. Su vocabulario lo usaba al perorar de teatro, de obras dramáticas, de comedias, de intérpretes y decoraciones. Los problemas de la sociedad los resolvía escenificándolos.

Junto a Manuel Rojas, Sergio Atria, y Carlos Caro, futuro director de la revista Claridad, todos los lunes, en un rincón del Parque Forestal, forman una hermandad literaria cuyo nombre era Los cansados de la vida, frase arrancada del libro El extranjero de Andreiev. La hermandad estipulaba que todos los integrantes irían desapareciendo por propia voluntad. Asimismo, la sociedad suicida ideó un rito de iniciación.

El primer iniciado sería el poeta Alberto Rojas Jiménez, en el conventillo que habitaba González Vera en la calle Dardignac. El rito consistía en entrar en el cuarto a oscuras, encender un fósforo, y resistir por cinco minutos lo que los ojos vieran. El poeta niño no alcanzó a estar 30 segundos en el cuarto y tampoco encendió el fósforo pues se horrorizó. Si hubiera encendido el cerillo hubiera visto, sobre una mesa, la mano ensangrentada de una mujer con los dedos crispados como garras. La mano le había sido cercenada a una viejecita muerta desde la Escuela de Anatomía de la Universidad de Chile por Sergio Atria, estudiante de Medicina en ese entonces. Después éste botó la mano al río Mapocho, lo que hizo que la prensa elucubrase el asesinato de una hermosa mujer a la que sólo se le encontró una mano después de ser descuartizada. Lamentablemente, la policía nunca pudo resolver el puzzle.

Hacia 1917 participa como crítico de la Revista Selva Lírica, lo que le permite conocer a los mejores exponentes de la letras nacionales como Gabriela Mistral y los integrantes del grupo «Los Diez». Al publicar en contra del primer libro de Alberto Romero en Buenos Aires, se dio cuenta que un crítico nunca debe convertirse en juez, ya que hacer un buen libro es siempre un milagro.

En 1918 publica En el Arrabal que aparece en uno de los números de la revista Artes y Letras. Colabora en un diario de provincia. Edita la revista Pluma en la que colaboran Eduardo Barrios, Carlos Mondaca y Gabriela Mistral, entre otros. Más tarde junto al poeta Juan Egaña instaló una imprenta en el centro de Santiago y se reanudó la edición del Semanario Numen de corte socialista. Viaja a Valparaíso, lugar en que trabaja de cobrador de tranvías y vendedor de libros.

En aquel tiempo solía ir, por las tardes, a la Federación de Estudiantes a conversar con Juan Gandulfo. En aquel lugar se hablaba de todo, deambulaban el propio Juan Gandulfo y su hermano Pedro, Santiago Labarca, Waldo Urzua, Federico Carballo, García Oldini, Arturo Zúñiga, Alfredo Demaría, entre otros.

Por el episodio conocido como La guerra de don Ladislao, la Federación solicitó al Gobierno que diera las razones del llamado a cuartel. Los estudiantes fueron acusados de ser agentes peruanos y personeros del gobierno azuzaron a jovencitos patrioteros que arremetieron contra los estudiantes y la Federación. A raíz de su encarcelamiento muere el poeta Gómez Rojas y comienza un proceso de persecución contra todos los anarquistas, ya sea militantes de la IWW como estudiantes registrados en la Federación. González Vera huye hacia el sur. En Temuco es cobijado por Gabriela Mistral. En Valdivia colabora en el periódico La Voz del Sur.

De vuelta en Santiago decide apoyar a Carlos Caro en la redacción de la revista Claridad. Con los dineros de Juan Gandulfo edita en 1923 su primer libro Vidas Mínimas. En 1928 edita Alhué libro que se extravió durante un tiempo, ya que en 1920 sucumbió en el incendio de la imprenta Numen.

Posteriormente obtiene un puesto en la Universidad de Chile donde llega a ocupar el cargo de Secretario de la Comisión Chilena de Cooperación Intelectual. Colabora en la Revista Babel con artículos y cuentos.

En 1950, un jurado compuesto por Juvenal Hernández, Ernesto Montenegro y Francisco Walker le otorgan el Premio Nacional de Literatura. Llueven las críticas. Sobretodo el hecho de que tenga sólo dos libros publicados. El suceso despierta la envidia de escritores y críticos. Pero el mismo año edita Cuando era Muchacho, libro que viene a ser un tapaboca para sus detractores ya que es la obra maestra del escritor. En la novela se describen personajes, lugares, familiares, amigos, oficios y luchas que escenifican la historia de la década de 1910. En 1955 aparece Eutrapelia nombre que resume su manera de concebir la vida. En 1959 retrata a diversos literatos y escritores con su libro Algunos. En 1960 el antologador Enrique Espinoza publica Aprendiz de Hombre. Posteriormente en 1961 aparecen La Copia y Otros Originales y Necesidad de Compañía, ambos libros de cuentos.

Lamentablemente, el maestro de la técnica, el que escribe como hablando al oído, deja de existir un 27 de febrero de 1970.



 

 

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José Santos González Vera: Aprendiz de hombre
Por Rui Reclus
Publicado en La Calabaza del Diablo, N°11, agosto-septiembre de 2001